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Caballo de Troya 6 - IDU

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Durante un trecho casi no hablamos.<br />

Supuse que los sentimientos eran idénticos. Habíamos visto la miseria en la<br />

«pasada» Operación Salomón y, a pesar <strong>de</strong>l duro entrenamiento, resultaba<br />

difícil acostumbrarse. Sin embargo, no teníamos opción. Más aún: era preciso<br />

que nos mentalizáramos. Poco o nada podíamos hacer para solventar el<br />

problema. E imaginé que «aquello» sólo era el principio. Naturalmente,<br />

acerté...<br />

La senda, siempre regada con la negra y crujiente ceniza volcánica, empezó a<br />

encabritarse. En cuestión <strong>de</strong> tres millas pasamos <strong>de</strong>l nivel <strong>de</strong>l yam (en<br />

aquellas fechas a «menos 208» metros respecto al <strong>de</strong>l Mediterráneo) a unas<br />

alturas que oscilaban entre los 100 y 500 metros. Y así continuaría hasta que<br />

divisásemos las lagunas <strong>de</strong> Semaconitis.<br />

Al poco, el bosque <strong>de</strong> álamos <strong>de</strong>l Eufrates y tamariscos se <strong>de</strong>tuvo. Y al salir <strong>de</strong>l<br />

benéfico «túnel», el sol <strong>de</strong> agosto nos abofeteó.<br />

Si los cálculos no erraban, el siguiente cruce <strong>de</strong> caminos se hallaba a unos<br />

cinco kilómetros, en las cercanías <strong>de</strong> Jaraba, otra población <strong>de</strong> la alta Galilea,<br />

igualmente <strong>de</strong>sconocida para nosotros. Nuestra intención era <strong>de</strong>tenernos lo<br />

menos posible, procurando alcanzar la orilla sur <strong>de</strong>l Hule, como dije, antes <strong>de</strong>l<br />

anochecer. El retraso en el claro próximo a Beth Saida Julias -bautizado <strong>de</strong>s<strong>de</strong><br />

ese momento como el «calvero <strong>de</strong>l pelirrojo»- no era significativo, pero<br />

tampoco convenía <strong>de</strong>scuidarse.<br />

Fue instintivo.<br />

Aquellos exploradores se <strong>de</strong>tuvieron maravillados. Lo que se abría ante nosotros<br />

era más hermoso <strong>de</strong> lo que imaginamos.<br />

Allá abajo, a la izquierda <strong>de</strong> la ruta, a cosa <strong>de</strong> un kilómetro, el alto Jordán<br />

<strong>de</strong>scendía lento y verdoso, como un dueño y señor. Y en ambas márgenes <strong>de</strong><br />

las espejeantes aguas, inmensas plantaciones <strong>de</strong> frutales, laberínticos<br />

huertos, cargados viñedos y una endiablada tela <strong>de</strong> araña ensamblada con<br />

acequias y canales. Y entre ver<strong>de</strong>s, ocres y cenizas, los perpetuos vigilantes<br />

<strong>de</strong>l río:<br />

los olmos canos -los geshem-, ahora amarillentos y peleando inútilmente con<br />

las elevadas temperaturas. Decenas <strong>de</strong> chozas avisaban <strong>de</strong> la presencia<br />

humana, apretadas unas contra otras o saltando, imprevisibles, entre disciplinados<br />

escuadrones <strong>de</strong> cítricos, granados, moreras, manzanos y la «luz»,<br />

los blancos almendros, paradójica e incomprensiblemente «nevados».<br />

¡Dios!... ¡Aquél era otro <strong>de</strong> los habituales escenarios en la vida <strong>de</strong>l Hijo <strong>de</strong>l<br />

Hombre!<br />

Y como un negro y cilíndrico «aviso», apuntando al incansable azul <strong>de</strong>l cielo,<br />

las torres <strong>de</strong> vigilancia. Unas corpulentas atalayas <strong>de</strong> piedra basáltica <strong>de</strong> diez<br />

metros <strong>de</strong> altura, siempre oteando, siempre cargadas <strong>de</strong> razón, siempre<br />

gritando que los kerem, los viñedos bajo su tutela, eran sagrados. Así lo <strong>de</strong>cía<br />

la Ley <strong>de</strong> Moisés. La gefen (la vid) y las anavim (las uvas) eran intocables. Y<br />

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