Caballo de Troya 6 - IDU

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Comprendí. Había tenido un sueño. Un extraño y absurdo sueño... ¿Absurdo? Cuando retornamos al Ravid y consulté el ordenador quedé perplejo. El orto solar, en aquel domingo, 19 de agosto del año 25, se registró a las 4 horas, 55 minutos y 44 segundos... Increíble. Casi las cinco... A.M., claro está. Y durante un tiempo no supe qué pensar. ¿Fue una coincidencia? ¿Fue una casualidad que este explorador escribiera en el sueño las «cinco A.M.» y la salida del sol, en esos instantes, cuando finalizaba la ensoñación, se produjera también a la misma hora? Evidentemente fue un sueño. De eso no hay duda. Pero ¿qué clase de ensoñación? ¿Por qué el Maestro aseguró que no era un sueño? ¿Absurdo? Más adelante, recién estrenada la vida de predicación, comprobaría que, a veces, lo supuestamente «absurdo» es lo más real... Y llegarían las «explicaciones». Unas «explicaciones» sobrecogedoras. Jamás vimos cosa igual... Definitivamente, nada es azar. Verdaderamente, Caballo de Troya fue algo «mágico»... Sitio, silenciosa, sirvió el desayuno. Parecía contrariada por nuestra partida. Leche caliente, tortas de flor de harina recién horneadas, requesón y dátiles. Pagamos y, en el portalón, triste y agradecida, rogó que no la olvidáramos. Asentimos. Entonces, nerviosa, suplicó que aceptáramos un humilde presente. Tomó mis manos y depositó en ellas una de las pequeñas planchas de madera que decoraban la posada. La leyenda me conmovió: «Creí no tener nada, pero, al descubrir la esperanza, comprendí que lo tenía todo.» La abracé, agradeciendo la gentileza. Después le tocó el turno a Eliseo. Le entregó una bolsita de arpillera y, sonriente, aclaró: -Son «sueños»... La abrió con curiosidad y extrajo otra de las especialidades de la cocinera: buñuelos rellenos de coco, almendras, mantequilla, canela, miel y especias. Un dulce similar a la baklavá. Una receta aprendida -aseguró- de los «misioneros» griegos que conoció en Tiro. Mi hermano enrojeció. No supo qué decir. «Sueños»... ¡Qué casualidad! Y poco amantes de las despedidas nos alejamos del lugar. Algún tiempo después, como decía, el Destino nos conduciría de nuevo ante la presencia de aquel entrañable ser humano. En esa oportunidad, sin embargo, acom- 167

pañados. Muy bien acompañados... Aprovechamos la tibieza del amanecer y, descansados, decididos y, sobre todo, pictóricos, nos encaminamos hacia el siguiente objetivo: el lago Hule. Mi hermano parecía haber olvidado al pelirrojo. Así que guardé silencio sobre la reciente ensoñación. ¿Para qué remover sentimientos? El panorama cambió. La relativa paz de la jornada anterior se esfumó. Y la senda se presentó tal y como era: bulliciosa, plena de gritos, de burreros siempre con las varas en alto, de sudor y de invisibles cantos y trinos en las profundidades del bosque. Nada más cruzar el puentecillo de troncos nos vimos desbordados por un febril ir y venir de hombres y reatas. Aquél sí era el auténtico y cotidiano rostro de la ruta. Procedentes del norte, del Hermón, marchaban nerviosas las últimas y rezagadas hileras de onagros, cargados hasta los topes con la preciada y preciosa nieve de las cumbres. Los arreadores, conscientes del retraso, fustigaban a los animales, obligándolos a trotar. Más de una vez estuvimos a punto de ser arrollados. En dirección contraria, hacia el Hule, nos vimos igualmente rebasados por otras no menos inquietas y castigadas reatas de asnos y muías. Las prisas eran lógicas. En cuestión de horas, el sol de agosto apretaría, poniendo en apuros las delicadas cargas de pescado del vara. A pesar de la sal y de las densas ramas de helecho, las tórridas temperaturas lo hacían peligrar. Media hora después de la partida, el terreno, benévolo, se inclinó. E inició un suave y gratificante descenso. Salimos de una curva y, de pronto, los cielos nos obsequiaron con un espectáculo difícil de olvidar. El miliario de turno, puntual y en blanco y negro, anunció la distancia al Hule: tres millas romanas (casi cuatro kilómetros). Majestuoso. Sencillamente, majestuoso... Nos detuvimos y, felices, nos bebimos el paisaje. Los relojes del módulo debían de marcar las seis. Al fondo, a cosa de treinta kilómetros, tumbada a lo largo del frente norte, presidiendo y mandando, nos saludó la cadena del Hermón. La nieve, refugiada en lo alto, despertaba inmaculada y naranja, obediente a los suaves toques de la luz rasante. ¡Allí estaba nuestro Hombre! Desde sus 2814 metros de altitud, el macizo resbalaba verde, azul y negro en todas direcciones. Eran las «raíces» los «pies» de un gigante de 60 kilómetros de longitud. Decenas de colinas compartiendo silencio y el mullido abrigo de pinares, encinares, robledales y el soberano del lugar, el altivo cedro. ¡Magnífico! Jesús de Nazaret había elegido acertadamente. 168

