Caballo de Troya 6 - IDU

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26.10.2014 Views

o nada tenía que ver con lo hoy conocido. Por lo que fuimos descubriendo, una ardilla del Hermón hubiera podido descender hasta el mar Muerto sin tocar el suelo... En primera línea, respetuosos con el anciano olivar, se apretaban los dulces algarrobos -los haruv del Talmud y de la Misná-, con sus copas anchas, abiertas y hospitalarias a todas las aves. Por detrás, desafiantes y engreídos, los egoz, los gigantescos nogales persas de treinta metros de altura, listos para dar fruto. Y entre el denso y aromático ramaje, sus «primos», los nogales negros, unos intrusos y ladrones de luz de hasta cincuenta metros. Prudentes, los galileos habían trazado numerosos cortafuegos que se adentraban y perdían en la floresta. Semanas más tarde, en una inolvidable incursión en aquellos bosques, siguiendo, naturalmente, al Hijo del Hombre, mi hermano y yo disfrutaríamos de una excelente ocasión para explorarlos y conocer de cerca la vida de otro gremio apasionante: los leñadores. Ni qué decir tiene que uno de esos «leñadores» era, justamente, el entrañable y siempre sorprendente rabí. Allí, en alguna parte, ocultas entre nogales y algarrobos, se alzaban tres aldeas -Dardara, Batra y Gamala-, básicamente afanadas en la recolección de la keraíia (la dulce vaina del haruv), de la nuez y en la tala del egoz negro, de madera dura y homogénea, muy apreciada por carpinteros y ebanistas de interiores. El avance, en fin, fue un espectáculo... Cubrimos en solitario y sin problemas los siguientes dos kilómetros y medio y, al llegar a la altura del miliario que anunciaba la población de Jaraba (a dos millas romanas: 2 364 metros), «algo» nos detuvo. Inspeccionamos los alrededores pero, a simple vista, no detectamos el origen del prolongado y sordo «martilleo» que eclipsaba el familiar y monótono «chirriar» de las incansables cigarras. Eliseo señaló el cielo. A pesar del fortísimo calor -quizá rondase los 35° Celsius-, inquietas bandadas de pájaros flotaban y descendían sobre los barbechos, atacando a «algo» que, en la distancia, fuimos incapaces de distinguir. Proseguimos despacio, con cautela, imaginando -no sé por qué- una plaga de serpientes. Quizá víboras, tan abundantes en el estío y, sobre todo, en las zonas rocosas. Un centenar de pasos más adelante obtuvimos puntual respuesta. Mi hermano, desconcertado, se echó atrás. Los había a millares... El camino, las plantaciones de la izquierda y los campos y bloques basálticos de la derecha eran un hervidero. ¿Qué hacíamos? 133

«Aquello» nos cortaba literalmente el paso. No parecían agresivos, pero... Eliseo, decidido, tocó uno de los increíbles ejemplares con la punta de la sandalia. Al momento, el «individuo» escapó con un ágil y vertiginoso salto, con tan mala fortuna que fue a topar y a engancharse en el pecho del sorprendido ingeniero. Se lo quitó de encima a palmetazos y, lívido, me interrogó con la mirada. Poco faltó para que me echara a reír. Pero el susto de mí amigo recomendó prudencia... Pensé en despejar la senda con el láser de gas. La «carnicería», sin embargo, se me antojó desproporcionada. Sólo quedaba una alternativa: cruzar la plaga lo más rápidamente posible. La «piel de serpiente» nos protegería... Y dicho y hecho. Embozados en los mantos y a la carrera, los exploradores se lanzaron por la pista, triturando a cada zancada varias de aquellas «máquinas devoradoras». Al dejar atrás el «infierno verde», jadeantes y sudorosos, no pudimos ocultar una punzante sensación de ridículo y rompimos a reír como pobres e impotentes tontos. Cuando se presentó la ocasión, «Santa Claus» dio cumplida cuenta de la naturaleza y «actividadede semejantes insectos. Porque de eso se trataba, de otra de las plagas habituales del verano en la Palestina que conoció Jesús. Según el ordenador, estos gigantescos ortópteros -de diez y doce centímetros de longitud- recibían el nombre de Saga ephippigera, aunque los judíos los bautizaron como «devoradores verdes»..., y con razón. Los enormes saltamontes, con alas rudimentarias, presentaban una tonalidad verde botella con franjas blancas o marrones en el vientre. Y allí donde se trasladaban teñían el lugar de verde muerte. Nada se resistía a su voracidad: plantas, otros insectos, ranas, lagartos, serpientes y hasta pájaros del tamaño de una golondrina. Se desarrollaban con la primavera y en el verano -al igual que las langostas- migraban por todo Israel, asolando cuanto surgía a su paso. En varias oportunidades, a lo largo de aquel tercer «salto», tendríamos la mala fortuna de tropezar con los saga. Y la experiencia fue siempre desagradable. Los órganos bucales, enormes, hacían presa en la piel, cortándola como una navaja. Durante la noche se mostraban especialmente activos. Si uno dormía al raso, de pronto, sin previo aviso, podía verse materialmente «enterrado» por los «devoradores», que no distinguían plantas, animales o seres humanos. Los felah los combatían a duras penas con el auxilio del fuego y, por supuesto, con la inestimable ayuda de las aves, que se precipitaban sobre ellos en grandes bandadas. Si alguno de los pájaros, sin embargo, era atacado simultáneamente por los saga difícilmente llegaba a remontar el vuelo. En segundos, otros «devoradores» caían sobre él, dejándolo en los huesos. En este caso, los penetrantes silbidos de los multicolores abejarucos alertaron 134

