Caballo de Troya 6 - IDU

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Un «monopolio» que sería duramente cuestionado por un nuevo y magnífico «Yavé»: el Hijo del Hombre. ¡El puente «7»! Absortos en la animada charla, no tuvimos conciencia de lo avanzado. Según mis cálculos, al cruzar dicho puente podíamos encontrarnos a unos diez kilómetros del kan. Observamos el sol. Corría hacia el cénit. Quizá rondase la hora «quinta» (alrededor de las once). Según el último miliario, la ciudad de Paneas se hallaba a cosa de doce kilómetros. Eso representaba unas tres horas de marcha. Después, Bet Jenn. En otras palabras: si no surgían inconvenientes, hacia la «décima» (las cuatro de la tarde), estos exploradores estarían a las puertas de la aldea clave. De pronto caímos en la cuenta... ¿Dónde estaban los «kittim»? Ni en la encrucijada de Dabra ni en lo que llevábamos recorrido habían hecho acto de presencia. ¡Qué extraño! Los burreros no solían equivocarse... Y, confiados, proseguimos a buen ritmo,, fijando referencias y disfrutando del exuberante paisaje. Una de las providenciales referencias -de especial ayuda en futuras incursiones- corrió a cargo de los ríos que escapaban del este. Antes de alcanzar la orilla sur del Hule, a unos cinco kilómetros, se presentó el primero de los tributarios, de cierto porte, del padre Jordán. Desde allí, hasta Paneas o Cesárea de Filipo, contamos catorce. Todo un festival acuático. En 28 kilómetros..., ¡14 ríos! Pues bien, algunos de estos afluentes, próximos a cruces de caminos o lamiendo aldeas de cañas, fueron memorizados con un número. Así, por ejemplo, el «7» nos recordó Dera, otra minúscula población. Y el puente que lo burlaba recibió la misma referencia. El «14», por su parte, marcaba la inminente Paneas, a una milla romana. Y así sucesivamente... A partir del «7», justamente, el intenso trasiego de caravanas se vio notablemente incrementado con el transporte de dos productos típicos de la zona por la que circulábamos: el junco y el papiro. Abultados haces verdes y rosas cimbreaban a lomos de muías y asnos, rumbo al norte y al sur. Los primeros, los humildes agrnon o juncos de laguna, así como los rosas (Butomus utnbeüatus), crecían a millones en el Hule y en las decenas de charcas y pantanos que lo abrazaban por doquier. Tanto en Palestina, como en los países limítrofes, eran fundamentalmente empleados en la confección de alfombras y esteras. En cuanto a su «hermano», el papiro, los largos y triangulares tallos -de hasta cuatro metros de altura- constituían otro próspero negocio. Con ellos, además 189

del «papel», judíos y gentiles fabricaban decenas de artículos: barriles, ropa para los más pobres, cuerdas, sandalias, cestos, chozas, embarcaciones y un largo etcétera. En caso de hambruna, incluso los rizomas eran cocinados o consumidos crudos. Una costumbre igualmente exportada de Egipto, «inventor» del gomeh o papiro. Aunque no llegamos a probarlos, imaginé que el alto contenido en almidón de los citados Cyperus los hacía muy nutritivos. La prosperidad de aquella parte de la Gaulanitis, en definitiva, estaba asegurada. Por un lado, gracias a la inmensa «selva» que bullía a expensas de ríos y pantanos. A la izquierda de la ruta, desde el kan de Assi hasta las proximidades de Daphne, una población cercana a Dan, en el norte, juncos, papiros, cañas, adelfas y espadañas formaban un todo compacto e ininterrumpido. Una «jungla» de unos 23 kilómetros de longitud, de sur a norte, por otros 5 de este a oeste. Un intrincado laberinto de ríos y lagunas, infestado de mosquitos, aves y alimañas, en el que sólo se aventuraban los más diestros o necesitados. Una masa verde, trepidante y traicionera que no permitía el crecimiento de otras plantas y a la que los esforzados felah se veían obligados a hacer retroceder casi a diario. De vez en cuando, sobre las mansas y brillantes láminas de agua del Hule y de las lagunas mayores se distinguían pequeñas canoas de papiro, ya mencionadas por Job e Isaías. Avanzaban lentas, con las proas y popas afiladas y el «casco» panzudo e igualmente trenzado con cientos de tallos dorados. Probablemente pescaban. Y a cada grito o maniobra de los tripulantes, de la espesura -blancos, chillones y atolondrados- escapaban nutridos pelotones de aves acuáticas. Sería imposible describir la variedad y belleza de aquella fauna. Sólo en aves menores llegué a contabilizar más de cien especies. Pero lo más llamativo del Hule y de sus pantanos eran las innumerables cigüeñas y pelícanos. Por esas fechas, mediado agosto, llegaban las primeras oleadas migratorias procedentes del Bosforo. En varias oportunidades, entre agosto y octubre, calculé en más de trescientas mil las cigüeñas blancas y negras que hicieron un alto en la «olla» del Hule, antes de proseguir hacia el sur. La aparición de la Ciconia ciconia (cigüeña blanca), enorme, majestuosa e insaciable, era muy celebrada entre los felah. La presencia de miles de ejemplares, con sus picos y patas pintados en rojo, constituía un alivio para la campiña. Desde el alba hasta la puesta del sol caían inexorables sobre insectos, langostas, grillos y saltamontes, «limpiando» prácticamente huertos, frutales y plantaciones. En la «jungla» hacían igualmente estragos, devorando toda clase de anfibios y serpientes. Los pelícanos, en cambio, no eran bien recibidos. Para los pescadores de la desembocadura del Hule y de las grandes lagunas, los blancos y deformes Pelecanus onocrotalus eran una maldición. Desde finales de agosto o principios de septiembre, con los primeros migrado-res, las capturas disminuían sensiblemente. En ocasiones descendían sobre las aguas hasta diez mil de 190

