Caballo de Troya 6 - IDU

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26.10.2014 Views

parásito de la encina, un insecto denominado precisamente «púrpura». Pero la escasez del mismo, y lo laborioso del proceso, convertían dicha púrpura «descafeinada» en un producto más caro, incluso, que la genuina. De los puertos de Tiro, Biblos, etc., llegaban también a esta «arteria» infinidad de convoyes o comerciantes solitarios, cargando un producto que nos maravilló: toda clase de esculturas -ídolos, animales y bellísimas representaciones de ciudades en miniatura- talladas en marfil, previamente adquirido en Asia, África y en las remotas costas de la Europa septentrional. Los había de elefante y de morsa. De estos talleres fenicios partía igualmente la más nutrida y artística colección de vasijas de oro, plata y bronce que se pueda imaginar. Con una delicadeza exquisita, los laboriosos alfareros de Sidón consiguieron vidriar la arcilla, obteniendo jarrones, platos y diminutos frascos de perfume que nada tenían que envidiar al vidrio auténtico. También la lejana Cartago formaba parte de esta intrincada red comercial, ofreciendo, sobre todo, «algo» que se puso de moda entre las amas de casa de la región: huevos de avestruz, previamente vaciados, y decorados con vivos colores. Algunos alcanzaban precios exorbitantes. Los judíos ortodoxos, sin embargo, los rechazaban, calificando a los compradores de idólatras. Y no fueron pocas las peleas y disputas que se suscitaron a raíz de esta «novedad». (Como se recordará, Yavé prohibía la representación de imágenes.) Por esta concurrida vía entraban, asimismo, los más sorprendentes productos: alcachofas, garum y pescado en salmuera de Iberia; armas, brazaletes y collares de Cirene; carne en adobo de la Galia; miel y queso de Sicilia; gansos de Bélgica; minerales de Germania, Gran Bretaña, Italia y África; lino y trigo de Egipto; vino de las campiñas griegas, chipriotas e italianas; marisco de Córcega; cítricos de Numidia y, naturalmente, la producción de la propia Gaulanitis (papiro, cañas y aves de las lagunas del Hule, la apreciada carne de vacuno de sus siempre verdes pastos norteños, trigo, cebada, miel, flores y pescado, entre otras especialidades). Mercados del este y del sur. Si lo ya mencionado resultaba a todas luces abrumador, lo que viajaba de las misteriosas China e India y desde Arabia, mar Rojo, Nubia, etc., no le iba a la zaga. Cuando las vistosas caravanas desembocaban al fin en el alto Jordán, bien por la ruta de Damasco o por el sur del yam, la congestión provocaba innumerables y endiablados atascos, ora divertidos, ora trágicos, con los consiguientes altercados, confusiones, peleas y abusos de todo tipo. Éste, insisto, era el paisaje habitual que contempló el Maestro y cuantos le acompañamos en sus frecuentes idas y venidas por la Gaulanitis. Procedentes de la anciana y mítica senda de la seda, hindúes y orientales, de mil pelajes y condición, atravesaban Israel ofreciendo primorosas alfombras, pimienta, nardo, algodón, caballos, finísimos instrumentos musicales, rosas 141

secas, jade, la inevitable y preciada seda y hasta juegos malabares. Era una delicia... Desde el principio, estos exploradores disfrutaron con aquel maremágnum de gentes, en general abiertas, respetuosas y deseosas de complacer. Y no digamos el Hijo del Hombre... Pero debo contenerme. Todo a su debido tiempo. Quizá los más espectaculares eran los traficantes árabes, originarios, en su mayoría, de los reinos de Saba, la Nabatea y los austeros desiertos del Nafud, al norte de Arabia. La gente menuda, sobre todo, los recibía con especial entusiasmo. Los altos «barcos del desierto» (los camellos), siempre malhumorados y respondones, los blancos y generosos abba de algodón de los hombres, los alegres y multicolores ropajes de las beduinas -con los rostros tatuados-, las tiendas de pieles, los halcones encapuchados que habitualmente los acompañaban y las cálidas danzas y gritos rituales hacían de este pueblo todo un espectáculo. Y a su paso, chicos y grandes quedaban hipnotizados. Con ellos llegaba la mirra (vital para la elaboración de perfumes y cosméticos), el costoso bálsamo (en dura competencia con el cultivado en Jericó y en el oasis de En Gedi, en la costa occidental del mar Muerto), los voluminosos cestos de incienso (consumido a toneladas en el Templo de la Ciudad Santa), el alquitrán (imprescindible para calafatear embarcaciones y embalsamar cadáveres), otras finas maderas como el boj y el cidro, pájaros exóticos de las costas e islas del mar Rojo y del golfo Pérsico y el no menos buscado índigo (un colorante natural que embellecía los tejidos y que hacía furor entre las clases adineradas). Eliseo, efectivamente, llevaba razón. Tuvimos suerte. El Destino, una vez más, fue compasivo. Aquel sábado fue una excepción. El tráfico, debido, quizá, a lo caluroso del mes de elul (agosto), era casi nulo. Y al fin alcanzamos el miliario que anunciaba el desvío hacia la vecina población de Jaraba. Impacientes, aceleramos... Allí -cómo no- nos aguardaban el Destino..., y «alguien» más. ¿Cómo íbamos a imaginar algo así? Pero allí estaba... A escasa distancia de la encrucijada, en uno de los puntos más alejados del Jordán (alrededor de dos kilómetros), divisamos un notable tumulto. Instintivamente aliviamos la marcha. El camino se hallaba materialmente tomado por una reata de bestias. Y empezamos a distinguir gritos y las inevitables maldiciones. Mi hermano torció el gesto, intuyendo problemas. Esta vez tampoco se 142

