Darnton, John - Experimento

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07.11.2014 Views

—¿Y ahora qué quieres? —preguntó sin alzar la vista de su trabajo. —Necesito todo lo que tengas sobre las sectas de los años sesenta. —Eso es mucho pedir. Fue una época muy movida. —¿Tú qué método de busca me aconsejas? —preguntó Jude, tras una breve reflexión. Dunleavy le hizo unas cuantas preguntas generales para hacerse una idea de lo que pretendía encontrar. Luego se alejó arrastrando los pies por el corredor. Las luces del techo se reflejaban en la calva cabeza del hombre. Regresó cuatro minutos más tarde con una carpeta que ponía: Sectas científicas, estados occidentales. Vació el contenido en el escritorio, sobre cuyo tablero cayeron tres carpetas menores, cada una de ellas amarrada con un fino cordón. Dunleavy frunció inmediatamente el entrecejo. —Aquí pasa algo raro —declaró solemnemente. Una de las carpetas, la menos gruesa, estaba etiquetada como Arizona. Sólo contenía cuatro artículos y a Jude le bastó echar un vistazo para darse cuenta de que carecían de todo interés. —Pero fíjate en la doblez que tiene aquí el cordón —dijo Dunleavy—. A eso me refería cuando dije que pasaba algo raro. Antes esta carpeta era mucho más gruesa. Toma, échale una mirada a los nombres de los que la han consultado. Tal vez eso te diga algo. Dunleavy sacó de la carpeta una lista de nombres y fechas. La mayor parte de las entradas correspondían a los años setenta, y sólo una de ellas era reciente. La caligrafía era confusa y Jude trató en vano de descifrarla. —Aquí pone Jay Montgomery, o Jay Mortimery, o algo por el estilo. Dunleavy cogió la lista y, tras echarle una mirada, rió entre dientes. —Ajá. Ya decía yo. El nombre no tiene importancia, pero... ¿Ves la pequeña marca que hay junto al nombre, el punto negro? Yo lo puse. Siempre pongo una marca especial cuando la persona que solicita la información no forma parte del personal del Mirror. —¿Quieres decir que alguien que no era del periódico consultó el archivo? —Exacto. —¿Y quién fue? —Su identidad no la conocemos, pero sabemos de dónde venía. —¿De dónde? —Un punto azul para la policía. Rojo para la CÍA. Verde para la NSA. Y negro para... —... el FBI. —Exacto. De lo que se deduce que alguien del FBI sacó esta carpeta hace cuatro meses, y se llevó casi todo su contenido. Lo cual, debo decirlo, fue un comportamiento muy poco ortodoxo. Y, dado que el tipo tenía una fotocopiadora a menos de veinte pasos, el hurto no se debió al simple deseo de conservar la información. —Sería para que alguien no viera el expediente. —Fue para que nadie viera el expediente —corrigió Dunleavy. Jude comprendió que había llegado a un nuevo callejón sin salida. —¿No hay forma de rastrear los recortes? Dunleavy comenzó a desatar las otras dos carpetas. 121

—La única esperanza —dijo—, es que alguien, después de efectuar una consulta, se equivocara de carpeta al guardar de nuevo los recortes. Es algo que sucede con más frecuencia de la que imaginas. Tales palabras fueron proféticas, pues al cabo de un momento Dunleavy encontró un pequeño papel amarillento que contenía cuatro párrafos de un artículo que, accidentalmente, se había roto en dos pedazos. El artículo, aparecido el 8 de noviembre de 1967, hacía referencia a un grupo llamado Instituto para la Investigación de la Longevidad Humana, que había presentado varios candidatos a unas elecciones locales, y había cosechado una aplastante derrota. Un portavoz del grupo que, según el artículo, prefería no dar su nombre, efectuó unas agrias declaraciones en las que anunció que la organización «se retira para siempre de la política y, en el futuro, tratará de alcanzar sus metas valiéndose únicamente de la investigación». Y añadió que el grupo «ha cambiado su nombre por el de W». —¿W? ¿Qué demonios significa eso? —preguntó Jude. Faltaba el final del artículo pero daba lo mismo. Conociendo la fecha, Jude podía conseguirlo completo en microfilm. Y, además, en la parte superior de la columna figuraba el dato esencial. El artículo estaba fechado en Jerome, Arizona. En cuanto leyó aquello, comprendió que había encontrado algo significativo, ya que una campanilla olvidada acababa de tintinear en el fondo de su memoria. —Habla usted con la consulta del doctor. La voz del teléfono tenía un toque de la brusquedad nasal con la que los neoyorquinos parecen exigir a cualquier comunicante que vaya al grano cuanto antes. —El doctor Givens, por favor —dijo Jude, pensando que no había una probabilidad entre mil de que el propio Givens se pusiera al teléfono. —Lo siento, el doctor no está. No vendrá en toda la semana. Jude se alegró de oírlo. Si había llamado era precisamente porque esperaba que el doctor Givens, el facultativo que le correspondía por el seguro médico del Mirror, no estuviera pasando consulta. Necesitaba a cualquier médico menos a Givens. Al fin algo me sale bien, se dijo. —Me llamo Jude Harley y soy uno de sus pacientes. Necesito que me hagan inmediatamente un reconocimiento médico completo. La palabra «inmediatamente» no le sentó nada bien a la recepcionista, que se limitó a mascullar: «Aguarde.» Jude oyó que su nombre era tecleado en un ordenador y un silencio mientras la mujer leía su historial. Afortunadamente, éste era corto y aburrido. Pero dentro de poco será mucho más interesante. —¿Puede decirme qué le ocurre, señor Harley? Para que a la recepcionista se le metiera en la cabeza que su caso era urgente, Jude tuvo que hacer uso de un torrente de imaginativas mentiras acerca de palpitaciones y desvanecimientos, e inventarse unos antecedentes familiares saturados de las más graves enfermedades. —Lo lamento, pero su póliza no cubre más reconocimientos que los que decida hacerle su propio médico. Era de esperar, pues el seguro de empresa contratado por Tibbett tenía fama de escuálido. Pero cuando Jude se manifestó dispuesto a pagar el reconocimiento de su bolsillo sin más y añadió que deseaba que el examen fuese completo y a fondo, el tono de la mujer reflejó algo lejanamente parecido a la amabilidad. Le dijo que, si no le 122