pañados. Muy bien acompañados...<br />

Aprovechamos la tibieza <strong>de</strong>l amanecer y, <strong>de</strong>scansados, <strong>de</strong>cididos y, sobre<br />

todo, pictóricos, nos encaminamos hacia el siguiente objetivo: el lago Hule.<br />

Mi hermano parecía haber olvidado al pelirrojo. Así que guardé silencio sobre<br />

la reciente ensoñación. ¿Para qué remover sentimientos?<br />

El panorama cambió.<br />

La relativa paz <strong>de</strong> la jornada anterior se esfumó. Y la senda se presentó tal y<br />

como era: bulliciosa, plena <strong>de</strong> gritos, <strong>de</strong> burreros siempre con las varas en<br />

alto, <strong>de</strong> sudor y <strong>de</strong> invisibles cantos y trinos en las profundida<strong>de</strong>s <strong>de</strong>l bosque.<br />

Nada más cruzar el puentecillo <strong>de</strong> troncos nos vimos <strong>de</strong>sbordados por un<br />

febril ir y venir <strong>de</strong> hombres y reatas.<br />

Aquél sí era el auténtico y cotidiano rostro <strong>de</strong> la ruta.<br />

Proce<strong>de</strong>ntes <strong>de</strong>l norte, <strong>de</strong>l Hermón, marchaban nerviosas las últimas y rezagadas<br />

hileras <strong>de</strong> onagros, cargados hasta los topes con la preciada y preciosa<br />

nieve <strong>de</strong> las cumbres. Los arreadores, conscientes <strong>de</strong>l retraso, fustigaban<br />

a los animales, obligándolos a trotar. Más <strong>de</strong> una vez estuvimos a<br />

punto <strong>de</strong> ser arrollados.<br />

En dirección contraria, hacia el Hule, nos vimos igualmente rebasados por<br />

otras no menos inquietas y castigadas reatas <strong>de</strong> asnos y muías. Las prisas<br />

eran lógicas. En cuestión <strong>de</strong> horas, el sol <strong>de</strong> agosto apretaría, poniendo en<br />

apuros las <strong>de</strong>licadas cargas <strong>de</strong> pescado <strong>de</strong>l vara. A pesar <strong>de</strong> la sal y <strong>de</strong> las<br />

<strong>de</strong>nsas ramas <strong>de</strong> helecho, las tórridas temperaturas lo hacían peligrar.<br />

Media hora <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la partida, el terreno, benévolo, se inclinó. E inició un<br />

suave y gratificante <strong>de</strong>scenso.<br />

Salimos <strong>de</strong> una curva y, <strong>de</strong> pronto, los cielos nos obsequiaron con un espectáculo<br />

difícil <strong>de</strong> olvidar.<br />

El miliario <strong>de</strong> turno, puntual y en blanco y negro, anunció la distancia al Hule:<br />

tres millas romanas (casi cuatro kilómetros).<br />

Majestuoso. Sencillamente, majestuoso...<br />

Nos <strong>de</strong>tuvimos y, felices, nos bebimos el paisaje. Los relojes <strong>de</strong>l módulo<br />

<strong>de</strong>bían <strong>de</strong> marcar las seis.<br />

Al fondo, a cosa <strong>de</strong> treinta kilómetros, tumbada a lo largo <strong>de</strong>l frente norte,<br />

presidiendo y mandando, nos saludó la ca<strong>de</strong>na <strong>de</strong>l Hermón.<br />

La nieve, refugiada en lo alto, <strong>de</strong>spertaba inmaculada y naranja, obediente a<br />

los suaves toques <strong>de</strong> la luz rasante.<br />

¡Allí estaba nuestro Hombre!<br />

Des<strong>de</strong> sus 2814 metros <strong>de</strong> altitud, el macizo resbalaba ver<strong>de</strong>, azul y negro en<br />

todas direcciones. Eran las «raíces» los «pies» <strong>de</strong> un gigante <strong>de</strong> 60 kilómetros<br />

<strong>de</strong> longitud. Decenas <strong>de</strong> colinas compartiendo silencio y el mullido abrigo <strong>de</strong><br />

pinares, encinares, robledales y el soberano <strong>de</strong>l lugar, el altivo cedro.<br />

¡Magnífico!<br />

Jesús <strong>de</strong> Nazaret había elegido acertadamente.<br />

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