Caballo de Troya 6 - IDU
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Casi podía tocarlas con las manos. ¡Dios! ¡Qué hermosa y blanca negrura! De pronto, en la lejanía, en ninguna parte, sonó limpio y prolongado un aullido. Sentí un escalofrío. ¿Lobos? ¿Chacales? Y Venus y Júpiter, en conjunción, me hicieron una señal. Después otra y otra... Nuevos aullidos. Nuevo estremecimiento. Y como huida de aquella luminosa ciudad flotante vi entrar en mi agitada mente una inconfundible figura. Vestía de negro y sujetaba una reluciente y afilada guadaña. .. La rechacé. ¿Qué ocurría? Pero la imagen, decidida, alzó la cuchilla, avisando. Y, súbitamente, se extinguió. Y dos, tres, cuatro nuevos aullidos, más cercanos, me erizaron los cabellos. ¿Qué era aquello? ¿Un presentimiento? ¿Una advertencia? ¿Una locura? ¿Por qué la muerte? ¿Y por qué en esos instantes y en ese lugar? Horas más tarde, por desgracia, comprobaría que la «visión» (?) no fue fruto de mi cansada y casi nula imaginación. El Destino, supongo, a su manera, me advertía... Y poco a poco, consumada la extraña «aparición», la inquietud fue anestesiada y caí en el pozo de los sueños. Sí, otra vez las ensoñaciones... En esta ocasión me vi caminando entre bosques. Era el Hermón. Aparecía muy cerca, con la cumbre nevada. En cabeza marchaba el joven Tiglat, a lomos de un jumento. A su lado, Oí, el basenji negro. Detrás, alegre, cargando el saco de viaje, Eliseo y cerrando la expedición, este explorador. Pero no. Quien esto escribe no era el último caminante... A mis espaldas, a cuatro o cinco metros, con paso igualmente presuroso, avanzaba una vieja «conocida». ¡La muerte! Se cubría con la misma y larga túnica funeraria, cargando sobre el hombro una temible y larguísima guadaña. Intenté avisar, pero la voz no salía de mi garganta. Nadie parecía verla. Ni siquiera Ot. Volví la cabeza y la muerte, con una helada sonrisa, asintió. De pronto, en las cercanías de un corpulento árbol, comenzó a llover. Era una lluvia torrencial. El peito «habló» y aconsejó que nos refugiáramos bajo la gran copa. Así lo hicimos. 213
Y la osamenta, impasible, sin dejar de sonreír, se plantó frente al grupo. Entonces alzó los descarnados dedos y señaló hacia lo alto. ¡Dios mío! De las ramas colgaban nuestras propias cabezas... Estaban vivas. La de Ot, en cambio, sangrante y suspendida por los ojos, carecía de vida. Intenté reaccionar. Pulsé el láser de alta energía, graduándolo a la máxima potencia. ¡Dios santo! No funcionó... Y la muerte replicó con unas sonoras y cavernosas carcajadas. Entonces, por detrás, entre los árboles, surgieron unos hombres. Portaban hachas, mazas y espadas. ¡Eran americanos! Vestían uniformes de campaña. Y avanzaron amenazantes... ¡Oh, Dios! Todos tenían el mismo rostro. ¡El del general Curtiss! Zarandeé a Eliseo, advirtiéndole. No hizo caso. Y continuó hablando con Tiglat sobre la inoportuna cortina de agua. Ot aseguró que pasaría pronto... Uno de los militares se detuvo junto a la muerte. Se abrazaron. Aquel «Curtiss» era el único que no iba armado. Mejor dicho, era el mejor armado... ¡En la mano izquierda sostenía otra «vara de Moisés»! Cuchichearon. De vez en cuando me miraban y seguían hablando en voz baja. Finalmente, el chorreante «Curtiss» indicó que me acercara. Obedecí. Y al separarme del árbol, la intensa lluvia me empapó. -¡Los informes!... ¡Queremos los informes de ADN! ¡Tú los tienes! Negué con desesperación. El individuo, entonces, se quitó el gorro que lucía unas estrellas de general y lo arrojó al suelo, pisoteándolo con rabia. Volví a negar. -¡Entrégamelos!... ¡Eso es propiedad de la USAF! E irritado, soltando el cayado, se abalanzó sobre mí. Hizo presa en mis brazos y gritó: -¡Jasón!... ¡Obedece!... ¡Jasón! En ese instante, alguien me despertó. -¡Jasón!... Eliseo, tan empapado como yo, me zarandeaba sin miramiento. -¿Qué?... Mi general..., yo no sé nada... Mi hermano, al escuchar las inconexas frases -¡y en inglés!- se alarmó definitivamente. 214
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Casi podía tocarlas con las manos.<br />
¡Dios! ¡Qué hermosa y blanca negrura!<br />
De pronto, en la lejanía, en ninguna parte, sonó limpio y prolongado un aullido.<br />
Sentí un escalofrío.<br />
¿Lobos? ¿Chacales?<br />
Y Venus y Júpiter, en conjunción, me hicieron una señal. Después otra y<br />
otra...<br />
Nuevos aullidos. Nuevo estremecimiento.<br />
Y como huida <strong>de</strong> aquella luminosa ciudad flotante vi entrar en mi agitada<br />
mente una inconfundible figura. Vestía <strong>de</strong> negro y sujetaba una reluciente y<br />
afilada guadaña. ..<br />
La rechacé.<br />
¿Qué ocurría?<br />
Pero la imagen, <strong>de</strong>cidida, alzó la cuchilla, avisando. Y, súbitamente, se extinguió.<br />
Y dos, tres, cuatro nuevos aullidos, más cercanos, me erizaron los cabellos.<br />
¿Qué era aquello? ¿Un presentimiento? ¿Una advertencia? ¿Una locura? ¿Por<br />
qué la muerte? ¿Y por qué en esos instantes y en ese lugar?<br />
Horas más tar<strong>de</strong>, por <strong>de</strong>sgracia, comprobaría que la «visión» (?) no fue fruto<br />
<strong>de</strong> mi cansada y casi nula imaginación. El Destino, supongo, a su manera, me<br />
advertía...<br />
Y poco a poco, consumada la extraña «aparición», la inquietud fue anestesiada<br />
y caí en el pozo <strong>de</strong> los sueños. Sí, otra vez las ensoñaciones...<br />
En esta ocasión me vi caminando entre bosques. Era el Hermón. Aparecía<br />
muy cerca, con la cumbre nevada.<br />
En cabeza marchaba el joven Tiglat, a lomos <strong>de</strong> un jumento. A su lado, Oí, el<br />
basenji negro. Detrás, alegre, cargando el saco <strong>de</strong> viaje, Eliseo y cerrando la<br />
expedición, este explorador.<br />
Pero no. Quien esto escribe no era el último caminante...<br />
A mis espaldas, a cuatro o cinco metros, con paso igualmente presuroso,<br />
avanzaba una vieja «conocida».<br />
¡La muerte!<br />
Se cubría con la misma y larga túnica funeraria, cargando sobre el hombro<br />
una temible y larguísima guadaña.<br />
Intenté avisar, pero la voz no salía <strong>de</strong> mi garganta.<br />
Nadie parecía verla. Ni siquiera Ot.<br />
Volví la cabeza y la muerte, con una helada sonrisa, asintió.<br />
De pronto, en las cercanías <strong>de</strong> un corpulento árbol, comenzó a llover. Era una<br />
lluvia torrencial.<br />
El peito «habló» y aconsejó que nos refugiáramos bajo la gran copa. Así lo<br />
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