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CAPÍTULO 17<br />
Tizzie caminaba con paso decidido por el campus de la Universidad de Columbia. A<br />
los estudiantes que tomaban el sol en las escalinatas, la mujer y sus dos acompañantes<br />
debían de parecerles un trío sumamente peculiar. Ella abría la marcha, elegantemente<br />
vestida y con la cabellera al viento, detrás iba Jude, despeinado y con su cuaderno de<br />
notas asomando por el bolsillo de la chaqueta de pana, y finalmente Skyler, a quien el<br />
corto cabello rubio y las gafas de sol le daban un aspecto ciertamente extraño.<br />
Se acomodaron en una de las filas traseras del anfiteatro y miraron al corpulento<br />
caballero que ocupaba el estrado, el doctor Bernard S. Margarite.<br />
El jefe de la sección de ciencia del Mirror no había vacilado ni un microsegundo<br />
cuando Jude lo telefoneó para pedirle consejo. «Si lo que te interesa es la genética —le<br />
dijo—, Margarite es tu hombre.» Jude buscó información sobre el científico. Había escrito<br />
estudios con títulos tan enrevesados como «La transferencia nuclear en los blastómeros<br />
procedentes de embriones de vaca tetracelulares».<br />
Afortunadamente, la clase que se disponía a dar formaba parte de un cursillo de<br />
introducción. Varias docenas de estudiantes de verano vestidos con un mínimo de ropa<br />
se repartieron por los asientos del anfiteatro y procedieron a dejar sus libros amontonados<br />
en el suelo.<br />
Margarite hizo unos cuantos comentarios preliminares, anunció que la semana<br />
siguiente pondría un examen y gastó un par de bromas. Luego le echó un vistazo a sus<br />
notas, se dirigió a la pizarra y dibujó cinco círculos en ella. Junto a Jude, un muchacho<br />
abrió su cuaderno y copió el dibujo.<br />
—Como cualquiera puede darse cuenta —comenzó Margarite—, esto son óvulos. —<br />
Hizo una pausa, como para admirar su obra, y prosiguió—: Huevos de rana. ¿Por qué los<br />
biólogos sienten tanto cariño por los huevos de rana? Porque son grandes, diez veces<br />
mayores que los óvulos humanos. Y, como crecen en el exterior del cuerpo del anfibio,<br />
nos es posible observarlos —añadió arrojando la tiza al otro lado de la sala.<br />
Margarite tenía fama de ser un profesor algo histriónico.<br />
—Bueno, todos vosotros sabéis lo que ocurre cuando un óvulo es fertilizado. Crece y<br />
se divide en dos, y luego cada una de esas mitades se divide a su vez, y así<br />
sucesivamente. Al final, lo que tenemos es una bola de células, un embrión. Y, a medida<br />
que se van produciendo las nuevas divisiones, las células se especializan. Algunas se<br />
convierten en piel, otras en ojos, otras en una cola, otras en la médula espinal, etcétera. Y<br />
al cabo de poco tiempo tenemos un bebé de rana que, cuando crezca, será diseccionado<br />
por alumnos de séptimo grado, o bien terminará sirviéndole de almuerzo a algún francés.<br />
«Todos los animales superiores pasan por el mismo proceso, incluidos los seres<br />
humanos, aunque en nuestro caso, con un poco de suerte, el desenlace no es el mismo.<br />
El comentario suscitó un murmullo de risas corteses y el profesor continuó:<br />
—Pero los humanos llevamos el proceso hasta casi la exageración. En la edad<br />
adulta, cada uno de nosotros tiene en el cuerpo unos nueve billones de células.<br />
El muchacho sentado junto a Jude anotó la cifra con todos los ceros.<br />
—Así que la primera pregunta que se plantearon los primeros investigadores fue<br />
cómo se producía el fenómeno. ¿Por qué ciertas células saben que deben convertirse en<br />
músculo y otras saben que deben convertirse en hueso? ¿Cómo llegan a diferenciarse?<br />
¿Por qué una célula cerebral, por ejemplo, no puede volver a la fase de embrión para<br />
luego convertirse en otra cosa? Los científicos creían, y es una suposición lógica, que esa<br />
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