Caballo de Troya 6 - IDU
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nuestros cálculos -apoyados en el cómputo de Hesiodo en La teogonia-, cuando al Maestro apareció en la Tierra, sólo en la cuenca mediterránea, se adoraban ¡90 000 dioses! Es posible que hoy, influido por el monoteísmo, el hipotético lector de este diario no haya reparado en lo anómalo de un mundo con semejante proliferación de dioses. Pues bien, como digo, ésta era la terrible y cotidiana verdad que se encontró Jesús de Nazaret. Por un lado, sus propios paisanos -los judíos-, sirviendo y venerando a un Yavé distante, vengador y siempre vigilante. Un Dios «negativo» del que se derivaron -directa o indirectamente- 365 preceptos prohibitivos contra 248 positivos o afirmativos. Toda una «pesadilla» burocrática que convirtió a ese Dios en un «contable» y en un «inspector» tan frío como absurdo. Por otro, los gentiles, esclavizados por ídolos de piedra, oro o hierro, a cual más tirano y caprichoso. Curiosamente, con ninguno de ellos -incluido el sangriento Yavé- era posible el diálogo. Sólo el sumo sacerdote, una vez al año, estaba autorizado a penetrar en el «santo de los santos» e interrogar (?) al temido Dios del Sinaí. Por su parte, entre los paganos, sólo algunas, muy contadas, divinidades menores se hallaban capacitadas para escuchar y transmitir las súplicas de los pesimistas e infelices seres humanos. Y, dependiendo del azar y del humor de tales entidades, así discurría la vida de estos hombres y mujeres... Creo que, en verdad, no se ha valorado con justicia el inmenso, arduo y revolucionario empeño del Maestro por cambiar semejante estado de cosas. ¿Difícil? A juzgar por lo que teníamos a la vista, la tarea del rabí de Galilea no fue difícil. Yo la calificaría de casi imposible... Eliseo y quien esto escribe nos alejamos del badawi, y de su singular y significativa «mercancía», con una asfixiante sensación. ¿Cómo hacer el «milagro»? ¿Cómo arrancar al mundo de tanta oscuridad? Pronto, muy pronto, lo descubriríamos. Y quedamos maravillados. El Hijo del Maestro, verdaderamente, tenía la «clave»... El maarabit, puntual como un reloj, entró en escena, tumbando las indolentes columnas de humo y sorprendiendo a chicos y grandes. Entre toses y carraspeos, la parroquia procuró acomodarse bajo los ropones. Y nosotros, esquivando cántaras, enormes sandías, relucientes cacharros de cobre y a la inevitable chiquillería, fuimos atraídos por un apetitoso tufillo. Mi hermano se asomó curioso a una de aquellas anchas sartenes de hierro negro y grasiento. La mujer, impertérrita, siguió removiendo la humeante fritura. A su lado, en sendos cuencos de barro, creí identificar unos sanguinolentos hígados de pollo, materialmente asaltados por las moscas. Despacio, estudiadamente, la oronda matrona tomaba las porciones, arrojándolas al aceite profundo. Una cebolla previamente cocinada, brillante y transparente, flotaba entre la 127
chisporroteante carne. Nos miramos. El condumio ofrecía un buen aspecto. Pero desistimos. Las condiciones higiénicas del pollo, literalmente «rebozado» por los tábanos, dejaban mucho que desear. Al vernos cuchichear, la dueña alzó la mirada y, tomando el pequeño toro de madera que colgaba de su cuello, invocó a Baal, agradeciendo la presencia de aquellos extranjeros frente a su humilde puesto de venta. Esto explicaba el amuleto y, sobre todo, el hecho de aparecer cocinando en público en un sábado. Algo terminantemente prohibido para los judíos. Según la Ley, ni siquiera estaban autorizados a mantener viva la candela. .. Eso suponía un esfuerzo, un trabajo. Supongo que familiarizados con nuestra presencia, algunos de los pescadores y felah terminaron por tomar confianza y, tirando de mangas y ceñidores, nos obligaron a ir de aquí para allá, mostrándonos las excelencias de sus tenderetes. Las