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Frente al cobertizo, al otro lado <strong>de</strong>l cuadrilátero, las cinco gran<strong>de</strong>s muelas <strong>de</strong><br />
caliza que cerraban las criptas aparecían igualmente solitarias y <strong>de</strong>safiantes.<br />
Sí, «<strong>de</strong>safiantes» para este explorador. Allí, en las grutas ganadas al Nebí, si<br />
el instinto no se equivocaba, tenían que reposar los restos <strong>de</strong> José, el padre<br />
terrenal <strong>de</strong>l Hijo <strong>de</strong>l Hombre, y los <strong>de</strong> Amos, el hermano <strong>de</strong> cinco años, tristemente<br />
fallecido el 3 <strong>de</strong> diciembre <strong>de</strong>l 12. La advertencia <strong>de</strong> Santiago, en mi<br />
primera visita al cementerio, fue clave. Como se recordará, mientras este<br />
explorador permanecía en un respetuoso silencio frente a la estela que<br />
perpetuaba la memoria <strong>de</strong>l padre y <strong>de</strong>l niño <strong>de</strong>saparecidos, el hermano <strong>de</strong><br />
Jesús, colocando su mano en mi hombro, exclamó bajando la voz:<br />
-Ya no están aquí...<br />
Esto sólo significaba dos cosas: que los huesos, <strong>de</strong> acuerdo a la costumbre,<br />
hubieran sido arrojados al kokhim o fosa común que se abría en el centro <strong>de</strong>l<br />
camposanto o que, también <strong>de</strong> acuerdo a la tradición, la familia pudiera<br />
haberlos trasladado a un osario particular, <strong>de</strong>positándolos en una <strong>de</strong> aquellas<br />
criptas practicadas en el talud oste. En el primer supuesto, no había nada que<br />
hacer. El kokhim, <strong>de</strong> unos cuatro metros <strong>de</strong> lado, se hallaba repleto <strong>de</strong> huesos<br />
y calaveras, en el más caótico <strong>de</strong> los <strong>de</strong>sór<strong>de</strong>nes.<br />
Pero quedaban las criptas funerarias. Y la intuición me <strong>de</strong>cía que la familia <strong>de</strong><br />
José pudo haber respetado aquellos restos, conservándolos en una <strong>de</strong> las<br />
acostumbradas arquetas <strong>de</strong> piedra o ma<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> cedro.<br />
Era preciso, pues, penetrar en ellas y <strong>de</strong>spejar la incógnita. Sólo así, disponiendo<br />
<strong>de</strong> una muestra <strong>de</strong> los huesos <strong>de</strong> José (preferentemente unos molares<br />
o premolares), estaríamos en condiciones <strong>de</strong> ultimar el <strong>de</strong>licado estudio sobre<br />
la posible paternidad <strong>de</strong>l malogrado contratista <strong>de</strong> obras.<br />
Me costó resistir. La espera, lo confieso, me envaró. Ardía en <strong>de</strong>seos <strong>de</strong> enfrentarme<br />
a las pesadas piedras que bloqueaban las criptas y actuar.<br />
Todo fue calculado minuciosamente. No podía fallar...<br />
Y la claridad perdió terreno.<br />
Unos minutos más...<br />
Ajusté las «crótalos» y la visión IR (infrarroja) modificó la creciente oscuridad,<br />
aliviando mis movimientos. Partí una rama <strong>de</strong> olivo y me dispuse a caminar<br />
hacia el talud oeste.<br />
Parecía claro. Enterrador y plañi<strong>de</strong>ra no se hallaban en el cementerio. Deduje<br />
que, ante la inminente llegada <strong>de</strong>l sábado y la lógica falta <strong>de</strong> trabajo, ambos<br />
optaron por ingresar en Nazaret o -quién sabe- quizá en Séforis o en cualquiera<br />
<strong>de</strong> las villas próximas. Sin embargo, no <strong>de</strong>bía fiarme. ¿Y si regresaban?<br />
Procuré serenarme, recordando otra <strong>de</strong> las rígidas disposiciones rabínicas.<br />
Ningún judío estaba autorizado a caminar en sábado más allá <strong>de</strong> los dos mil<br />
codos. Calculé la distancia entre Nazaret y el camposanto, por la ruta más<br />
corta (la cima <strong>de</strong>l Nebi). No me gustó. Como mucho, el camino sumaba setecientos<br />
metros. Si la pareja había elegido la al<strong>de</strong>a <strong>de</strong> la Señora, el «trabajo»<br />
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