Caballo de Troya 6 - IDU
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estas voraces aves, engullendo a diestro y siniestro con sus afilados y amarillentos picos-saco. Formaban auténticos tumultos, imposibilitando las faenas de los irritados vecinos. Cada uno de estos ejemplares era capaz de engullir uno y dos kilos de pescado por día. Y los frenéticos pescadores los combatían con todos los medios a su alcance: fuego, redes lanzadas sobre las apretadas familias, piedras, palos y pescados previamente envenenados con tallos y hojas de adelfas. Era inútil. Cuando remataban a un centenar, otro millar ocupaba su puesto. Sólo en octubre, cuando remontaban el ruidoso vuelo hacia el yam, en dirección a la costa y al norte del Sinaí, volvían la paz y las buenas capturas. A estas corrientes migratorias se unían, naturalmente, las de flamencos, garzas, garcetas, espátulas, grullas y miles de ánades y patos que, a su vez, propiciaban otra floreciente «industria»: carne para las mesas de los más exigentes (en especial del ánade rabudo y del silbón), hígados triturados (una especie de paté) y plumas para adornos, almohadas, edredones y colchones. Por otro lado, como decía, a la derecha de la ruta por la que avanzábamos, la Gaulanitis disponía de una no menos próspera y envidiada fuente de riqueza. Sólo en algunos puntos del bajo Jordán, en Jericó, vimos algo semejante. Nunca alcanzamos a recorrerla en su totalidad. Era poco menos que imposible. La «olla» del Hule, con sus casi 28 kilómetros de norte a sur, por otros 10 de este a oeste, aparecía como uno de los vergeles más extensos e intensos de Palestina. Hasta la frontera marcada por los bosques, en el oriente, el inmenso «rectángulo» de 280 kilómetros cuadrados no presentaba un solo metro sin cultivar. Aquí y allá, al borde del camino o perdidas en la frondosidad de los minifundios, se alzaban decenas de aldeas o minialdeas, siempre fabricadas con cañas, juncos o papiros. Muchas de ellas, asentadas junto a los tumultuosos afluentes, eran literalmente barridas por las súbitas crecidas invernales. No importaba. Días después, los felah la reconstruían en los mismos lugares. Peor era el fuego. En más de una oportunidad fuimos testigos de rápidos e implacables incendios, que reducían los primitivos asentamientos a negras y humeantes manchas. Este tipo de cabañas, sin embargo, ofrecía notables ventajas. Una de ellas -la que más nos llamó la atención- era su movilidad. Hoy pasabas junto a un corro de chozos y, al día siguiente, la aldea se había evaporado. La explicación, sencilla y racional, estaba en los trabajos temporales. Cuando los felah eran reclamados para recolectar frutos y cosechas, si las plantaciones se hallaban retiradas, desmontaban las cañas gigantes, papiros o juncos, trasladándose al punto requerido con las «casas bajo el brazo o sobre los hombros». En mitad de semejante magnificencia, el «rey» del gan o jardín era, sin duda, el manzano. Meticulosamente alineados en el negro y volcánico nir (tierra arable), los imponentes árboles, de hasta doce metros de altura, dominaban 191
la práctica totalidad de la «olla». No creo que bajasen de cincuenta mil. Las afamadas tappuah sirias -blancas y rojas- eran exportadas a toneladas hasta los más recónditos mercados. Y junto a los fragantes manzanos, igualmente interminables, casi infinitos, otros curiosos y exóticos frutales. Dos de ellos, inéditos para nosotros: unos «albaricoques» (?) de pequeñas dimensiones, sedosos y ligeramente teñidos de rojo, importados, al parecer, de la remota China. Los romanos se los disputaban, comprando las dulcísimas cosechas de «armeniaca» mucho antes de que el árbol floreciese. Y entre manzanos y albaricoques, otra «perla» de la Gaulanitis: una «cereza» de color oro, enorme, de hasta cinco centímetros, reservada casi exclusivamente a ricos, sacerdotes y patricios. Un singular híbrido, nacido probablemente de la Prunus ursina, trasplantado también de la cercana Siria. Un fruto que, quizá, sirvió de inspiración a Salomón cuando, en el libro de los Proverbios (25, 11), escribe que «la palabra dicha a tiempo es como manzana de oro en bandeja cincelada en plata». Ni qué decir tiene que el paso por aquel vergel era una borrachera