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la primera cripta, reposaban unos osarios más pequeños. Deduje que podía<br />
tratarse <strong>de</strong> restos <strong>de</strong> niños.<br />
La chisporroteante flama me previno. En el suelo, al pie <strong>de</strong> las hornacinas, se<br />
hallaba una <strong>de</strong> las arquetas. Aparecía quebrada, con la tapa a corta distancia,<br />
y una serie <strong>de</strong> huesos esparcidos y <strong>de</strong>sarticulados. Me incliné, examinándolos.<br />
Era extraño. La cueva, probablemente, llevaba cerrada mucho tiempo. ¿Qué<br />
había sucedido? Paseé la tea por el techo y, al <strong>de</strong>scubrir una ancha fisura, supuse<br />
que la caída se <strong>de</strong>bía a un movimiento sísmico.<br />
Volví sobre la malograda arqueta y busqué la inscripción. En principio -me<br />
tranquilicé-, aquél no parecía el osario <strong>de</strong> José. Sólo contenía un esqueleto. La<br />
grabación en la piedra -«Menajem hijo <strong>de</strong> Simón»- confirmó la presunción.<br />
Tanteé los huesos y verifiqué lo que imaginaba. La humedad y la dilatada<br />
permanencia en el osario estaban acelerando la <strong>de</strong>sintegración. Se hallaban<br />
muy frágiles. Esto podía complicar los planes. Pero no me <strong>de</strong>sanimé. Sabía<br />
que la intensa humedad <strong>de</strong> la Galilea no nos favorecía. Los lugareños conocían<br />
esta circunstancia y difícilmente fabricaban osarios <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra. (El ciprés,<br />
sicómoro y pino eran más económicos que la piedra.) Si tenía la fortuna <strong>de</strong><br />
localizar los restos, y concretamente los dientes <strong>de</strong> José, el problema no nos<br />
afectaría. Estas piezas, justamente, son las más indicadas para el estudio que<br />
nos proponíamos. La pulpa, <strong>de</strong> la que <strong>de</strong>beríamos extraer el ADN, se encuentra<br />
siempre muy protegida, resistiendo la acción <strong>de</strong> los agentes físicos,<br />
térmicos y químicos, así como la inevitable putrefacción.<br />
Un segundo hallazgo, a la izquierda <strong>de</strong> la entrada, me <strong>de</strong>moró <strong>de</strong> nuevo. Se<br />
trataba <strong>de</strong> tres lucernas o lámparas <strong>de</strong> arcilla y dos cántaras <strong>de</strong> mediano porte.<br />
Una contenía aceite en estado sólido, muy <strong>de</strong>gradado, y la otra un líquido<br />
ver<strong>de</strong> y corrompido. Probablemente, el agua utilizada en el obligado ritual <strong>de</strong><br />
purificación tras la última manipulación <strong>de</strong> los osarios.<br />
La verdad es que pensé en aprovechar el combustible. Pero, inquieto, comprobando<br />
con horror cómo escapaba el tiempo, continué en compañía <strong>de</strong> la<br />
mermada antorcha. O mucho me equivocaba o, en breve, tendría que reemplazarla...<br />
Y, atento, repetí la operación, revisando las inscripciones <strong>de</strong> las nueve cajas.<br />
Las dos primera me confundieron. En ambos osarios, los más pequeños, leí lo<br />
mismo:<br />
«Yejoeser Akabia.»<br />
No pu<strong>de</strong> evitarlo. La curiosidad fue más fuerte. Alcé las tapas y creí enten<strong>de</strong>r.<br />
Estaba ante los restos <strong>de</strong> dos muchachos. Posiblemente hermanos. Y siguiendo<br />
la costumbre, al fallecer el primero, los padres impusieron el nombre<br />
<strong>de</strong>l muerto al segundo.<br />
«Menajem (hijo <strong>de</strong>) Simón.»<br />
¡Mala suerte! La dichosa tea empezó a lamer la mano <strong>de</strong> este, cada vez, más<br />
<strong>de</strong>sconsolado explorador. No tuve alternativa. Deposité antorcha y cayado en<br />
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