Caballo de Troya 6 - IDU

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Nueva ojeada al exterior. El zorro continuaba merodeando cerca de la choza. Nada parecía importunarme. Había llegado el momento... La arqueta, de unos cincuenta centímetros de largo por setenta de alto y treinta de ancho, gimió y protestó al ser retirada del nicho. La deposité con dulzura en el centro de la cripta y, tembloroso, me dispuse a retirar la tapa de caliza. ¿Y si no fueran los restos de José? Rechacé la estúpida duda. Santiago, en mi primera visita al cementerio, ratificó con sus palabras que aquella inscripción era la de los suyos. Además, ¿cuántos José y Amos compartían osario? Me reprendí. «No debo dudar. Los huesos, por otra parte, terminarán de certificar si estoy o no en un error.» Levanté la pesada losa y acerqué la antorcha. Me estremecí. Cuidadosamente colocados aparecían la calavera y los restos descarnados de un infante. ¿Amos? El esqueleto, desarticulado, había sido dispuesto sobre una doble estera de hoja de palma. Me hice con los extremos y, con sumo tacto, procurando no alterar la disposición de la osamenta, la extraje, abandonándola sobre el pavimento. Mi objetivo no era éste. Nuevo escalofrío. ¿José? En idéntica posición, y con el mismo y esmerado ritual, la familia había almacenado los restos en el fondo de la arqueta. Estos movimientos, lo sé, hubieran exigido unas muy específicas y férreas condiciones de trabajo. El posterior análisis del ADN así lo demandaba. Pero, ante la imposibilidad de cargar un equipo que aislase las muestras, evitando la contaminación, tuve que resignarme. Procuraría extremar la asepsia, distanciándome de las piezas que debían ser trasladadas a la «cuna». En este sentido, la «piel de serpiente», separando la epidermis, fue de gran ayuda, sirviéndome de guantes. De pronto, el corazón volvió a oscilar. En la lejanía, el zorro se lamentó. Acudí a la boca de la gruta e inspeccioné ansioso. Falsa alarma. Y consumido por las prisas tomé en mis manos el cráneo del adulto. Afortunadamente, el tiempo y el traslado a la cripta respetaron la mandíbula. No quedaban muchos dientes. Revisé el maxilar. Uno de los premolares, con las raíces intactas, fue el elegido. A continuación seleccioné el tercer molar, apenas incipiente y visible en la mandíbula. La extracción fue rápida y limpia. El periostio, obviamente desaparecido, y la cortical (parte superior del hueso), sumamente quebradiza, aliviaron la operación. Guardé el «tesoro» en una de las ampolletas de barro que conservaba en el saco de viaje y, sin poder reprimir la curiosidad, continué examinando la 69

calavera. Aquélla era una ocasión única... La docena de dientes presentaba un acusado desgaste. En especial, los molares y premolares supervivientes. Lo atribuí a la dieta. Concretamente, al exceso en el consumo de pan. Uno de los caninos, en el maxilar, disfrutaba de una raíz doble, algo relativamente normal en la dentición. Pero lo que más llamó mi atención fue la reabsorción alveolar. Sin duda, José había padecido una de las dolencias más frecuentes en aquel tiempo: la «piorrea» o enfermedad periodontal. Un problema que termina diezmando la dentadura. Esto podía explicar también el porqué de la escasez de piezas dentarias. En efecto, estaba sobre la pista adecuada. Allí, en la parte superior del cráneo, destacaba un notable orificio ovalado, de unos seis centímetros de diámetro mayor. No me equivocaba. Éstos eran los restos del padre terrenal de Jesús. La aparatosa herida en la región témporo-parietal, que, sin duda, resultó mortal, coincidía con lo descrito por la familia. José, como fue dicho, cayó al suelo cuando trabajaba en lo alto de un edificio, en la ciudad de Séforis. E intrigado, deseoso de comprobar la información, examiné el resto de la osamenta. No tardé en descubrir que otros huesos se hallaban igualmente fracturados. En el análisis aprecié roturas en la clavícula derecha, peroné, varias de las costillas y uno de los metatarsos. Aquello tenía que ser consecuencia de la fatídica caída. Otro detalle que me asombró, y del que, lógicamente, no tenía noticia, fue la estatura del contratista de obras. Lástima no haber dispuesto del tiempo y de los medios necesarios para evaluarlo con precisión. Pero entiendo que el error en las mediciones fue mínimo. A juzgar por la longitud de húmeros, tibias y fémures (según la fórmula de Trotter y Gleser), José pudo alcanzar alrededor de 1,80 metros. Una talla respetable, teniendo en cuenta que la media, para los hombres, en la época del Maestro, oscilaba en torno a 1,60. La verdad es que, bien mirado, esto justificaba la no menos destacada estatura de Jesús (1,81 metros). Los huesos, en general, a pesar de lógico deterioro, me parecieron robustos. José debió ser también un ejemplar tan atlético como su Hijo. En las tibias, en cambio, percibí algunos síntomas de agarrotamiento. La explicación se hallaba, quizá, en la continua flexión de las piernas. Algo normal en un terreno tan accidentado como Nazaret y su entorno. Al inspeccionar las suturas de la bóveda craneal y la apófisis xifoides del esternón me ratifiqué en lo que ya sabía: José falleció antes de cumplir los cuarenta. Las primeras seguían abiertas y la apófisis no se había unido aún al cuerpo. Tal y como detallé en páginas precedentes, según la familia, el contratista murió el 25 de setiembre del año 8 de nuestra era, cuando contaba 36 años de edad. 70

