Caballo de Troya 6 - IDU

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26.10.2014 Views

maneció atento a cualquier sonido. Miré al Maestro. Seguía inmóvil. Ajeno. Absorto. Mi compañero, pálido, me hizo una señal. ¿Avisábamos al rabí? Traté de pensar a gran velocidad. ¿Qué hacíamos? Podíamos salir al encuentro de la bestia y obligarla a huir con gritos y piedras. El método, sin embargo, no me convenció. Estos animales son imprevisibles. En caso de ataque corríamos el riesgo de caer bajo sus garras. Unas garras negras y afiladas de casi quince centímetros de longitud. Pero no fue ese hipotético peligro lo que me decidió a continuar mudo e inmóvil como una estatua. Nosotros, después de todo, estábamos protegidos por la «piel de serpiente». Fue la posibilidad de que el ursus alcanzara a Jesús de Nazaret lo que, definitivamente, me dejó clavado al suelo. Solicité calma y, por señas, le hice ver a mi amigo que lo mejor era no actuar. Me miró atónito. Y volvió a dirigir su dedo hacia el Maestro. Negué con la cabeza y, en previsión de una súbita y más que probable reacción de Eliseo, lo sujeté por el ceñidor, reteniéndolo. En esos críticos instantes, por detrás del vigilante plantígrado, entró en escena un segundo personaje: un osezno de unos seis meses, de pelaje igualmente espeso y rojizo, juguetón, inquieto y, sobre todo, curioso. Al verlo, la verdad, me alegré de no haber salido al paso de la osa. En esas circunstancias, con una cría bajo su custodia, la reacción de la madre podría haber sido mucho más violenta y temible, Finalmente, convencida de que el lugar se hallaba despejado, avanzó lenta y vacilante, con el típico paso portante. El osezno, confiado, la rebasó y, a la carrera, tomó la dirección en la que se hallaba el Maestro. Pero un súbito y oportuno gruñido de la osa lo frenó en seco. Miró a la madre y, saltando y revolcándose sobre la nieve, la esperó. Mi corazón, casi despeñado, avisó. Si el oso sirio no cambiaba de rumbo iría a pasar junto a la laja en la que continuaba Jesús. Pero, ¿cómo era posible? El Galileo seguía ajeno a todo. ¿Cómo no escuchaba los gruñidos? De pronto, helándonos la poca sangre que aún circulaba, la osa se detuvo de nuevo. Levantó el hocico y olfateó. Y el viento revolvió el largo pelaje del cuello y del vientre. ¿Qué había detectado? El paraje no respiraba. Sólo el maarábit silbaba entre los farallones, tan aterrado como estos exploradores. El olor corporal de Jesús no llegaba hasta la osa. El viento, providencialmente, lo impedía. Entonces... Eliseo, desarmado, pegó un tirón, tratando de entrar en escena. Aguanté como pude y, autoritario, clamé en voz baja: -¡Quieto!... ¡No debemos intervenir!... ¡Es una orden! Le vi apretar los puños y morderse los labios con rabia. Pero obedeció. 293

El ursus, entonces, cambió de dirección y se aproximó al saco de viaje. ¡Las provisiones! ¡Acababa de olfatearlas! En efecto, tras inspeccionar el contenido, introdujo las fauces en el petate, dando buena cuenta de la comida. La cría, aburrida, siguió merodeando. Y en una de aquellas cortas carreras fue a topar casi con la piedra sobre la que oraba el Hijo del Hombre. Me estremecí. El osezno, a pesar de la absoluta inmovilidad de Jesús, captó algo y, curioso, fue rodeando la laja. Al situarse contra el viento, la presencia humana le dio de lleno. Permaneció quieto. Intrigado. Miró a la madre, pero ésta, encantada con la ración de miel, no le prestó la menor atención. Entonces, decidido, levantó las manos, apoyándolas sobre el filo de la roca. Eliseo y quien esto escribe temblamos. Las sandalias del Maestro se hallaban a escasos treinta o cuarenta centímetros de las garras del cachorro. Si lo tocaba, lo más probable es que el Galileo reaccionase. En ese caso, ¿qué sucedería? El osezno aproximó el hocico, olfateando a la extraña y alta criatura. Y en ello estaba cuando, de improviso, los bajos de la túnica, agitados por el maambit, fueron a golpearlo en plena cara, asustándolo. No lo dudó. Saltó hacia atrás y, aterrorizado, corrió hacia la osa. Instantes después, concluido el festín, el ursus se alejó por donde había llegado, seguido de cerca por la incansable cría. Y los vimos desaparecer en el intrincado bosque de cedros. Respiramos. Una hora más tarde -rondando la «décima» (las cuatro)-, Jesús abandonó su asilamiento, reuniéndose con estos maltrechos exploradores. Algo notó en nuestros rostros y, al punto, intrigado, preguntó qué sucedía. Al explicarle, sonriendo burlón, exclamó: -¡Una osa!... ¿Aquí?... ¡Y yo con estos pelos!... Así era aquel Hombre. Aquel magnífico Hombre. Definitivamente, el Galileo no se percató de la presencia del ursus. Su poder de concentración, su «hilo directo» con Ab-bá -no sé cómo llamarlo-, era asombroso. Y a la vista de lo ocurrido en la «piscina de yeso» y en el ventisquero volví a plantearme la inquietante cuestión: ¿era vulnerable? ¿Se hallaba sujeto, como el resto de los mortales, a los riesgos de la existencia? Yo conocía su final y, evidentemente, sí era un Hombre sometido al dolor y a la muerte. Pero eso fue al final de su vida en la carne. ¿Y qué sucedía con las etapas anteriores? La verdad es que, reflexionando sobre ello, no hallé un solo dato, excepción hecha de la infancia, que permitiera imaginar o suponer a un Jesús enfermo o en grave riesgo de perder la vida. La curiosa circunstancia -a qué negarlo- me dejó perplejo. No era normal. «Algo» invisible parecía preservarlo. 294

