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Se <strong>de</strong>tuvo <strong>de</strong> nuevo. Señaló a lo alto y, con el rostro grave, anunció:<br />
-¡El último friega los cacharros!...<br />
Soltó una carcajada y, dando media vuelta, se lanzó cuesta arriba, a la carrera.<br />
Eliseo y yo, atónitos, necesitamos unos segundos para reaccionar.<br />
Y el ingeniero, finalmente, comprendiendo, salió tras Él, <strong>de</strong>jando a este explorador<br />
con dos palmos <strong>de</strong> narices.<br />
Instantes <strong>de</strong>spués, picado en el amor propio, feliz, impulsado por aquella<br />
«fuerza» que seguía habitándome, tiré <strong>de</strong> la agotada musculatura, en un vano<br />
intento <strong>de</strong> alcanzarlos.<br />
Éste era el Maestro. El auténtico Hijo <strong>de</strong>l Hombre...<br />
Minutos más tar<strong>de</strong>, ja<strong>de</strong>ando, casi a rastras, fui a parar a un gran claro. Allí,<br />
cómodamente sentados, muertos <strong>de</strong> risa, aguardaban aquellos «locos».<br />
Aparecían como nuevos, sin el menor signo <strong>de</strong> agotamiento.<br />
Los miré <strong>de</strong>sconcertado y, rendido, me <strong>de</strong>jé caer, tratando <strong>de</strong> llenar los<br />
pulmones y <strong>de</strong> recomponer la catastrófica lámina.<br />
-¡Te ha tocado! -se burló mi hermano-. ¡Servicio <strong>de</strong> cocina! ¡Los quiero impecables!<br />
Me resigné.<br />
Jesús, entonces, tomando mi petate y las provisiones que me habían tocado<br />
en suerte, cargó con todo, haciendo causa común con el ingeniero:<br />
-¡Impecables!...<br />
Y se dirigió hacia la muralla <strong>de</strong> cedros que se levantaba frente a nosotros, a<br />
escasos cincuenta metros.<br />
En realidad se trataba <strong>de</strong> una menguada arboleda, formada por tres o cuatro<br />
filas <strong>de</strong> erez. Y al otro lado, una nueva sorpresa: el mahaneh, el campamento...<br />
Eliseo también se <strong>de</strong>tuvo. Y durante unos instantes, fascinados, recorrimos<br />
con la vista el increíble y bellísimo lugar.<br />
Me resultó familiar. Yo conocía aquel paraje...<br />
Pero, al punto, rechacé la ridícula i<strong>de</strong>a. Jamás estuve allí.<br />
Materialmente cercada por los cedros se abría ante nosotros una meseta <strong>de</strong><br />
regulares dimensiones, ovalada, <strong>de</strong> unos cien metros <strong>de</strong> diámetro mayor y<br />
cubierta por una tímida alfombra <strong>de</strong> hierba. A nuestra izquierda, al fondo,<br />
lindando casi con la pared <strong>de</strong>l bosque, una pequeña tienda <strong>de</strong> dos aguas,<br />
armada, como la nuestra, con negras y embreadas pieles <strong>de</strong> cabra. Y en el<br />
centro <strong>de</strong> la planicie, un gigantesco cedro <strong>de</strong> unos cuarenta metros <strong>de</strong> altura,<br />
con un milenario, ajado y ceniciento tronco <strong>de</strong> cuatro metros <strong>de</strong> circunferencia.<br />
La copa, ver<strong>de</strong> oscura, aplastada, sobresalía por encima <strong>de</strong> sus<br />
hermanos, acogiendo una ruidosa y, <strong>de</strong> momento, invisible colonia <strong>de</strong> aves. Y<br />
al pie <strong>de</strong>l gigante, la «guinda», el toque exótico: ¡un dolmen! Un remoto<br />
monumento megalítico integrado por cinco rocas blancas, verticales, sólida-<br />
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