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Caballo de Troya 6 - IDU

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Uno, alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong>l cuello, lo fijaba al muro. Los otros, en las muñecas, anclados<br />

a sendas y cortas ca<strong>de</strong>nas, impedían que pudiera levantar los brazos<br />

más allá <strong>de</strong> treinta o cuarenta centímetros <strong>de</strong>l suelo.<br />

Al verme (?) giró la cabeza e intensificó los chillidos, pataleando e iniciando un<br />

violento y sistemático golpeteo <strong>de</strong> las cañas con el cráneo.<br />

En el extremo opuesto, a cuatro o cinco metros, otro individuo, también<br />

sentado, jugaba en silencio con sus manos. Las hacía aletear ante los ojos.<br />

Parecía absorto y divertido con los movimientos <strong>de</strong> los <strong>de</strong>dos.<br />

¡Dios mío!<br />

Empecé a enten<strong>de</strong>r...<br />

Un tercer autista, cubierto con un taparrabo, también joven y esquelético,<br />

marchaba <strong>de</strong> un lado a otro, rígido como un árbol y esquivando con habilidad<br />

los «bultos»<br />

que ocupaban el centro <strong>de</strong> la choza. Sostenía una sandalia. De pronto,<br />

siempre en los mismos lugares, se <strong>de</strong>tenía. Palpaba el calzado. Lo acercaba a<br />

la nariz y, tras olfatearlo, reanudaba el monótono y repetitivo paseo.<br />

¿Qué clase <strong>de</strong> kan era aquél?<br />

Mi compañero, intrigado, se unió a este <strong>de</strong>smoralizado explorador.<br />

En esos instantes, una <strong>de</strong> las «sombras» se levantó, aproximándose al<br />

ventanuco.<br />

Al entrar en el cañón <strong>de</strong> luz y <strong>de</strong>scubrir su aspecto, Eliseo, <strong>de</strong>scompuesto, se<br />

echó atrás.<br />

El «hombre», sin embargo, continuó avanzando. Llegó hasta quien esto escribe<br />

y, esbozando una difícil sonrisa, preguntó:<br />

-¿Sois nuevos?<br />

Tuve que hacer un esfuerzo. La garganta, seca ante aquel espanto, se negó a<br />

respon<strong>de</strong>r.<br />

El infeliz, haciéndose cargo, bajó los ojos y, humillado, hizo a<strong>de</strong>mán <strong>de</strong> volver<br />

a la penumbra.<br />

-Sí -balbuceé como pu<strong>de</strong>-. Somos nuevos...<br />

La sonrisa regresó y me estudió <strong>de</strong>tenidamente.<br />

El individuo, entrado en años, sufría un mal «repugnante». Una dolencia <strong>de</strong> la<br />

que no tenía culpa alguna y que, no obstante, provocaba un absoluto rechazo<br />

social. La casi totalidad <strong>de</strong>l rostro aparecía cubierta por una <strong>de</strong>nsa mata <strong>de</strong><br />

pelo negro. Unos pelos largos, <strong>de</strong> hasta diez centímetros, que, unidos al<br />

enrojecimiento <strong>de</strong> la conjuntiva y a la masiva caída <strong>de</strong> dientes, le daban un<br />

aire feroz. Si no recordaba mal, el «hombre» pa<strong>de</strong>cía lo que la Medicina<br />

<strong>de</strong>nomina «hipertricosis lanuginosa congénita». Un hirsutismo o abundancia<br />

<strong>de</strong> pelo duro y recio que, generalmente, prolifera por todo el cuerpo, salvo las<br />

palmas <strong>de</strong> las manos y las plantas <strong>de</strong> los pies. Un problema no muy común,<br />

probablemente <strong>de</strong> carácter hereditario (autosómico dominante), que convertía<br />

a estos infortunados en «sanguinarios hombres lobo», «cara <strong>de</strong> perro»<br />

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