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Inconscientemente, Jude reparó en ello, pero apenas le dio importancia, pues seguía<br />
enfrascado en el recuerdo de lo ocurrido durante la tarde.<br />
Desde el vestíbulo de la biblioteca, Jude había llamado a Richie Osner, el experto en<br />
informática del periódico que, cuando le daba la gana, era capaz de introducirse en<br />
cualquier sistema. Le dio el nombre del juez, salió a tomar un café y dar una vuelta y,<br />
cuando regresó, miró su correo electrónico. Osner había estado a la altura de su prestigio.<br />
Jude repasó los registros a los que su compañero había logrado acceder. Entre ellos<br />
había tres meses de recibos de la tarjeta de crédito del juez que lo retrataban como a un<br />
hombre muy gastador, aficionado al ala delta y a los coches de carreras. Por su selección<br />
de libros y discos compactos parecía un amante de los bestsellers y de la música de<br />
cabaret. En su expediente como conductor no aparecía ninguna multa, lo cual no era<br />
sorprendente, teniendo en cuenta la poca afición que tenían los agentes de tráfico a<br />
multar a los coches que llevaban matrícula judicial. Había incluso una lista de las<br />
medicinas que le habían recetado a Reilly: diversos antibióticos, una dosis mensual de<br />
Pravachol, un medicamento para bajar el colesterol, y algo llamado Depakote. Jude tomó<br />
nota mental de que debía indagar qué clase de medicina era aquella.<br />
Es tremendo, se dijo, lo mucho que hoy en día se puede averiguar sobre una<br />
persona con sólo sentarse ante un ordenador.<br />
Y, lo más importante de todo, Osner había conseguido también las señas del<br />
domicilio del juez.<br />
Jude encontró la dirección en una calle sin salida de los barrios residenciales de<br />
Tylerville. La casa del juez era la última de la calle, y formaba parte de una sucesión de<br />
residencias ostentosas que se valían de una mezcla de muros de piedra y macizos<br />
vegetales para evitar las miradas indiscretas del exterior. No pudo averiguar hasta qué<br />
punto era lujosa la mansión del juez, ya que ésta se hallaba rodeada por un muro<br />
encalado de tres metros de altura coronado por baldosas rojas. Jude no entendía cómo<br />
Reilly vivía en una mansión como aquélla con el sueldo de juez.<br />
Colocados a intervalos estratégicos sobre la verde pradera junto al muro, se veían<br />
varios letreros de un servicio privado de vigilancia donde aparecía un pastor alemán<br />
agazapado, como a punto de saltar. En el muro había una gran puerta metálica, y junto a<br />
ella, metido en una especie de casilla de un palmo de alto, un timbre eléctrico.<br />
Por un momento, pensó en llamar. Qué demonios, podía hacer ver que buscaba a<br />
alguien o que se había perdido. O incluso, olvidando toda cautela, podía pedir que el juez<br />
le recibiera y preguntarle directamente por qué se había puesto tan nervioso al verlo a él<br />
en la sala de audiencias. Sin embargo, un nuevo vistazo a los carteles del pastor alemán<br />
le hizo comprender que aquellas opciones no eran viables.<br />
Calle abajo, por donde Jude había llegado, había tres hombres junto a un montón de<br />
tierra y cascotes resultado del agujero que acababan de cavar. El anagrama de un<br />
camión estacionado en las proximidades parecía indicar que los hombres trabajaban para<br />
la compañía de agua de la ciudad. Los tres obreros estaban fumando un cigarrillo, y no<br />
dejaban de mirar en su dirección; al periodista no le pareció detectar en ellos hostilidad,<br />
sino simple curiosidad.<br />
Se acercó y, con la práctica adquirida durante su experiencia como reportero, se<br />
puso a charlar con ellos hasta que uno, el que con más insistencia lo había mirado, le<br />
preguntó si era detective. Una pregunta interesante. ¿Por qué habría supuesto el hombre<br />
tal cosa?<br />
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