Caballo de Troya 6 - IDU

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26.10.2014 Views

interpuso, sujetándolo. Y despacio, poco a poco, fuimos calmándolo. -Yo lo buscaré... Y así fue. Minutos después, dejando el petate junto al árbol, el ingeniero, a la carrera, salía en persecución del jumento. Y lo vi desaparecer bajo el diluvio. Tiglat obedeció. Y accedió a sentarse bajo la corpulenta sabina. Ahora sólo podíamos esperar. Aguardar pacientemente a que escampase. ¿«Corpulento árbol»? Un nuevo estampido subrayó el súbito recuerdo. Y el sueño regresó. Levanté el rostro y quedé petrificado. Y el Destino, en forma de rayo, iluminó el calvero, confirmando la visión... ¡No es posible! Colgando de las ramas, a corta distancia de este perplejo explorador, golpeadas por la tormenta, me miraban seis o siete osamentas, ahora plateadas por la visión IR. A su lado se balanceaban otras tantas y secas tripas... A qué negarlo. Las examiné con miedo. Eran cráneos y vísceras de cabras. Comprendí. Nos encontrábamos bajo un árbol sagrado. Otro símbolo de los gentiles de la Gaulanitis. Allí colgaban sus ofrendas a los dioses. La peculiar naturaleza de la madera de la sabina albar -inatacable por los insectos y resistente a la putrefacción- la convertía en una excepción, asociada por los lugareños al «poder de los cielos». Tiglat, advirtiendo mi sorpresa, ratificó las sospechas. Se alzó de nuevo y fue a buscar entre los boquetes y las onduladas estrías de la corteza. Al encontrar lo que perseguía fue a mostrármelo. Eran, efectivamente, unas pequeñas puntas de flecha de basalto y pedernal. Las llamaban «piedras de rayo», unas piezas neolíticas que -según los supersticiosos montañeses- tenían la virtud de conjurar los efectos de las chispas eléctricas. Algún tiempo después las descubriríamos también en las oquedades de los robles. En realidad se trataba de una creencia errónea y peligrosa. La sabina, como el roble, encina, sauce, abeto o tilo, se caracteriza, justamente, por todo lo contrario. Es decir, por su capacidad para atraer los rayos. De pronto, la enconada borrasca cedió. La lluvia se amansó y las descargas se esparcieron. Respiré aliviado. Los «Cb» se rendían. Pero la tímida alegría duró poco. Oí, inquieto, nos abandonó, plantándose en mitad de la senda. Tiglat y yo nos miramos. El basenji, con la musculatura tensa como una tabla y las orejas rígidas, había detectado algo. Pensé en mi compañero. Seguramente acababa de localizar el jumento y 227

egresaba... Sí y no. La duda se despejó en segundos. Al poco, en el claro, vimos aparecer a Eliseo..., y a cinco individuos más. El corazón dio un vuelco y avisó. E, instintivamente, eché mano del cayado. Las voces de Tiglat, aterrado, confirmaron la intuición. -¡Son ellos!... ¡Los «bucoles»!... Salí bajo la lluvia y ordené al muchacho que se mantuviera a mis espaldas. Pero, descompuesto, argumentó con razón: -¡Oh, señor Baal!... ¡Protégenos!... ¡Ellos van armados!... ¡Tú, en cambio, sólo tienes una vara! Insistí. -¡No temas!... ¡Ahora verás la fuerza de la razón! -¿La razón? -se burló el guía-. ¡Ésos no entienden de razones! Caminaban despacio. Al vernos se detuvieron. En cabeza marchaba un sujeto de corta estatura, huesudo y cubierto únicamente, al igual que el resto de sus compinches, con un oscuro y empapado saq de piel de oso, similar al del cadáver que habíamos dejado atrás. En la mano izquierda portaba una pesada maza, erizada de clavos. Le faltaba la mitad de la pierna derecha. Una pata de palo negra y chorreante abrazaba el muñón a la altura de la rodilla. Tiglat lo identificó. -Ése es «Al», el jefe... Detrás, pálido e impotente, mi hermano. Y a sus espaldas, amenazándole con los afilados hierros de tres gladius, otros tantos hetep o bandidos, igualmente silenciosos y mal encarados. Por último, cerrando el cortejo, un quinto rufián, más alto que los demás, tocado con un turbante rojo y tirando de las riendas del onagro. Los cuerpos se iluminaron al paso de uno de los relámpagos, brillando en un azul verdoso. Me preparé. Y no sé por qué, elegí el clavo del láser de gas. Mi intención, naturalmente, era asustarlos y ponerlos en fuga. Pero, en esta oportunidad, sólo acertaría a medias... El cojo se volvió. Cuchicheó con los que vigilaban a Eliseo y, acto seguido, avanzó de nuevo y en solitario hacia la sabina. El adolescente, parapetado detrás de este explorador, anunció: -No hay salida... Dale cuanto pida... No repliqué. Y acaricié el clavo, ajustando la potencia. Mi hermano, entonces, hizo una señal. Se llevó la mano derecha al cuello y la deslizó como un cuchillo. Mensaje recibido. Ésa, por lo visto, era la síntesis de la breve charla sostenida por los ladrones. Muy bien. Adelante... 228

