Darnton, John - Experimento

Darnton, John - Experimento Darnton, John - Experimento

07.11.2014 Views

era el dictado de la naturaleza. Naturalmente, hoy en día sabemos que todo eso eran paparruchas. —Sí, eso me acaban de decir. —Pues le han dicho bien. Créame, los avances en el terreno de la prolongación de la vida que se producirán en los próximos cincuenta años lo dejarán atónito. Las generaciones futuras evocarán con consternación esta época, en la que la esperanza de vida no alcanzaba los ochenta años. ¿Ha hecho usted el recorrido de los cháteaux del Loira? Cuando el guía muestra a los turistas las camas que no miden más de metro y medio y las minúsculas armaduras de los caballeros medievales, todos se sorprenden de lo bajita que era antes la gente. Bueno, pues en el futuro se evocará nuestra época del mismo modo. ¿Recuerda la sorpresa que le produjo enterarse de que Alejandro Magno murió a los treinta y tres años? Las generaciones futuras sentirán la misma sorpresa por el hecho de que Einstein murió a los setenta y seis. El forense clavó la mirada en Jude y, tras una pausa, continuó: —Y todo comenzó con Hayflick. Él fue quien le puso el cascabel al gato del envejecimiento. Él hizo la pregunta clave: ¿por qué se produce el envejecimiento? ¿Se debe a que las células individuales se agotan y llegan a incapacitar todo el organismo humano? ¿O se produce porque algún deterioro relacionado con la edad que se produce en alguna parte del organismo hace que las células se agoten? ¿Cuándo pierde un ejército una batalla decisiva? ¿Cuándo son tantas las bajas que los soldados que quedan ya no pueden mantener el terreno, o cuando un general comprende que sus tropas van a sufrir una derrota aplastante y da la orden de rendición? La metáfora, por cierto, es mía, no de Hayflick. »Lo que Hayflick hizo fue realizar un experimento que, como todo los grandes experimentos, visto en retrospectiva parece muy sencillo. Colocó las células del feto en el disco Petri para ver cuánto vivían por su cuenta. No tenían que hacer nada, no tenían que efectuar ningún trabajo en beneficio de ningún organismo humano. Únicamente tenían que hacer lo que a las células les resulta natural hacer, dividirse y multiplicarse. Cosa que hicieron. Unas cincuenta veces. Y luego murieron. Después Hayflick repitió el experimento con células extraídas de una persona de setenta y cinco años. Antes de morir, las células también se dividieron, pero sólo veinte o treinta veces. —O sea que los soldados siempre terminan muriendo. —Olvídese de la metáfora —dijo bruscamente McNichol—. La vida real es más complicada. En la vida real, las cosas no tienen que ser de un modo o de otro. En la vida real, mueren miles de soldados y, además, el general se rinde. McNichol se puso en pie y comenzó a acompañar sus palabras con ademanes. —Lo importante es que las células del anciano de setenta y cinco años eran efectivamente más viejas que las del feto. Lo importante es que Hayflick estableció que la duración de la vida de la célula tiene un límite natural, que a partir del momento de su nacimiento, se divide unas cincuenta veces y luego entra en la senectud. —Entonces, si existe un límite natural, no es posible evitar el envejecimiento. —Muy al contrario, eso significa que tal esperanza sí existe. En biología, las cosas no suceden porque sí. En la naturaleza, nada es tan natural como para que el hombre no pueda modificarlo. Si existe un límite es porque algo marca ese límite. Porque hay algo que hace que exista ese límite —explicaba cada vez más entusiasmado—. ¿No lo comprende? En su interior, las células tienen un reloj que les indica cuándo ha llegado su momento. Y el hecho de que exista ese reloj significa que podemos encontrarlo y manipularlo y que, con el tiempo, podemos incluso aprender a cambiarlo de hora. Podemos hacer que la célula viva más tiempo. Y eso es justamente lo que hacemos. 139