El ursus, entonces, cambió <strong>de</strong> dirección y se aproximó al saco <strong>de</strong> viaje.<br />

¡Las provisiones! ¡Acababa <strong>de</strong> olfatearlas!<br />

En efecto, tras inspeccionar el contenido, introdujo las fauces en el petate,<br />

dando buena cuenta <strong>de</strong> la comida.<br />

La cría, aburrida, siguió mero<strong>de</strong>ando. Y en una <strong>de</strong> aquellas cortas carreras fue<br />

a topar casi con la piedra sobre la que oraba el Hijo <strong>de</strong>l Hombre.<br />

Me estremecí.<br />

El osezno, a pesar <strong>de</strong> la absoluta inmovilidad <strong>de</strong> Jesús, captó algo y, curioso,<br />

fue ro<strong>de</strong>ando la laja. Al situarse contra el viento, la presencia humana le dio<br />

<strong>de</strong> lleno. Permaneció quieto. Intrigado. Miró a la madre, pero ésta, encantada<br />

con la ración <strong>de</strong> miel, no le prestó la menor atención. Entonces, <strong>de</strong>cidido,<br />

levantó las manos, apoyándolas sobre el filo <strong>de</strong> la roca.<br />

Eliseo y quien esto escribe temblamos.<br />

Las sandalias <strong>de</strong>l Maestro se hallaban a escasos treinta o cuarenta centímetros<br />

<strong>de</strong> las garras <strong>de</strong>l cachorro. Si lo tocaba, lo más probable es que el Galileo<br />

reaccionase. En ese caso, ¿qué suce<strong>de</strong>ría?<br />

El osezno aproximó el hocico, olfateando a la extraña y alta criatura. Y en ello<br />

estaba cuando, <strong>de</strong> improviso, los bajos <strong>de</strong> la túnica, agitados por el maambit,<br />

fueron a golpearlo en plena cara, asustándolo. No lo dudó. Saltó hacia atrás y,<br />

aterrorizado, corrió hacia la osa.<br />

Instantes <strong>de</strong>spués, concluido el festín, el ursus se alejó por don<strong>de</strong> había<br />

llegado, seguido <strong>de</strong> cerca por la incansable cría. Y los vimos <strong>de</strong>saparecer en el<br />

intrincado bosque <strong>de</strong> cedros.<br />

Respiramos.<br />

Una hora más tar<strong>de</strong> -rondando la «décima» (las cuatro)-, Jesús abandonó su<br />

asilamiento, reuniéndose con estos maltrechos exploradores. Algo notó en<br />

nuestros rostros y, al punto, intrigado, preguntó qué sucedía. Al explicarle,<br />

sonriendo burlón, exclamó:<br />

-¡Una osa!... ¿Aquí?... ¡Y yo con estos pelos!...<br />

Así era aquel Hombre. Aquel magnífico Hombre.<br />

Definitivamente, el Galileo no se percató <strong>de</strong> la presencia <strong>de</strong>l ursus. Su po<strong>de</strong>r<br />

<strong>de</strong> concentración, su «hilo directo» con Ab-bá -no sé cómo llamarlo-, era<br />

asombroso. Y a la vista <strong>de</strong> lo ocurrido en la «piscina <strong>de</strong> yeso» y en el ventisquero<br />

volví a plantearme la inquietante cuestión: ¿era vulnerable? ¿Se<br />

hallaba sujeto, como el resto <strong>de</strong> los mortales, a los riesgos <strong>de</strong> la existencia? Yo<br />

conocía su final y, evi<strong>de</strong>ntemente, sí era un Hombre sometido al dolor y a la<br />

muerte. Pero eso fue al final <strong>de</strong> su vida en la carne. ¿Y qué sucedía con las<br />

etapas anteriores? La verdad es que, reflexionando sobre ello, no hallé un solo<br />

dato, excepción hecha <strong>de</strong> la infancia, que permitiera imaginar o suponer a un<br />

Jesús enfermo o en grave riesgo <strong>de</strong> per<strong>de</strong>r la vida. La curiosa circunstancia -a<br />

qué negarlo- me <strong>de</strong>jó perplejo. No era normal. «Algo» invisible parecía<br />

preservarlo.<br />

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