interpuso, sujetándolo. Y <strong>de</strong>spacio, poco a poco, fuimos calmándolo.<br />

-Yo lo buscaré...<br />

Y así fue.<br />

Minutos <strong>de</strong>spués, <strong>de</strong>jando el petate junto al árbol, el ingeniero, a la carrera,<br />

salía en persecución <strong>de</strong>l jumento. Y lo vi <strong>de</strong>saparecer bajo el diluvio.<br />

Tiglat obe<strong>de</strong>ció. Y accedió a sentarse bajo la corpulenta sabina. Ahora sólo<br />

podíamos esperar. Aguardar pacientemente a que escampase.<br />

¿«Corpulento árbol»?<br />

Un nuevo estampido subrayó el súbito recuerdo. Y el sueño regresó.<br />

Levanté el rostro y quedé petrificado.<br />

Y el Destino, en forma <strong>de</strong> rayo, iluminó el calvero, confirmando la visión...<br />

¡No es posible!<br />

Colgando <strong>de</strong> las ramas, a corta distancia <strong>de</strong> este perplejo explorador, golpeadas<br />

por la tormenta, me miraban seis o siete osamentas, ahora plateadas<br />

por la visión IR. A su lado se balanceaban otras tantas y secas tripas...<br />

A qué negarlo. Las examiné con miedo.<br />

Eran cráneos y vísceras <strong>de</strong> cabras.<br />

Comprendí.<br />

Nos encontrábamos bajo un árbol sagrado. Otro símbolo <strong>de</strong> los gentiles <strong>de</strong> la<br />

Gaulanitis. Allí colgaban sus ofrendas a los dioses. La peculiar naturaleza <strong>de</strong> la<br />

ma<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> la sabina albar -inatacable por los insectos y resistente a la putrefacción-<br />

la convertía en una excepción, asociada por los lugareños al<br />

«po<strong>de</strong>r <strong>de</strong> los cielos».<br />

Tiglat, advirtiendo mi sorpresa, ratificó las sospechas. Se alzó <strong>de</strong> nuevo y fue<br />

a buscar entre los boquetes y las onduladas estrías <strong>de</strong> la corteza. Al encontrar<br />

lo que perseguía fue a mostrármelo. Eran, efectivamente, unas pequeñas<br />

puntas <strong>de</strong> flecha <strong>de</strong> basalto y pe<strong>de</strong>rnal. Las llamaban «piedras <strong>de</strong> rayo», unas<br />

piezas neolíticas que -según los supersticiosos montañeses- tenían la virtud<br />

<strong>de</strong> conjurar los efectos <strong>de</strong> las chispas eléctricas. Algún tiempo <strong>de</strong>spués las<br />

<strong>de</strong>scubriríamos también en las oqueda<strong>de</strong>s <strong>de</strong> los robles. En realidad se trataba<br />

<strong>de</strong> una creencia errónea y peligrosa. La sabina, como el roble, encina,<br />

sauce, abeto o tilo, se caracteriza, justamente, por todo lo contrario. Es <strong>de</strong>cir,<br />

por su capacidad para atraer los rayos.<br />

De pronto, la enconada borrasca cedió. La lluvia se amansó y las <strong>de</strong>scargas se<br />

esparcieron.<br />

Respiré aliviado. Los «Cb» se rendían.<br />

Pero la tímida alegría duró poco.<br />

Oí, inquieto, nos abandonó, plantándose en mitad <strong>de</strong> la senda.<br />

Tiglat y yo nos miramos.<br />

El basenji, con la musculatura tensa como una tabla y las orejas rígidas, había<br />

<strong>de</strong>tectado algo.<br />

Pensé en mi compañero. Seguramente acababa <strong>de</strong> localizar el jumento y<br />

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