—La única esperanza —dijo—, es que alguien, después de efectuar una consulta, se<br />

equivocara de carpeta al guardar de nuevo los recortes. Es algo que sucede con más<br />

frecuencia de la que imaginas.<br />

Tales palabras fueron proféticas, pues al cabo de un momento Dunleavy encontró un<br />

pequeño papel amarillento que contenía cuatro párrafos de un artículo que,<br />

accidentalmente, se había roto en dos pedazos.<br />

El artículo, aparecido el 8 de noviembre de 1967, hacía referencia a un grupo<br />

llamado Instituto para la Investigación de la Longevidad Humana, que había presentado<br />

varios candidatos a unas elecciones locales, y había cosechado una aplastante derrota.<br />

Un portavoz del grupo que, según el artículo, prefería no dar su nombre, efectuó unas<br />

agrias declaraciones en las que anunció que la organización «se retira para siempre de la<br />

política y, en el futuro, tratará de alcanzar sus metas valiéndose únicamente de la<br />

investigación». Y añadió que el grupo «ha cambiado su nombre por el de W».<br />

—¿W? ¿Qué demonios significa eso? —preguntó Jude.<br />

Faltaba el final del artículo pero daba lo mismo. Conociendo la fecha, Jude podía<br />

conseguirlo completo en microfilm. Y, además, en la parte superior de la columna figuraba<br />

el dato esencial. El artículo estaba fechado en Jerome, Arizona. En cuanto leyó aquello,<br />

comprendió que había encontrado algo significativo, ya que una campanilla olvidada<br />

acababa de tintinear en el fondo de su memoria.<br />

—Habla usted con la consulta del doctor.<br />

La voz del teléfono tenía un toque de la brusquedad nasal con la que los<br />

neoyorquinos parecen exigir a cualquier comunicante que vaya al grano cuanto antes.<br />

—El doctor Givens, por favor —dijo Jude, pensando que no había una probabilidad<br />

entre mil de que el propio Givens se pusiera al teléfono.<br />

—Lo siento, el doctor no está. No vendrá en toda la semana.<br />

Jude se alegró de oírlo. Si había llamado era precisamente porque esperaba que el<br />

doctor Givens, el facultativo que le correspondía por el seguro médico del Mirror, no<br />

estuviera pasando consulta. Necesitaba a cualquier médico menos a Givens. Al fin algo<br />

me sale bien, se dijo.<br />

—Me llamo Jude Harley y soy uno de sus pacientes. Necesito que me hagan<br />

inmediatamente un reconocimiento médico completo.<br />

La palabra «inmediatamente» no le sentó nada bien a la recepcionista, que se limitó<br />

a mascullar: «Aguarde.» Jude oyó que su nombre era tecleado en un ordenador y un<br />

silencio mientras la mujer leía su historial. Afortunadamente, éste era corto y aburrido.<br />

Pero dentro de poco será mucho más interesante.<br />

—¿Puede decirme qué le ocurre, señor Harley?<br />

Para que a la recepcionista se le metiera en la cabeza que su caso era urgente, Jude<br />

tuvo que hacer uso de un torrente de imaginativas mentiras acerca de palpitaciones y<br />

desvanecimientos, e inventarse unos antecedentes familiares saturados de las más<br />

graves enfermedades.<br />

—Lo lamento, pero su póliza no cubre más reconocimientos que los que decida<br />

hacerle su propio médico.<br />

Era de esperar, pues el seguro de empresa contratado por Tibbett tenía fama de<br />

escuálido. Pero cuando Jude se manifestó dispuesto a pagar el reconocimiento de su<br />

bolsillo sin más y añadió que deseaba que el examen fuese completo y a fondo, el tono<br />

de la mujer reflejó algo lejanamente parecido a la amabilidad. Le dijo que, si no le<br />

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