—¿Dónde? —En laboratorios repartidos por todo el mundo. Los científicos están descubriendo genes que retrasan la senectud en organismos sencillos. La evolución tiene un único esquema, así que en nuestros organismos existe la misma secuencia genética. Gran parte del trabajo más importante lo realiza un protozoo unicelular que vive en las charcas y que es el que nos ha dado la clave del reloj. —¿Cuál es el reloj? —Los telómeros. —¿Telómeros? —Tiras de ADN que están en los extremos de nuestros cromosomas. Como usted sabe, los cromosomas son largos filamentos de ADN que contienen las instrucciones genéticas de la célula. Al final de cada uno de ellos hay un telómero. Han comparado a los telómeros con los pequeños remates de plástico que tienen en la punta los cordones de los zapatos para evitar que se deshilachen. Lo telómeros cumplen un cometido parecidísimo. Cada vez que se divide, la célula pierde una pequeña parte de sus telómeros, de modo que la tira se hace cada vez más corta según la célula va envejeciendo. Cuando la célula alcanza el límite Hayflick de cincuenta divisiones, el telómero ya no es más que un minúsculo fragmento. Ése es el momento en que la célula alcanza la vejez y entra en su declive. Así empieza la muerte de la célula. »O sea que la edad de la célula no tiene nada que ver con el tiempo cronológico según nosotros lo experimentamos. Y, si reflexiona sobre ello, se dará cuenta de que es lógico, ya que, para empezar, el tiempo es una concepción humana artificial. La edad de las células está relacionada con la cantidad de trabajo que efectúan, con la cantidad de veces que tienen que dividirse. A eso se debe que la piel de una persona que se ha pasado la vida tomando el sol esté mucho más arrugada que la de otra que ha permanecido a la sombra; las células de la piel del fanático del bronceado tienen que reproducirse constantemente para sustituir a las que los rayos ultravioletas van destruyendo. Se ven obligadas a trabajar más, y por eso sus telómeros son más cortos. —Fascinante —dijo Jude—. Pero, sea por el motivo que sea, el caso es que, en último extremo, la célula tiene que morir. —Pero... ¿tiene realmente que morir? O, mejor dicho, ¿tiene que morir a una edad tan absurdamente temprana? —decía McNichol, en tono cada vez más melodramático—. Ocurre que las células vivas son extraordinariamente eficientes. Son creaciones magníficas, consumen comida, expulsan los desechos, hacen su trabajo y tienen una fuerte membrana protectora. Un mundo perfectamente equilibrado en el interior de un microcosmos. Son un mecanismo tan extraordinario, que no hay ningún motivo para creer que existe un límite natural a su longevidad. »Eso lo sabemos por nuestros estudios de las células cancerosas, que se duplican incesantemente, generación tras generación, hasta el extremo de que los experimentos para contar el número de sus divisiones son casi literalmente interminables. En los laboratorios existen células cancerígenas que viven durante décadas en un disco de Petri tras otro. Para todos los efectos prácticos, son inmortales. —¿Y cómo lo logran? —Sí, ¿cómo? El secreto está en una enzima llamada telomerasa, que actúa como un pequeño equipo reparador. Cada vez que un fragmento de telómero se pierde a causa de la división celular, la telomerasa lo sustituye de forma que el filamento nunca se reduzca. El cordón del zapato no se deshilacha, por así decirlo, porque le cambian la punta de plástico. La telomerasa está presente en las células cancerosas. También aparece en las células de los óvulos y el esperma porque, como es natural, esas células 140

era el dictado de la naturaleza. Naturalmente, hoy en día sabemos que todo eso eran<br />

paparruchas.<br />

—Sí, eso me acaban de decir.<br />

—Pues le han dicho bien. Créame, los avances en el terreno de la prolongación de la<br />

vida que se producirán en los próximos cincuenta años lo dejarán atónito. Las<br />

generaciones futuras evocarán con consternación esta época, en la que la esperanza de<br />

vida no alcanzaba los ochenta años. ¿Ha hecho usted el recorrido de los cháteaux del<br />