secas, ja<strong>de</strong>, la inevitable y preciada seda y hasta juegos malabares.<br />

Era una <strong>de</strong>licia...<br />

Des<strong>de</strong> el principio, estos exploradores disfrutaron con aquel maremágnum <strong>de</strong><br />

gentes, en general abiertas, respetuosas y <strong>de</strong>seosas <strong>de</strong> complacer. Y no<br />

digamos el Hijo <strong>de</strong>l Hombre...<br />

Pero <strong>de</strong>bo contenerme. Todo a su <strong>de</strong>bido tiempo.<br />

Quizá los más espectaculares eran los traficantes árabes, originarios, en su<br />

mayoría, <strong>de</strong> los reinos <strong>de</strong> Saba, la Nabatea y los austeros <strong>de</strong>siertos <strong>de</strong>l Nafud,<br />

al norte <strong>de</strong> Arabia. La gente menuda, sobre todo, los recibía con especial<br />

entusiasmo.<br />

Los altos «barcos <strong>de</strong>l <strong>de</strong>sierto» (los camellos), siempre malhumorados y<br />

respondones, los blancos y generosos abba <strong>de</strong> algodón <strong>de</strong> los hombres, los<br />

alegres y multicolores ropajes <strong>de</strong> las beduinas -con los rostros tatuados-, las<br />

tiendas <strong>de</strong> pieles, los halcones encapuchados que habitualmente los acompañaban<br />

y las cálidas danzas y gritos rituales hacían <strong>de</strong> este pueblo todo un<br />

espectáculo. Y a su paso, chicos y gran<strong>de</strong>s quedaban hipnotizados.<br />

Con ellos llegaba la mirra (vital para la elaboración <strong>de</strong> perfumes y cosméticos),<br />

el costoso bálsamo (en dura competencia con el cultivado en Jericó y en el<br />

oasis <strong>de</strong> En Gedi, en la costa occi<strong>de</strong>ntal <strong>de</strong>l mar Muerto), los voluminosos<br />

cestos <strong>de</strong> incienso (consumido a toneladas en el Templo <strong>de</strong> la Ciudad Santa),<br />

el alquitrán (imprescindible para calafatear embarcaciones y embalsamar<br />

cadáveres), otras finas ma<strong>de</strong>ras como el boj y el cidro, pájaros exóticos <strong>de</strong> las<br />

costas e islas <strong>de</strong>l mar Rojo y <strong>de</strong>l golfo Pérsico y el no menos buscado índigo<br />

(un colorante natural que embellecía los tejidos y que hacía furor entre las<br />

clases adineradas).<br />

Eliseo, efectivamente, llevaba razón. Tuvimos suerte. El Destino, una vez más,<br />

fue compasivo.<br />

Aquel sábado fue una excepción. El tráfico, <strong>de</strong>bido, quizá, a lo caluroso <strong>de</strong>l<br />

mes <strong>de</strong> elul (agosto), era casi nulo.<br />

Y al fin alcanzamos el miliario que anunciaba el <strong>de</strong>svío hacia la vecina población<br />

<strong>de</strong> Jaraba.<br />

Impacientes, aceleramos...<br />

Allí -cómo no- nos aguardaban el Destino..., y «alguien» más.<br />

¿Cómo íbamos a imaginar algo así?<br />

Pero allí estaba...<br />

A escasa distancia <strong>de</strong> la encrucijada, en uno <strong>de</strong> los puntos más alejados <strong>de</strong>l<br />

Jordán (alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> dos kilómetros), divisamos un notable tumulto.<br />

Instintivamente aliviamos la marcha.<br />

El camino se hallaba materialmente tomado por una reata <strong>de</strong> bestias. Y<br />

empezamos a distinguir gritos y las inevitables maldiciones.<br />

Mi hermano torció el gesto, intuyendo problemas. Esta vez tampoco se<br />

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