Caballo de Troya 6 - IDU
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me dejó confuso. E, inseguro, pregunté: -¿«Al»? Tiglat asintió. No había entendido mal. «Al», en efecto, quería decir «no». Y moviendo la cabeza negativamente, el preocupado jovencito resumió el resto de las explicaciones del hoteb. -Dice también que van armados hasta los dientes... Seguramente, a estas horas, estarán borrachos... -¿Y qué aconsejan tus amigos? Tiglat transmitió la cuestión planteada por mi compañero al tipo de las malas pulgas. La respuesta fue inmediata. -Dice que lo mejor es dar media vuelta y regresar a Bet Jenn. Esos malnacidos matan por un log de arac... (Un log equivalía a unos seiscientos gramos y nosotros, para colmo, cargábamos más de dos litros.) Tiglat, silencioso, acarició al basenji. Comprendí sus dudas. Pero, por puro instinto, permanecí mudo. Finalmente, tras una larga pausa, hizo una recomendación: -Si lo deseáis podéis permanecer en Quinea. La menguante de agosto ya ha terminado y ellos- se dirigió entonces a los leñadores- no reemprenderán la tala hasta la próxima luna llena. Aquí estaréis bien y a salvo... Son hombres honrados. -¿Y tú? Tiglat sonrió sin ganas. -Yo cumpliré lo pactado con el «extraño galileo». -Pero... No atendió las razones de Eliseo. -Confío en mi señor, Baal. Él me protegerá. Estaba claro. Tomé a mi hermano por el brazo y, retirándonos unos pasos, cambié impresiones. Ambos estuvimos de acuerdo. Proseguiríamos. No habíamos llegado hasta allí para echarnos atrás por causa de los «bucoles»... Así se lo hicimos saber. Y el muchacho, complacido, aceptó. Doscientos o trescientos metros más allá el bosque volvió a abrirse. Y nos encontramos frente a un adolescente y parlanchón río Hermón. Al cruzar el decrépito puentecillo de troncos que lo burlaba, Tiglat, señalando las verdes aguas, proclamó orgulloso: -Alevín, el que cabalga las nubes... Éste era el nombre del tributario del Jordán entre los montañeses. Aleyin, uno de los hijos del dios Baal, favorecedor de las plantas. Por regla general, los 219
fenicios gustaban bautizar a los ríos con los nombres de sus divinidades. El menguado cauce, como tendríamos ocasión de verificar días más tarde, nacía en los ventisqueros del Hermón. De ahí también su atributo: «cabalgador de las nubes». El puente sobre el nabal era otra excelente referencia. Y calculé el tiempo invertido desde Bet Jenn. Si no me equivocaba, hacía unas dos horas que caminábamos. Distancia recorrida: unos tres kilómetros. Restaban, pues, otros dos, con un tiempo estimado de una hora, aproximadamente. Y me sentí feliz. Si todo discurría con normalidad, hacia el mediodía (hora «quinta») estaríamos en presencia del Maestro... ¿Con normalidad? ¡Pobre ingenuo! El Destino, desde alguna parte, debió sonreír con benevolencia... Al otro lado del nahal Hermón, al filo del bosque, entre un atrevido y oloroso maquis formado por arbustos de menta, cisto, salvia amarilla y tomillo, se alzaba una novedad: cinco piedras cónicas, toscamente labradas, de metro y medio de altura, y perfectamente alineadas de este a oeste. Tiglat desmontó. Se aproximó reverencioso a la hilera de basalto negro y, durante unos minutos, permaneció en silencio, con la cabeza baja. Después, volviéndose, nos invitó a descansar. A partir de allí, según sus palabras, empezaba lo más duro. El senderillo, paralelo a la margen derecha del río, trepaba arduo y desequilibrado, saltando de la cota «1 700» a la «2000» en cuestión de 1 500 metros. Poco antes de dicha cota «2000», a unos tres estadios (algo más de medio kilómetro), finalizaba el viaje. Para ser exactos, el de Tiglat. Allí -explicó-, de acuerdo a lo convenido con el «extraño galileo», depositaría las provisiones. Acto seguido regresaría. El muchacho dejó libre al onagro y, sentándose al pie de una de las rocas, abrió el zurrón que colgaba en bandolera. Extrajo pan y una oscura porción de cecina de jabalí y se dispuso a dar buena cuenta del refrigerio. Oí, atento, se plantó frente al dueño, aguardando su parte. Mi hermano, imitando al guía, buscó apoyo en la piedra contigua. Yo, por mi parte, intrigado, dediqué unos minutos a la exploración del monumento sagrado. Porque ésa, en definitiva, era la intencionalidad de las puntiagudas rocas. Tiglat, más tarde, lo confirmaría. Estábamos, efectivamente ante un asherat, una formación megalítica, muy frecuente en Fenicia y, sobre todo, en las montañas. Aunque nos encontrábamos en territorio de la Gaulanitis -es decir, en Palestina-, estos centros de culto pagano eran relativamente habituales. A veces, en lugar de piedra, los montañeses utilizaban altos y robustos troncos de cedro, bien en círculo o también en línea recta. Los judíos, en especial los amantes de la paz, hacían la vista gorda, ignorando tales construcciones. Yavé, en el Deuteronomio (16, 21), era especialmente rígido con estos símbolos idolátricos. 220
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-Dice también que van armados hasta los dientes... Seguramente, a estas<br />
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La respuesta fue inmediata.<br />
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Estaba claro.<br />
Tomé a mi hermano por el brazo y, retirándonos unos pasos, cambié impresiones.<br />
Ambos estuvimos <strong>de</strong> acuerdo. Proseguiríamos. No habíamos llegado hasta allí<br />
para echarnos atrás por causa <strong>de</strong> los «bucoles»...<br />
Así se lo hicimos saber.<br />
Y el muchacho, complacido, aceptó.<br />
Doscientos o trescientos metros más allá el bosque volvió a abrirse. Y nos<br />
encontramos frente a un adolescente y parlanchón río Hermón. Al cruzar el<br />
<strong>de</strong>crépito puentecillo <strong>de</strong> troncos que lo burlaba, Tiglat, señalando las ver<strong>de</strong>s<br />
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-Alevín, el que cabalga las nubes...<br />
Éste era el nombre <strong>de</strong>l tributario <strong>de</strong>l Jordán entre los montañeses. Aleyin, uno<br />
<strong>de</strong> los hijos <strong>de</strong>l dios Baal, favorecedor <strong>de</strong> las plantas. Por regla general, los<br />
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