Loira? Cuando el guía muestra a los turistas las camas que no miden más de metro y<br />

medio y las minúsculas armaduras de los caballeros medievales, todos se sorprenden de<br />

lo bajita que era antes la gente. Bueno, pues en el futuro se evocará nuestra época del<br />

mismo modo. ¿Recuerda la sorpresa que le produjo enterarse de que Alejandro Magno<br />

murió a los treinta y tres años? Las generaciones futuras sentirán la misma sorpresa por<br />

el hecho de que Einstein murió a los setenta y seis.<br />

El forense clavó la mirada en Jude y, tras una pausa, continuó:<br />

—Y todo comenzó con Hayflick. Él fue quien le puso el cascabel al gato del<br />

envejecimiento. Él hizo la pregunta clave: ¿por qué se produce el envejecimiento? ¿Se<br />

debe a que las células individuales se agotan y llegan a incapacitar todo el organismo<br />

humano? ¿O se produce porque algún deterioro relacionado con la edad que se produce<br />

en alguna parte del organismo hace que las células se agoten? ¿Cuándo pierde un<br />

ejército una batalla decisiva? ¿Cuándo son tantas las bajas que los soldados que quedan<br />

ya no pueden mantener el terreno, o cuando un general comprende que sus tropas van a<br />

sufrir una derrota aplastante y da la orden de rendición? La metáfora, por cierto, es mía,<br />

no de Hayflick.<br />

»Lo que Hayflick hizo fue realizar un experimento que, como todo los grandes<br />

experimentos, visto en retrospectiva parece muy sencillo. Colocó las células del feto en el<br />

disco Petri para ver cuánto vivían por su cuenta. No tenían que hacer nada, no tenían que<br />

efectuar ningún trabajo en beneficio de ningún organismo humano. Únicamente tenían<br />

que hacer lo que a las células les resulta natural hacer, dividirse y multiplicarse. Cosa que<br />

hicieron. Unas cincuenta veces. Y luego murieron. Después Hayflick repitió el experimento<br />

con células extraídas de una persona de setenta y cinco años. Antes de morir, las células<br />

también se dividieron, pero sólo veinte o treinta veces.<br />

—O sea que los soldados siempre terminan muriendo.<br />

—Olvídese de la metáfora —dijo bruscamente McNichol—. La vida real es más<br />

complicada. En la vida real, las cosas no tienen que ser de un modo o de otro. En la vida<br />

real, mueren miles de soldados y, además, el general se rinde.<br />

McNichol se puso en pie y comenzó a acompañar sus palabras con ademanes.<br />

—Lo importante es que las células del anciano de setenta y cinco años eran<br />

efectivamente más viejas que las del feto. Lo importante es que Hayflick estableció que la<br />

duración de la vida de la célula tiene un límite natural, que a partir del momento de su<br />

nacimiento, se divide unas cincuenta veces y luego entra en la senectud.<br />

—Entonces, si existe un límite natural, no es posible evitar el envejecimiento.<br />

—Muy al contrario, eso significa que tal esperanza sí existe. En biología, las cosas<br />

no suceden porque sí. En la naturaleza, nada es tan natural como para que el hombre no<br />

pueda modificarlo. Si existe un límite es porque algo marca ese límite. Porque hay algo<br />

que hace que exista ese límite —explicaba cada vez más entusiasmado—. ¿No lo<br />

comprende? En su interior, las células tienen un reloj que les indica cuándo ha llegado su<br />

momento. Y el hecho de que exista ese reloj significa que podemos encontrarlo y<br />

manipularlo y que, con el tiempo, podemos incluso aprender a cambiarlo de hora.<br />

Podemos hacer que la célula viva más tiempo. Y eso es justamente lo que hacemos.<br />

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