Caballo de Troya 6 - IDU
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desnudo cuello, destrozándolo. E, incomprensiblemente, los dos últimos continuaron con las cabezas enterradas en el vientre de la víctima... El perro, implacable, hizo presa en uno de los tarsos. Y al punto, una cabeza ensangrentada y otro cuello deforme y azulado hicieron frente al valiente Oí. El afilado y ganchudo pico del buitre negro lo hizo retroceder. Pero siguió atacando. Tiglat, entonces, aproximándose, la emprendió a pedradas con los recalcitrantes carroñeros. Nos unimos al guía y, finalmente, acosados, remontaron el vuelo, cayendo pesadamente sobre las copas de los albares. Mi hermano y yo, atónitos, descubrimos a la «víctima». Me precipité sobre el cuerpo. Se hallaba prácticamente desnudo, cubierto tan sólo con un saq o taparrabo de piel de oso. El rostro carecía de ojos. En cuanto al vientre, negros y leonados lo habían abierto casi en canal. Tiglat, a pesar del lamentable aspecto, creyó reconocerlo. -Es uno de ellos... Le llamaban Anas [«castigo»]... Siempre estaba ebrio. -Un bandido... Asintió en silencio. Se inclinó y, de un golpe, arrancó el largo clavo que colgaba sobre el pecho. -Tú ya no lo necesitas, maldito yehuday... (Estos enormes clavos, de sección cuadrangular y de veinte o treinta centímetros de longitud, eran muy codiciados por judíos y gentiles. Generalmente eran utilizados en las crucifixiones y -según decían- constituían un excelente amuleto.) Lo amarró al cuello del onagro y permaneció unos instantes con la vista fija en el casi borrado y trepador senderillo. No era difícil penetrar sus pensamientos... Allí, en alguna parte del bosque, debía encontrarse el resto de la partida. ¿Qué podíamos hacer? Francamente, muy poco. A estas alturas, lo más probable es que estuvieran al tanto de nuestra presencia. Pero, ¿por qué no atacaban? E imaginé que, quizá, esperaban a que amainase la tormenta. Una vez más me equivoqué... El decidido y valeroso jovencito no dijo nada. Tiró del burro y continuó ascendiendo por la resbaladiza y brillante huella de ceniza volcánica. Eliseo, prudente, hizo un gesto, recomendando que me ajustara las «crótalos». Si los «bucoles» hacían acto de presencia... habría jaleo. En ello estaba cuando, como era de prever, las tronadas se nos echaron materialmente encima. Y las chispas golpearon el pinar. El asno se agitó de nuevo, pero Tiglat, sin concesiones, lo arrastró. Acabábamos de entrar en uno de los ojos de la borrasca. Y la lluvia, densa como una pared, nos frenó. Casi no veíamos... -¡Esto es un diluvio! -grité-. ¡Deberíamos detenernos! El guía se volvió y, señalando el fondo de la senda, vociferó entre los estampidos: -¡Un poco más!... ¡Allí arriba tenemos un claro! 225
No tuvo ocasión de enderezar la cabeza. Uno de los rayos partió de la revuelta «panza» de los «Cb», cegándonos. Y se cebó en el mástil de un chorreante pino, a diez metros escasos por delante del grupo. El resto fue un desastre... En una milésima de segundo -quizá menos-, el «canal» por el que descendió la chispa se calentó a más de 30 000° C, provocando dos fenómenos simultáneos. De un lado, el aire caliente del milimétrico «túnel» por el que viajó el rayo se expandió, dando lugar a un espantoso trueno que nos dejó temporalmente sordos. Por otro, al impactar en el húmedo árbol, la súbita y violenta evaporización creó una onda de choque. Y la expedición, incluyendo perro y onagro, rodó por los suelos. . Fueron instantes de gran confusión. Nadie gritó. Nadie se lamentó. No hubo tiempo material... Y, aturdidos, mi hermano y yo nos incorporamos como pudimos. El torrencial aguacero terminaría despejándonos. Y lo que vimos nos llenó de espanto... Tiglat yacía en tierra. Permanecía inmóvil. Parecía muerto. Me asusté. Ot, a su lado, emitía aquellos extraños sonidos, lamiendo sin cesar la cara de su dueño. En cuanto al jumento, despavorido, galopaba colina arriba. ¿Galopaba? Yo juraría que volaba... Y culebrina y estampidos siguieron acorralándonos. Nos lanzamos sobre el muchacho. Verifiqué el pulso. ¡Estaba vivo! Exploré la cabeza. Un fino reguero de sangre brotaba por la nariz. Se hallaba inconsciente. Y deduje que pudo golpearse en la caída. Medio sordo, con aquel zumbido instalado en el cerebro, a gritos, por señas, deslumbrado por los rayos y con el corazón desmayado por los continuos mazazos de los truenos, le hice ver a Eliseo que teníamos que salir de aquel infierno. Y recordando las últimas palabras de Tiglat lo tomé