sucesivas y corteses negativas no fueron escuchadas. Y tuvimos que soportar la cata de melones y sandías y la forzosa degustación de higos, dátiles y alguna que otra tilapia salada. Aquello empezaba a complicarse. Los voluntariosos paisanos, disputándose a los «clientes», se enzarzaron en agrias discusiones. Y en previsión de males mayores apremié a Eliseo, haciéndole ver que debíamos reanudar la marcha. Pero mi compañero, tentado por una luminosa cesta de manzanas rojas y verdes, se resistió. Me resigné. El pequeño y delicioso fruto -unas tappuah procedentes, al parecer, de la vecina Siria- acababa de llegar al yam. Eliseo examinó un par y preguntó el precio. El felah, inmisericorde, lo apuntilló, solicitando un denario. Negué con la cabeza. «Como mucho -le aconsejé-, un par de leptas...» Discutieron. Era lo acostumbrado. El regateo formaba parte del juego. Y, de pronto, lo vi acercarse. Pero, sinceramente, no me preocupé. Era uno de tantos... Mi hermano ofreció cinco y el campesino, teatral, se mesó las barbas, maldiciendo su estrella. Finalmente, entre bien estudiados lloriqueos, aceptó dejarlo en tres. (Un denario de plata equivalía, aproximadamente, y según los lugares, a veinticinco ases. Cada cuarto de as, por su parte, significaba un par de leptas.) Asentí en silencio y me hice con las manzanas mientras mi compañero echaba mano de la bolsa de hule, dispuesto a abonar lo estipulado. Pero cometió un error... Fue todo tan vertiginoso y súbito que nos sorprendió. Eliseo, como digo, confiado, desató la bolsa de los dineros de las cuerdas egipcias que le servían de cinturón. Ése fue el error. La abrió y tomó las diminutas monedas de cobre... Visto y no visto. 128
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Nos miramos. El condumio ofrecía un buen aspecto. Pero <strong>de</strong>sistimos. Las<br />
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Al vernos cuchichear, la dueña alzó la mirada y, tomando el pequeño toro <strong>de</strong><br />
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amuleto y, sobre todo, el hecho <strong>de</strong> aparecer cocinando en público en un<br />
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Supongo que familiarizados con nuestra presencia, algunos <strong>de</strong> los pescadores<br />
y felah terminaron por tomar confianza y, tirando <strong>de</strong> mangas y ceñidores, nos<br />
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Las sucesivas y corteses negativas no fueron escuchadas. Y tuvimos<br />
que soportar la cata <strong>de</strong> melones y sandías y la forzosa <strong>de</strong>gustación <strong>de</strong> higos,<br />
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un par <strong>de</strong> leptas...»<br />
Discutieron. Era lo acostumbrado. El regateo formaba parte <strong>de</strong>l juego.<br />
Y, <strong>de</strong> pronto, lo vi acercarse. Pero, sinceramente, no me preocupé. Era uno <strong>de</strong><br />
tantos...<br />
Mi hermano ofreció cinco y el campesino, teatral, se mesó las barbas, maldiciendo<br />
su estrella. Finalmente, entre bien estudiados lloriqueos, aceptó<br />
<strong>de</strong>jarlo en tres. (Un <strong>de</strong>nario <strong>de</strong> plata equivalía, aproximadamente, y según los<br />
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<strong>de</strong> leptas.)<br />
Asentí en silencio y me hice con las manzanas mientras mi compañero echaba<br />
mano <strong>de</strong> la bolsa <strong>de</strong> hule, dispuesto a abonar lo estipulado. Pero cometió un<br />
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Fue todo tan vertiginoso y súbito que nos sorprendió.<br />
Eliseo, como digo, confiado, <strong>de</strong>sató la bolsa <strong>de</strong> los dineros <strong>de</strong> las cuerdas<br />
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