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A la <strong>de</strong>recha y al frente, en forma <strong>de</strong> «L», se levantaba el negro y hostil<br />
edificio <strong>de</strong> la posada. Una viejísima y estirada casona <strong>de</strong> dos plantas, tan<br />
aburrida y mal encarada como los burros. En la parte baja, a través <strong>de</strong> siete<br />
oscuros y corpulentos arcos, se adivinaban los establos, probablemente vacíos.<br />
Y en la zona superior, la típica y tradicional galería, proporcionando<br />
cobijo a una treintena <strong>de</strong> menguadas y <strong>de</strong>slucidas puertas <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra. Casi<br />
con seguridad, las habitaciones <strong>de</strong> los clientes. En los extremos <strong>de</strong> la «L»,<br />
sendas escaleras <strong>de</strong> piedra, empotradas en los muros, permitían el acceso al<br />
corredor y a las celdas. En lo alto <strong>de</strong> los peldaños, colgadas <strong>de</strong> los dinteles,<br />
aparecían otras tantas cortinas rojas. Aquello, en todas las posadas, anunciaba<br />
que aún quedaba sitio para posibles y rezagados caminantes.<br />
Ante lo avanzado <strong>de</strong>l caluroso agosto, y la coinci<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong>l sábado, era<br />
presumible que el lugar se hallara casi vacío. No nos equivocamos.<br />
Eliseo reparó en «algo» que <strong>de</strong>stacaba en la muralla <strong>de</strong> la izquierda, a escasa<br />
altura por encima <strong>de</strong>l pozo. Curioso, como siempre, se aproximó. Y le seguí,<br />
un tanto <strong>de</strong>sconcertado por el absoluto silencio.<br />
Se trataba <strong>de</strong> un cartel, con una leyenda en koiné y arameo, grabada a fuego<br />
en una plancha <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra.<br />
«No arrojes piedras a la fuente <strong>de</strong> la que has bebido.»<br />
El aviso era bastante común en pozos y «alas <strong>de</strong>l pájaro» (fuentes).<br />
En la parte inferior, el responsable <strong>de</strong>l albergue, harto <strong>de</strong> la pésima educación<br />
<strong>de</strong> muchos <strong>de</strong> los visitantes, había añadido:<br />
«Y no orines en los abreva<strong>de</strong>ros.»<br />
Los asnos, displicentes, mantuvieron la distancia, jugueteando con el agua y<br />
rebuscando entre las milagrosas hierbas que coloreaban las juntas <strong>de</strong> las<br />
losas.<br />
De pronto, un súbito repiqueteo nos sacó <strong>de</strong> la atenta lectura. Al volvernos<br />
<strong>de</strong>scubrimos frente a uno <strong>de</strong> los arcos a una mujer que, danzando, se<br />
aproximaba hacia nosotros.<br />
Nos miramos <strong>de</strong>sconcertados.<br />
Solicité calma. Aquélla era otra <strong>de</strong> las costumbres entre los posa<strong>de</strong>ros. Sobre<br />
todo, cuando los clientes escaseaban. En muchos albergues, patrones o<br />
empleados salían al encuentro <strong>de</strong> los viajeros y, bailando, prometían toda<br />
suerte <strong>de</strong> placeres si aceptaban entrar y alojarse en sus dominios.<br />
Sensual, contoneándose y sin <strong>de</strong>jar <strong>de</strong> golpear unas blancas castañuelas <strong>de</strong><br />
ma<strong>de</strong>ra, terminó por llegar a nuestra altura.<br />
Eliseo, <strong>de</strong>scompuesto, hizo ímprobos esfuerzos para no soltar una más que<br />
justificada carcajada. Lo fulminé con la mirada aunque, verda<strong>de</strong>ramente, la<br />
estampa resultaba tragicómica.<br />
Sonriente, envuelta en una vaporosa túnica <strong>de</strong> seda ver<strong>de</strong>, la esquelética<br />
«aparición» prosiguió el baile, girando sobre sí misma y brincando <strong>de</strong> vez en<br />
cuando con un más que dudoso donaire.<br />
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