en brazos, corriendo entre las chispas y la muralla de agua hacia el extremo del camino. Al final del senderillo, en efecto, distinguimos un claro. El bosque se había retirado, formando un mediano círculo, cruzado únicamente por la pista y el feroz torrente. En el centro geométrico, dueño y señor del calvero, se alzaba un corpulento árbol. Una sabina enorme, de casi treinta metros, con una copa piramidal, abierta y generosa que, de momento, nos alivió. Llegué exhausto. Jadeante... Deposité al joven al pie del grueso y ceniciento tronco e intenté reanimarlo. El cielo fue compasivo. No tuve que esforzarme. Al poco volvía en sí. Y descompuesto, trató de incorporarse. Lo retuve. Quise tranquilizarlo. Imposible. Al final se alzó e hizo ademán de saltar al caminillo. Pero Eliseo, oportuno, se 226
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<strong>de</strong>snudo cuello, <strong>de</strong>strozándolo. E, incomprensiblemente, los dos últimos<br />
continuaron con las cabezas enterradas en el vientre <strong>de</strong> la víctima...<br />
El perro, implacable, hizo presa en uno <strong>de</strong> los tarsos. Y al punto, una cabeza<br />
ensangrentada y otro cuello <strong>de</strong>forme y azulado hicieron frente al valiente Oí.<br />
El afilado y ganchudo pico <strong>de</strong>l buitre negro lo hizo retroce<strong>de</strong>r. Pero siguió<br />
atacando. Tiglat, entonces, aproximándose, la emprendió a pedradas con los<br />
recalcitrantes carroñeros. Nos unimos al guía y, finalmente, acosados, remontaron<br />
el vuelo, cayendo pesadamente sobre las copas <strong>de</strong> los albares.<br />
Mi hermano y yo, atónitos, <strong>de</strong>scubrimos a la «víctima».<br />
Me precipité sobre el cuerpo. Se hallaba prácticamente <strong>de</strong>snudo, cubierto tan<br />
sólo con un saq o taparrabo <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> oso. El rostro carecía <strong>de</strong> ojos. En cuanto<br />
al vientre, negros y leonados lo habían abierto casi en canal.<br />
Tiglat, a pesar <strong>de</strong>l lamentable aspecto, creyó reconocerlo.<br />
-Es uno <strong>de</strong> ellos... Le llamaban Anas [«castigo»]... Siempre estaba ebrio.<br />
-Un bandido...<br />
Asintió en silencio. Se inclinó y, <strong>de</strong> un golpe, arrancó el largo clavo que<br />
colgaba sobre el pecho. -Tú ya no lo necesitas, maldito yehuday...<br />
(Estos enormes clavos, <strong>de</strong> sección cuadrangular y <strong>de</strong> veinte o treinta centímetros<br />
<strong>de</strong> longitud, eran muy codiciados por judíos y gentiles. Generalmente<br />
eran utilizados en las crucifixiones y -según <strong>de</strong>cían- constituían un<br />
excelente amuleto.)<br />
Lo amarró al cuello <strong>de</strong>l onagro y permaneció unos instantes con la vista fija en<br />
el casi borrado y trepador sen<strong>de</strong>rillo.<br />
No era difícil penetrar sus pensamientos...<br />
Allí, en alguna parte <strong>de</strong>l bosque, <strong>de</strong>bía encontrarse el resto <strong>de</strong> la partida.<br />
¿Qué podíamos hacer?<br />
Francamente, muy poco. A estas alturas, lo más probable es que estuvieran al<br />
tanto <strong>de</strong> nuestra presencia. Pero, ¿por qué no atacaban? E imaginé que, quizá,<br />
esperaban a que amainase la tormenta. Una vez más me equivoqué...<br />
El <strong>de</strong>cidido y valeroso jovencito no dijo nada. Tiró <strong>de</strong>l burro y continuó ascendiendo<br />
por la resbaladiza y brillante huella <strong>de</strong> ceniza volcánica.<br />
Eliseo, pru<strong>de</strong>nte, hizo un gesto, recomendando que me ajustara las «crótalos».<br />
Si los «bucoles» hacían acto <strong>de</strong> presencia... habría jaleo.<br />
En ello estaba cuando, como era <strong>de</strong> prever, las tronadas se nos echaron<br />
materialmente encima. Y las chispas golpearon el pinar.<br />
El asno se agitó <strong>de</strong> nuevo, pero Tiglat, sin concesiones, lo arrastró.<br />
Acabábamos <strong>de</strong> entrar en uno <strong>de</strong> los ojos <strong>de</strong> la borrasca. Y la lluvia, <strong>de</strong>nsa<br />
como una pared, nos frenó. Casi no veíamos...<br />
-¡Esto es un diluvio! -grité-. ¡Deberíamos <strong>de</strong>tenernos!<br />
El guía se volvió y, señalando el fondo <strong>de</strong> la senda, vociferó entre los estampidos:<br />
-¡Un poco más!... ¡Allí arriba tenemos un claro!<br />
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