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los íntimos en su presencia, lanza una advertencia clave:<br />
«Os exhorto a que no olvidéis que vuestra misión consiste en la proclamación<br />
<strong>de</strong>l evangelio <strong>de</strong>l reino. Es <strong>de</strong>cir, la realidad <strong>de</strong> la paternidad <strong>de</strong> Dios y la<br />
hermandad entre los hombres... Anunciad la buena nueva..., en su totalidad.<br />
No caigáis en la tentación <strong>de</strong> revelar tan sólo una parte... ¡Prestad atención...!<br />
Mi resurrección no <strong>de</strong>be cambiar el gran mensaje. Es <strong>de</strong>cir, ¡que sois hijos <strong>de</strong><br />
un Dios!»<br />
Otros setenta seguidores fueron igualmente testigos <strong>de</strong> excepción. Sin embargo,<br />
el lí<strong>de</strong>r y la primera comunidad, como ya he mencionado, hicieron<br />
oídos sordos a esta <strong>de</strong>cisiva aclaración. Bartolomé, Tomás y Simón el Zelota,<br />
en efecto, llevaban razón. Pero, como fue dicho, el gran mensaje «no vendía»,<br />
no encandilaba a las multitu<strong>de</strong>s...<br />
¿Poner por escrito esta aparición? ¿Reconocer públicamente que no siguieron<br />
los consejos <strong>de</strong>l Hombre al que adoraban?<br />
De ninguna manera...<br />
Y no se hizo. La «presencia» número dieciséis tampoco existió. Jamás formaría<br />
parte <strong>de</strong> la historia <strong>de</strong>l Hijo <strong>de</strong>l Hombre. Nuevo y triste silencio en los<br />
mal llamados textos revelados...<br />
En esa aparición, justamente, el Maestro habla <strong>de</strong> «algo» a lo que ya he hecho<br />
alusión en páginas anteriores, al comentar uno <strong>de</strong> los supuestos discursos <strong>de</strong><br />
Pedro en el día <strong>de</strong> Pentecostés y que aparece en los escritos <strong>de</strong> Lucas. El<br />
Resucitado, con una clarivi<strong>de</strong>ncia asombrosa, a<strong>de</strong>lantándose a los acontecimientos,<br />
hace una revelación que tampoco fue tenida en cuenta por la<br />
primitiva iglesia.<br />
«Ahora, aquí, estáis compartiendo la realidad <strong>de</strong> mi resurrección -les dijo-.<br />
Pero esto no tiene nada <strong>de</strong> extraño. Yo tengo el po<strong>de</strong>r para sacrificar mi vida...,<br />
y recuperarla. Es el Padre quien me otorga ese po<strong>de</strong>r...»<br />
En conclusión: no fue Dios, el Padre, como pregonarían <strong>de</strong>spués Simón Pedro<br />
y los suyos, quien resucitó a Jesús <strong>de</strong> Nazaret, sino Él mismo. Él disfrutaba <strong>de</strong><br />
ese po<strong>de</strong>r. Interesante diferencia...<br />
Y antes <strong>de</strong> proseguir con este <strong>de</strong>sastre, intuyo que <strong>de</strong>bo volver atrás. «Algo»<br />
tintinea en mi interior... Sí, creo que he olvidado una matización.<br />
Fue en Alejandría, en la «presencia» número doce, don<strong>de</strong> el Resucitado, <strong>de</strong><br />
pronto, manifestó algo que, en nuestro tiempo, podría ser mal interpretado.<br />
«Este evangelio -afirmó- no <strong>de</strong>be ser confiado exclusivamente a los sacerdotes.»<br />
La afirmación, en mi humil<strong>de</strong> opinión, contiene más <strong>de</strong> lo que aparece en un<br />
primer y literal examen. Dudo <strong>de</strong> que el Maestro se refiriera únicamente a las<br />
castas sacerdotales <strong>de</strong> aquella época. Por lo que sé, y por lo que me fue dado<br />
conocer en nuestra dilatada permanencia junto al rabí, el aviso era infinitamente<br />
más sutil. Estaba claro que los sacerdotes que habían conspirado<br />
contra Él difícilmente harían suyo el gran mensaje. Se hallaban a millones <strong>de</strong><br />
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