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Caballo de Troya 6 - IDU

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ecordará, en las cercanías <strong>de</strong> liberta<strong>de</strong>s, este rincón junto al lago Hule era<br />

también una «pesadilla». Otra <strong>de</strong>moledora realidad <strong>de</strong> la Palestina en la que<br />

se movió el Maestro. Una especie <strong>de</strong> tristísimo «almacén» <strong>de</strong> locos, enfermos<br />

y lisiados -sumamos más <strong>de</strong> sesenta-, perfecta y rigurosamente «controlados<br />

y marginados». Un gueto al que muy pocos se atrevían a llegar. Una humillante<br />

y humillada «al<strong>de</strong>a» que, sin embargo, no pasó <strong>de</strong>sapercibida para el<br />

tierno y magnánimo Hijo <strong>de</strong>l Hombre.<br />

En esos momentos no podíamos imaginar el <strong>de</strong>stacado protagonismo que<br />

alcanzarían los olvidados pupilos <strong>de</strong> Assi durante la vida <strong>de</strong> predicación <strong>de</strong><br />

Jesús <strong>de</strong> Nazaret. Un protagonismo, por cierto, <strong>de</strong>l que nadie habla en los<br />

textos sagrados (?)...<br />

Pero ésa, como habrá intuido el paciente lector <strong>de</strong> estas memorias, es otra<br />

historia. Una bellísima historia que -Dios lo quiera- espero relatar en su<br />

momento...<br />

Quizá fuera la hora «tercia» (alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> las nueve) <strong>de</strong> aquella luminosa<br />

mañana cuando, al fin, <strong>de</strong>sembocamos en la senda principal.<br />

No alcanzamos a ver a Assi, ni tampoco al pelirrojo, pero dimos por buena la<br />

experiencia.<br />

El tránsito <strong>de</strong> hombres y animales continuaba en auge.<br />

Me fijé en las caras. Muchas, risueñas. Otras, congestionadas por el calor y la<br />

marcha. Todas, en <strong>de</strong>finitiva, ajenas a lo que acontecía algo más allá, a setecientos<br />

pasos <strong>de</strong> don<strong>de</strong> nos encontrábamos...<br />

Me sentí impotente. Derrotado.<br />

Aquellos infelices no existían. No contaban. Peor aún: eran la vergüenza y el<br />

<strong>de</strong>scrédito <strong>de</strong> una nación.<br />

Proseguimos hacia el norte e, incapaz <strong>de</strong> sofocar tanta amargura, comencé a<br />

hablar solo, lamentando cuanto había visto.<br />

Mi hermano se hizo cargo e, intentando aliviar y repartir la «carga», me interrogó<br />

sobre el porqué <strong>de</strong> semejante situación.<br />

¿Quién era el culpable?<br />

Agra<strong>de</strong>cí el salvavidas. Fue muy oportuno.<br />

Ante nosotros, haciendo guiños <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la cumbre, se alzaba el gigante <strong>de</strong> los<br />

«cabellos nevados». Debía sosegarme. Era preciso que arrojara por la borda<br />

el lastre <strong>de</strong> aquel sufrimiento. El encuentro con el rabí <strong>de</strong> Galilea nos obligaba<br />

a permanecer atentos y con el ánimo limpio y estable. No podíamos distraernos.<br />

Era mucho lo que estaba en juego. Demasiado...<br />

Y aferrándome a la pregunta intenté simplificar.<br />

Para compren<strong>de</strong>r medianamente lo que representaba el kan <strong>de</strong>l esenio era<br />

necesario regresar a un viejo y ya comentado concepto judío: pecado =<br />

castigo divino = enfermedad.<br />

En el fondo -fui explicando a mi compañero- era tan simple como dramático.<br />

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