Nueva ojeada al exterior. El zorro continuaba mero<strong>de</strong>ando cerca <strong>de</strong> la choza.<br />

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caliza.<br />

¿Y si no fueran los restos <strong>de</strong> José?<br />

Rechacé la estúpida duda. Santiago, en mi primera visita al cementerio, ratificó<br />

con sus palabras que aquella inscripción era la <strong>de</strong> los suyos. A<strong>de</strong>más,<br />

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huesos, por otra parte, terminarán <strong>de</strong> certificar si estoy o no en un error.»<br />

Levanté la pesada losa y acerqué la antorcha.<br />

Me estremecí.<br />

Cuidadosamente colocados aparecían la calavera y los restos <strong>de</strong>scarnados <strong>de</strong><br />

un infante.<br />

¿Amos?<br />

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Nuevo escalofrío.<br />

¿José?<br />

En idéntica posición, y con el mismo y esmerado ritual, la familia había almacenado<br />

los restos en el fondo <strong>de</strong> la arqueta.<br />

Estos movimientos, lo sé, hubieran exigido unas muy específicas y férreas<br />

condiciones <strong>de</strong> trabajo. El posterior análisis <strong>de</strong>l ADN así lo <strong>de</strong>mandaba. Pero,<br />

ante la imposibilidad <strong>de</strong> cargar un equipo que aislase las muestras, evitando<br />

la contaminación, tuve que resignarme. Procuraría extremar la asepsia,<br />

distanciándome <strong>de</strong> las piezas que <strong>de</strong>bían ser trasladadas a la «cuna». En este<br />

sentido, la «piel <strong>de</strong> serpiente», separando la epi<strong>de</strong>rmis, fue <strong>de</strong> gran ayuda,<br />

sirviéndome <strong>de</strong> guantes.<br />

De pronto, el corazón volvió a oscilar. En la lejanía, el zorro se lamentó. Acudí<br />

a la boca <strong>de</strong> la gruta e inspeccioné ansioso. Falsa alarma.<br />

Y consumido por las prisas tomé en mis manos el cráneo <strong>de</strong>l adulto. Afortunadamente,<br />

el tiempo y el traslado a la cripta respetaron la mandíbula. No<br />

quedaban muchos dientes. Revisé el maxilar. Uno <strong>de</strong> los premolares, con las<br />

raíces intactas, fue el elegido. A continuación seleccioné el tercer molar,<br />

apenas incipiente y visible en la mandíbula. La extracción fue rápida y limpia.<br />

El periostio, obviamente <strong>de</strong>saparecido, y la cortical (parte superior <strong>de</strong>l hueso),<br />

sumamente quebradiza, aliviaron la operación.<br />

Guardé el «tesoro» en una <strong>de</strong> las ampolletas <strong>de</strong> barro que conservaba en el<br />

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