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en la piel, brutales e intencionadamente resaltadas, que hacían las veces <strong>de</strong><br />
los tradicionales tatuajes pintados. Tal y como averiguaríamos más a<strong>de</strong>lante,<br />
algo bastante habitual entre las razas africanas.<br />
Superada en parte la crisis, el negro volvió a sentarse y, sin <strong>de</strong>jar <strong>de</strong> gesticular<br />
rompió a reír. Y las carcajadas, sonoras e interminables, atronaron el<br />
kan, poniendo en ruga a las aves <strong>de</strong>l cañaveral.<br />
Nos encontrábamos, en efecto, ante un <strong>de</strong>sequilibrado. Un pobre infeliz que<br />
permanecía enca<strong>de</strong>nado día y noche.<br />
Semanas más tar<strong>de</strong>, en una segunda visita al triste lugar, esta vez en la<br />
compañía <strong>de</strong>l Maestro, Assi, el auxiliador, me proporcionó algunos datos<br />
complementarios que dieron una pista sobre el mal que aquejaba al muchacho<br />
negro. El esclavo, recogido en el kan <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hacía años, era víctima <strong>de</strong><br />
un síndrome poco común, ligado a la locura. Una dolencia que en nuestro<br />
tiempo recibe el nombre <strong>de</strong> amok. Un mal, <strong>de</strong> origen oscuro, que le hacía<br />
estallar en frecuentes y repentinos ataques <strong>de</strong> ira, golpeando e hiriendo a<br />
cuantos se cruzasen en su camino. La peligrosidad <strong>de</strong>l sujeto obligó a enca<strong>de</strong>narlo<br />
y aislarlo. Verda<strong>de</strong>ramente, en aquella época y con los rudimentarios<br />
medios al alcance <strong>de</strong>l paciente esenio, no había <strong>de</strong>masiadas alternativas...<br />
Una <strong>de</strong>sgarradora secuencia <strong>de</strong> chillidos nos sacó <strong>de</strong> la atenta observación <strong>de</strong>l<br />
enca<strong>de</strong>nado.<br />
Mi hermano, nervioso, suplicó que lo <strong>de</strong>jara. Ya era suficiente...<br />
Pero la curiosidad tiró <strong>de</strong> mí. Allí, efectivamente, sucedía algo extraño. El kan<br />
no estaba vacío ni abandonado.<br />
Eliseo, intuitivo, pronosticó nuevos sobresaltos.<br />
No repliqué. Intenté localizar el lugar <strong>de</strong>l que partían los gritos y, a gran<strong>de</strong>s<br />
zancadas, me dirigí a él.<br />
El ingeniero, maldiciendo su estampa, no tuvo más remedio que seguirme.<br />
Nunca imaginé lo que encerraban aquellas chozas...<br />
Afortunadamente, todas disponían <strong>de</strong> dos o tres ventanucos, altos y estrechos,<br />
<strong>de</strong> apenas una cuarta, por los que tan sólo penetraban la luz y las inevitables<br />
nubes <strong>de</strong> insectos.<br />
Al principio, al asomarme, la penumbra me confundió. Creí que se trataba <strong>de</strong><br />
animales. Y, en cierto modo, así era...<br />
De pie y tumbados distinguí bultos. Diez o quince.<br />
¡Dios bendito!<br />
A los pocos segundos, acostumbrado a la cuasi oscuridad, comprendí. Retrocedí<br />
incrédulo. Pero los afilados chillidos me empujaron <strong>de</strong> nuevo hasta la<br />
«tronera».<br />
A la izquierda <strong>de</strong>l habitáculo, sentado y con la espalda pegada a la pared <strong>de</strong><br />
cañas, se hallaba el autor <strong>de</strong>l griterío. No tendría más <strong>de</strong> diez o doce años.<br />
Aparecía igualmente enca<strong>de</strong>nado. Tres pesados grilletes lo inmovilizaban.<br />
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