«Aquello» nos cortaba literalmente el paso. No parecían agresivos, pero...<br />

Eliseo, <strong>de</strong>cidido, tocó uno <strong>de</strong> los increíbles ejemplares con la punta <strong>de</strong> la<br />

sandalia. Al momento, el «individuo» escapó con un ágil y vertiginoso salto,<br />

con tan mala fortuna que fue a topar y a engancharse en el pecho <strong>de</strong>l sorprendido<br />

ingeniero. Se lo quitó <strong>de</strong> encima a palmetazos y, lívido, me interrogó<br />

con la mirada.<br />

Poco faltó para que me echara a reír. Pero el susto <strong>de</strong> mí amigo recomendó<br />

pru<strong>de</strong>ncia...<br />

Pensé en <strong>de</strong>spejar la senda con el láser <strong>de</strong> gas. La «carnicería», sin embargo,<br />

se me antojó <strong>de</strong>sproporcionada.<br />

Sólo quedaba una alternativa: cruzar la plaga lo más rápidamente posible. La<br />

«piel <strong>de</strong> serpiente» nos protegería...<br />

Y dicho y hecho.<br />

Embozados en los mantos y a la carrera, los exploradores se lanzaron por la<br />

pista, triturando a cada zancada varias <strong>de</strong> aquellas «máquinas <strong>de</strong>voradoras».<br />

Al <strong>de</strong>jar atrás el «infierno ver<strong>de</strong>», ja<strong>de</strong>antes y sudorosos, no pudimos ocultar<br />

una punzante sensación <strong>de</strong> ridículo y rompimos a reír como pobres e impotentes<br />

tontos. Cuando se presentó la ocasión, «Santa Claus» dio cumplida<br />

cuenta <strong>de</strong> la naturaleza y «activida<strong>de</strong>s» <strong>de</strong> semejantes insectos. Porque <strong>de</strong><br />

eso se trataba, <strong>de</strong> otra <strong>de</strong> las plagas habituales <strong>de</strong>l verano en la Palestina que<br />

conoció Jesús. Según el or<strong>de</strong>nador, estos gigantescos ortópteros -<strong>de</strong> diez y<br />

doce centímetros <strong>de</strong> longitud- recibían el nombre <strong>de</strong> Saga ephippigera,<br />

aunque los judíos los bautizaron como «<strong>de</strong>voradores ver<strong>de</strong>s»..., y con razón.<br />

Los enormes saltamontes, con alas rudimentarias, presentaban una tonalidad<br />

ver<strong>de</strong> botella con franjas blancas o marrones en el vientre. Y allí don<strong>de</strong> se<br />

trasladaban teñían el lugar <strong>de</strong> ver<strong>de</strong> muerte. Nada se resistía a su voracidad:<br />

plantas, otros insectos, ranas, lagartos, serpientes y hasta pájaros <strong>de</strong>l tamaño<br />

<strong>de</strong> una golondrina. Se <strong>de</strong>sarrollaban con la primavera y en el verano -al<br />

igual que las langostas- migraban por todo Israel, asolando cuanto surgía a su<br />

paso. En varias oportunida<strong>de</strong>s, a lo largo <strong>de</strong> aquel tercer «salto», tendríamos<br />

la mala fortuna <strong>de</strong> tropezar con los saga. Y la experiencia fue siempre <strong>de</strong>sagradable.<br />

Los órganos bucales, enormes, hacían presa en la piel, cortándola<br />

como una navaja. Durante la noche se mostraban especialmente activos. Si<br />

uno dormía al raso, <strong>de</strong> pronto, sin previo aviso, podía verse materialmente<br />

«enterrado» por los «<strong>de</strong>voradores», que no distinguían plantas, animales o<br />

seres humanos. Los felah los combatían a duras penas con el auxilio <strong>de</strong>l fuego<br />

y, por supuesto, con la inestimable ayuda <strong>de</strong> las aves, que se precipitaban<br />

sobre ellos en gran<strong>de</strong>s bandadas. Si alguno <strong>de</strong> los pájaros, sin embargo, era<br />

atacado simultáneamente por los saga difícilmente llegaba a remontar el<br />

vuelo. En segundos, otros «<strong>de</strong>voradores» caían sobre él, <strong>de</strong>jándolo en los<br />

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En este caso, los penetrantes silbidos <strong>de</strong> los multicolores abejarucos alertaron<br />

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