Caballo de Troya 6 - IDU

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los bajaban hasta que, finalmente, el punto de mira de la dioptra quedaba alineado con el disco deslizante del bastón. Aquélla, probablemente, era la tarea más difícil y engorrosa. La dioptra, obviamente, no servía para medir grandes distancias. Ello obligaba a repetir las mediciones hasta un centenar de veces. Teniendo en cuenta que la casi totalidad de los 90 000 kilómetros de calzadas de que disponía el imperio era prácticamente en línea recta, es fácil imaginar la paciencia, tesón y habilidad de dichos topógrafos. Inmediatamente detrás de los responsables del trazado aparecían los «excavadores». Grupos de obreros provistos de picos y palas que, siguiendo líneas marcadas por cuerdas, abrían el terreno, practicando dos canalillos paralelos de un metro de profundidad y separados entre sí por otros 13. Cada uno de los surcos era entonces rellenado con altos bloques rectangulares de basalto, perpendiculares a la ruta. De inmediato, una segunda cuadrilla excavaba la tierra comprendida entre las hileras de piedra, preparando así un lecho hondo y espacioso, a metro y medio por debajo del nivel del terreno. Y una nueva oleada de operarios atacaba la siguiente fase: la cimentación o statumen propiamente dicha, consistente en grandes piedras. Por encima se disponía el «rudo» (grava de menor consistencia y tamaño) y, por último, el «núcleo», una tercera capa, generalmente de creta. Acto seguido entraban en acción pesados rodillos de más de mil kilos, tirados por seis obreros cada uno, y otra partida de trabajadores, provista de mazas con las que concluían el apisonado. El pavimento o stitnma crusta llegaba después. Dependiendo de la importancia estratégica del summum dorsum (calzada) y del dinero y materiales disponibles, la nueva ruta era rematada con losas perfecta o medianamente labradas. En este caso, el pulido no era tan exquisito como el de la célebre Vía Apia. Las lajas de basalto negro, sin embargo, presentaban sendos espolones en las caras inferiores, facilitando el anclaje en la creta. Pacientes y concienzudos canteros iban encajándolas de forma que la flamante plataforma, a un metro por encima del primitivo suelo, quedara ligeramente combada en el centro. El agua, así, discurría hacia los laterales, favoreciendo la marcha y preservando la obra. Lenta y minuciosamente, los artesanos rellenaban los intersticios, «soldando» las placas con argamasa (la utilísima pozzolana) y limaduras de hierro. Finalmente, al pie de las cantoneras que encorsetaban la calzada, otros operarios daban el toque definitivo, roturando el terreno y preparando -a ambos lados- una especie de pasillos o caminos paralelos, a base de la grava, por los que, en principio, deberían transitar los caminantes y aquellos animales no acostumbrados a la dureza del summun dorsum. Todo este «aparato» aparecía susténtalo y abastecido por diferentes talleres móviles en los que se afanaban cortadores de piedra, carpinteros, herreros y los obligados servicios sanitarios, intendencia y aguadores. En uno de los cobertizos, alrededor de una mesa de campaña repleta de planos y dibujos, 195

creí distinguir a los delegados o representantes de los curatores viarum (cuidadores de caminos), los funcionarios responsables de la construcción y mantenimiento de estas notables obras. Los curatores, a su vez, se hallaban a las órdenes directas de los gobernadores de cada provincia. La eficaz empresa gubernamental había nacido dos siglos antes, de la mano de Cayo Graco, un político que perfiló la legislación sobre calzadas y sobre los indispensable miliarios que orientaban al viajero. Al contrario de lo que sucede hoy en día, estas vías eran costeadas por el tesoro público, autoridades locales y propietarios de las tierras por las que pasaban. Satisfecha la curiosidad, Eliseo y quien esto escribe reanudamos la marcha, desembocando, efectivamente, en la no menos trepidante ruta del este. Una calzada, a diferencia de la vía del Hule, más ancha y desahogada y tan meticulosamente pavimentada como la que estaban construyendo un kilómetro más abajo. Si las indicaciones eran correctas, el nathiv hacia Bet Jenn debía arrancar allí mismo, al otro lado de la carretera. Pero nuestra atención se vio súbitamente desviada... A una veintena de pasos, por la derecha, en el «pasillo» de grava en el que nos hallábamos detenidos y que corría paralelo a la congestionada senda, cientos de aves se atropellaban, peleaban y graznaban furiosamente. Algunos burreros, al pasar, las espantaban, golpeándolas con varas y látigos. Otros se tapaban el rostro y volvían la cabeza en dirección contraria. Muchos de los jumentos y muías, al llegar a la altura del desquiciado averío, cabeceaban inquietos o se negaban a avanzar. Y los arrieros, tan encabritados como las bestias, la emprendían a palos con las asustadas caballerías y, de paso, con las enloquecidas aves. Al acercarnos descubrimos con espanto el motivo de semejante estrépito. Eliseo, prudente, sugirió que no continuáramos avanzando. Tenía razón. Las aves, friera de sí, podían suponer una amenaza. Los corpulentos buitres leonados, de cabezas y cuellos blancos y pelados, nos observaron nerviosos y desafiantes. A su alrededor, sobrevolándolos o intentando aproximarse con cortas y bien estudiadas carreras, se disputaban la «pitanza» todo un ejército de correosas y manchadas gaviotas reidoras, cornejas cenicientas y funerarios cuervos de hasta un metro de envergadura. La pelea, sin embargo, era desigual. A pesar de la evidente superioridad de los diez o quince «leonados», los cientos de implacables competidores, atacando por todos los ángulos, terminaban invadiendo el «territorio» de los buitres, sacando tajada de las mutiladas «víctimas». De pronto, empujado por el incesante aleteo de los carroñeros, nos vimos asaltados por una peste pútrida. Y retrocedimos. Ya habíamos visto y comprendido... Al filo del camino, como una advertencia, las autoridades de la Galaunitis 196