de perfumes, incrementada desde los cientos de «mata» (huertos) por la menta, el comino y el eneldo. A lo largo de toda la nata, al pie de los caminillos y pistas que se adentraban en las plantaciones y «matas», decenas de felah ofrecían al caminante montañas de hortalizas, hierbas aromáticas, verdes y apepinados mik-shak (melones), voluptuosas sandías de carne roja o amarilla, ácidos ethrog (unos refrescantes cidros de piel pálida y aromática llegados siglos antes desde la India) y, por supuesto, toda clase de potajes y la bendita y fría cerveza de cebada. Por esos mismos senderillos, una y otra vez, sin descanso, amanecían reatas de onagros, cargadas con cajas de cañas y juncos, rebosantes de frutas y verduras. Unas tomaban nuestra misma dirección, hacia Paneas o la carretera del este, y otras, presurosas, emprendían la marcha en dirección al yam y, supongo, hacia la Ciudad Santa. En el puente «13», próxima la «nona» (las tres de la tarde), optamos por hacer una pausa y comer algo. Poco antes, en el «11», el terreno inició un suave ascenso, alcanzando la cota de los 100 metros sobre el nivel del Mediterráneo (el Hule, como fue dicho, se hallaba a 68). A partir de allí, la ruta se empinaba, marcando 330 metros en las cercanías de Paneas. Debíamos reparar fuerzas y prepararnos para la penúltima etapa: la localización de Bet Jenn. A la sombra de una de las cabañas, rodeados de niños curiosos y preguntones, dimos buena cuenta de las ya escasas viandas: carne de res ahumada, huevos crudos y los apetitosos «buñuelos», obsequio de Sitio. Naturalmente, la mitad del postre fue a parar a manos de los revoltosos hijos de los felah. Frente a nosotros, hacia el noroeste, se destacaban en la lejanía las populosas ciudades de Dan y Daphne, casi asfixiadas por los pantanos. Algo más cerca, 192
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Y junto a los fragantes manzanos, igualmente interminables, casi infinitos,<br />
otros curiosos y exóticos frutales. Dos <strong>de</strong> ellos, inéditos para nosotros: unos<br />
«albaricoques» (?) <strong>de</strong> pequeñas dimensiones, sedosos y ligeramente teñidos<br />
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Gaulanitis: una «cereza» <strong>de</strong> color oro, enorme, <strong>de</strong> hasta cinco centímetros,<br />
reservada casi exclusivamente a ricos, sacerdotes y patricios. Un singular<br />
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montañas <strong>de</strong> hortalizas, hierbas aromáticas, ver<strong>de</strong>s y apepinados mik-shak<br />
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India) y, por supuesto, toda clase <strong>de</strong> potajes y la bendita y fría cerveza <strong>de</strong><br />
cebada.<br />
Por esos mismos sen<strong>de</strong>rillos, una y otra vez, sin <strong>de</strong>scanso, amanecían reatas<br />
<strong>de</strong> onagros, cargadas con cajas <strong>de</strong> cañas y juncos, rebosantes <strong>de</strong> frutas y<br />
verduras. Unas tomaban nuestra misma dirección, hacia Paneas o la carretera<br />
<strong>de</strong>l este, y otras, presurosas, emprendían la marcha en dirección al yam y,<br />
supongo, hacia la Ciudad Santa.<br />
En el puente «13», próxima la «nona» (las tres <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>), optamos por<br />
hacer una pausa y comer algo. Poco antes, en el «11», el terreno inició un<br />
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empinaba, marcando 330 metros en las cercanías <strong>de</strong> Paneas. Debíamos reparar<br />
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Jenn.<br />
A la sombra <strong>de</strong> una <strong>de</strong> las cabañas, ro<strong>de</strong>ados <strong>de</strong> niños curiosos y preguntones,<br />
dimos buena cuenta <strong>de</strong> las ya escasas viandas: carne <strong>de</strong> res ahumada,<br />
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la mitad <strong>de</strong>l postre fue a parar a manos <strong>de</strong> los revoltosos hijos <strong>de</strong> los felah.<br />
Frente a nosotros, hacia el noroeste, se <strong>de</strong>stacaban en la lejanía las populosas<br />
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