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Jenn tenía que aparecer al final <strong>de</strong>l solitario sen<strong>de</strong>ro, a cosa <strong>de</strong> cuatro kilómetros<br />
y a unos 1 200 metros <strong>de</strong> altitud. En otras palabras: teniendo en<br />
cuenta que partíamos <strong>de</strong> la cota «330», si los cuerpos resistían y el Destino<br />
era benévolo, quizá coronásemos los riscos en hora y media. Es I <strong>de</strong>cir, justo<br />
al anochecer.<br />
Pero el hombre propone...<br />
A medio camino, como era previsible, las fuerzas fallaron. El cansancio<br />
acumulado pasó factura y la mar- I cha se ralentizó. Hasta los livianos sacos<br />
<strong>de</strong> viaje pesaban como el plomo...<br />
Sugerí una pausa, pero Eliseo, impaciente y receloso, tiró <strong>de</strong> mí, no concediendo<br />
tregua ni cuartel.<br />
Reconozco que llevaba razón. La soledad <strong>de</strong>l nathiv no era normal. Des<strong>de</strong> que<br />
<strong>de</strong>járamos atrás la calzada <strong>de</strong> , Damasco no habíamos tropezado con un solo<br />
lugareño.<br />
Extraño, sí. Muy extraño...<br />
Y las insistentes advertencias <strong>de</strong> los campesinos me abordaron sin previo<br />
aviso, sumando inquietud a la ya agotada mente.<br />
«¡Atención!... Bet Jenn y sus alre<strong>de</strong>dores son un nido <strong>de</strong> maleantes.»<br />
Luché por sacudir los negros presagios. La senda, culebreando entre olivares,<br />
parecía tranquila e inofensiva. De vez en cuando, a nuestro paso, alguna<br />
madrugadora rapaz nocturna huía sigilosa y molesta, cambiando <strong>de</strong> observatorio<br />
entre las verdiazules copas <strong>de</strong> los árboles. Todo, en efecto, respiraba<br />
calma.<br />
Sin embargo, el instinto continuó en guardia. Y poco faltó para que me<br />
ajustara las «crótalos», las lentes <strong>de</strong> visión infrarroja. Pero no quise alarmar<br />
a mi hermano.<br />
Y la luz, inexorable, se apagó, obligando a <strong>de</strong>tenernos y a recapacitar. Para<br />
colmo, los espaciados olivos se rindieron, siendo reemplazados <strong>de</strong> inmediato<br />
por el bosque <strong>de</strong> berosh, los cipreses siempre ver<strong>de</strong>s, mirando hostiles <strong>de</strong>s<strong>de</strong><br />
sus 25 y 30 metros <strong>de</strong> altura.<br />
Eliseo buscó <strong>de</strong>scanso al pie <strong>de</strong> uno <strong>de</strong> los piramidales cipreses. Yo hice otro<br />
tanto e intentamos calcular la distancia que nos separaba <strong>de</strong> la hipotética<br />
al<strong>de</strong>a. No nos pusimos <strong>de</strong> acuerdo. Él estimó que nos encontrábamos muy<br />
cerca. Quizá a un kilómetro. Yo, basándome en la altitud a la que había<br />
<strong>de</strong>saparecido el olivar -alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> mil metros-, <strong>de</strong>duje que aún restaba el<br />
doble: unos dos kilómetros.<br />
Y en ello estábamos cuando, <strong>de</strong> pronto, en la negrura sonaron unos silbidos.<br />
Nos alzamos como impulsados por un resorte. En el fondo, no era el único<br />
preocupado por los bandidos...<br />
Inspeccionamos el laberinto <strong>de</strong> troncos. Imposible. Las tinieblas <strong>de</strong> la luna<br />
nueva eran casi impenetrables.<br />
Nuevos silbidos. Largos. Con una clara intencionalidad...<br />
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