creí distinguir a los <strong>de</strong>legados o representantes <strong>de</strong> los curatores viarum<br />

(cuidadores <strong>de</strong> caminos), los funcionarios responsables <strong>de</strong> la construcción y<br />

mantenimiento <strong>de</strong> estas notables obras. Los curatores, a su vez, se hallaban<br />

a las ór<strong>de</strong>nes directas <strong>de</strong> los gobernadores <strong>de</strong> cada provincia. La eficaz empresa<br />

gubernamental había nacido dos siglos antes, <strong>de</strong> la mano <strong>de</strong> Cayo<br />

Graco, un político que perfiló la legislación sobre calzadas y sobre los indispensable<br />

miliarios que orientaban al viajero. Al contrario <strong>de</strong> lo que suce<strong>de</strong> hoy<br />

en día, estas vías eran costeadas por el tesoro público, autorida<strong>de</strong>s locales y<br />

propietarios <strong>de</strong> las tierras por las que pasaban.<br />

Satisfecha la curiosidad, Eliseo y quien esto escribe reanudamos la marcha,<br />

<strong>de</strong>sembocando, efectivamente, en la no menos trepidante ruta <strong>de</strong>l este. Una<br />

calzada, a diferencia <strong>de</strong> la vía <strong>de</strong>l Hule, más ancha y <strong>de</strong>sahogada y tan meticulosamente<br />

pavimentada como la que estaban construyendo un kilómetro<br />

más abajo.<br />

Si las indicaciones eran correctas, el nathiv hacia Bet Jenn <strong>de</strong>bía arrancar allí<br />

mismo, al otro lado <strong>de</strong> la carretera. Pero nuestra atención se vio súbitamente<br />

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A una veintena <strong>de</strong> pasos, por la <strong>de</strong>recha, en el «pasillo» <strong>de</strong> grava en el que<br />

nos hallábamos <strong>de</strong>tenidos y que corría paralelo a la congestionada senda,<br />

cientos <strong>de</strong> aves se atropellaban, peleaban y graznaban furiosamente.<br />

Algunos burreros, al pasar, las espantaban, golpeándolas con varas y látigos.<br />

Otros se tapaban el rostro y volvían la cabeza en dirección contraria. Muchos<br />

<strong>de</strong> los jumentos y muías, al llegar a la altura <strong>de</strong>l <strong>de</strong>squiciado averío, cabeceaban<br />

inquietos o se negaban a avanzar. Y los arrieros, tan encabritados<br />

como las bestias, la emprendían a palos con las asustadas caballerías y, <strong>de</strong><br />

paso, con las enloquecidas aves.<br />

Al acercarnos <strong>de</strong>scubrimos con espanto el motivo <strong>de</strong> semejante estrépito.<br />

Eliseo, pru<strong>de</strong>nte, sugirió que no continuáramos avanzando. Tenía razón. Las<br />

aves, friera <strong>de</strong> sí, podían suponer una amenaza. Los corpulentos buitres<br />

leonados, <strong>de</strong> cabezas y cuellos blancos y pelados, nos observaron nerviosos y<br />

<strong>de</strong>safiantes. A su alre<strong>de</strong>dor, sobrevolándolos o intentando aproximarse con<br />

cortas y bien estudiadas carreras, se disputaban la «pitanza» todo un ejército<br />

<strong>de</strong> correosas y manchadas gaviotas reidoras, cornejas cenicientas y funerarios<br />

cuervos <strong>de</strong> hasta un metro <strong>de</strong> envergadura. La pelea, sin embargo, era<br />

<strong>de</strong>sigual. A pesar <strong>de</strong> la evi<strong>de</strong>nte superioridad <strong>de</strong> los diez o quince «leonados»,<br />

los cientos <strong>de</strong> implacables competidores, atacando por todos los ángulos,<br />

terminaban invadiendo el «territorio» <strong>de</strong> los buitres, sacando tajada <strong>de</strong> las<br />

mutiladas «víctimas».<br />

De pronto, empujado por el incesante aleteo <strong>de</strong> los carroñeros, nos vimos<br />

asaltados por una peste pútrida. Y retrocedimos. Ya habíamos visto y comprendido...<br />

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