Un «monopolio» que sería duramente cuestionado por un nuevo y magnífico<br />

«Yavé»: el Hijo <strong>de</strong>l Hombre.<br />

¡El puente «7»!<br />

Absortos en la animada charla, no tuvimos conciencia <strong>de</strong> lo avanzado. Según<br />

mis cálculos, al cruzar dicho puente podíamos encontrarnos a unos diez kilómetros<br />

<strong>de</strong>l kan.<br />

Observamos el sol. Corría hacia el cénit. Quizá rondase la hora «quinta»<br />

(alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> las once).<br />

Según el último miliario, la ciudad <strong>de</strong> Paneas se hallaba a cosa <strong>de</strong> doce kilómetros.<br />

Eso representaba unas tres horas <strong>de</strong> marcha. Después, Bet Jenn.<br />

En otras palabras: si no surgían inconvenientes, hacia la «décima» (las cuatro<br />

<strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>), estos exploradores estarían a las puertas <strong>de</strong> la al<strong>de</strong>a clave.<br />

De pronto caímos en la cuenta...<br />

¿Dón<strong>de</strong> estaban los «kittim»?<br />

Ni en la encrucijada <strong>de</strong> Dabra ni en lo que llevábamos recorrido habían hecho<br />

acto <strong>de</strong> presencia.<br />

¡Qué extraño! Los burreros no solían equivocarse...<br />

Y, confiados, proseguimos a buen ritmo,, fijando referencias y disfrutando <strong>de</strong>l<br />

exuberante paisaje.<br />

Una <strong>de</strong> las provi<strong>de</strong>nciales referencias -<strong>de</strong> especial ayuda en futuras incursiones-<br />

corrió a cargo <strong>de</strong> los ríos que escapaban <strong>de</strong>l este. Antes <strong>de</strong> alcanzar la<br />

orilla sur <strong>de</strong>l Hule, a unos cinco kilómetros, se presentó el primero <strong>de</strong> los<br />

tributarios, <strong>de</strong> cierto porte, <strong>de</strong>l padre Jordán. Des<strong>de</strong> allí, hasta Paneas o<br />

Cesárea <strong>de</strong> Filipo, contamos catorce. Todo un festival acuático. En 28 kilómetros...,<br />

¡14 ríos!<br />

Pues bien, algunos <strong>de</strong> estos afluentes, próximos a cruces <strong>de</strong> caminos o lamiendo<br />

al<strong>de</strong>as <strong>de</strong> cañas, fueron memorizados con un número. Así, por<br />

ejemplo, el «7» nos recordó Dera, otra minúscula población. Y el puente que<br />

lo burlaba recibió la misma referencia. El «14», por su parte, marcaba la<br />

inminente Paneas, a una milla romana. Y así sucesivamente...<br />

A partir <strong>de</strong>l «7», justamente, el intenso trasiego <strong>de</strong> caravanas se vio notablemente<br />

incrementado con el transporte <strong>de</strong> dos productos típicos <strong>de</strong> la zona<br />

por la que circulábamos: el junco y el papiro.<br />

Abultados haces ver<strong>de</strong>s y rosas cimbreaban a lomos <strong>de</strong> muías y asnos, rumbo<br />

al norte y al sur. Los primeros, los humil<strong>de</strong>s agrnon o juncos <strong>de</strong> laguna, así<br />

como los rosas (Butomus utnbeüatus), crecían a millones en el Hule y en las<br />

<strong>de</strong>cenas <strong>de</strong> charcas y pantanos que lo abrazaban por doquier. Tanto en Palestina,<br />

como en los países limítrofes, eran fundamentalmente empleados en<br />

la confección <strong>de</strong> alfombras y esteras.<br />

En cuanto a su «hermano», el papiro, los largos y triangulares tallos -<strong>de</strong> hasta<br />

cuatro metros <strong>de</strong> altura- constituían otro próspero negocio. Con ellos, a<strong>de</strong>más<br />

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