Caballo de Troya 6 - IDU
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«Perfecto -me dije-. Eso significaba concluir la primera etapa del viaje hacia las 15 (la hora "nona")-» Teníamos, pues, tiempo más que sobrado para buscar alojamiento (el ocaso llegaría a las 6 horas, 14 minutos y 53 segundos de un supuesto horario «zulú» o «universal»). De todas formas, ante lo benigno del clima, tampoco me inquieté. Dormir al raso era algo habitual entre aquellas gentes y en aquel tiempo estival. Y el Destino nos salió al paso... ¿Cómo pude olvidarlo? Sí, allí estaba... Era lógico... Me detuve. Eliseo percibió el sobresalto. Preguntó inquieto. Sin embargo, fui incapaz de responder. -¿Qué pasa? -me interrogó por segunda vez. Si «aquello» acababa de paralizarme -reflexioné-, ¿qué sería de mí al enfrentarme al Maestro? A trescientos metros de la puerta principal de Nahum, a la derecha del camino que conducía a Saidan, se alzaba un viejo y no menos «familiar» caserón. -¡La aduana! -musité casi para mí. -¿La aduana? -replicó mi hermano, intrigado- ¿Y qué? No, no era el negro edificio de basalto lo que me tenía perplejo... -¡Es él!... Eliseo, ¡es él! Mi compañero dirigió la mirada hacia el único individuo que, sentado al pie de una de las frondosas higueras que sombreaban la fachada, cabeceaba una y otra vez, vencido por el calor y el aburrimiento. -¡Él?... Pero, ¿quién? Eliseo se impacientó. Y comprendí. Mi hermano difícilmente podía recordarlo. Que supiera, sólo lo había visto una vez. No fui capaz de sacarlo de la irritante incógnita. Sencillamente, estaba fascinado... Me aproximé y, sonriente, me planté ante el funcionario. Eliseo, detrás, contrariado ante tanto mutismo, masculló algo irreproducible. Y el hombre, al fin, en una de las violentas cabezadas, fue a distinguir las siluetas de los dos «visitantes». Intentó despabilarse y, sin comprender el sentido de aquella interminable sonrisa, nos interrogó con la mirada. Poco faltó para que le llamara por su nombre. Ésta, sin duda, fue una de las disciplinas más arduas en tan extraordinaria misión. Costó trabajo acostumbrarse. «Ellos» no me conocían. Yo, en cambio, perfectamente... Se puso en pie y, fiel a su cometido, solicitó sin palabras que abriéramos los petates. Eliseo obedeció al punto. Quien esto escribe, embobado, continuó mirándole. Casi no había cambiado. Ahora podía contar 25 o 26 años de edad. Conservaba la misma luz en los profundos ojos azules y sus cabellos, menos 119
encanecidos, seguían luciendo rubios y cuidados sobre los estrechos hombros. Manos, túnica, ceñidor y sandalias aparecían como antaño (mejor dicho, como en el «futuro»): esmeradamente limpios y aseados. El único «cambio», el más «notable», se hallaba en la reluciente chapa de latón prendida en el pecho, sobre la inmaculada túnica de lino blanco. Aquél, en efecto, era el distintivo de su «gremio». Sí, el Destino, burlón, nos salía al paso de nuevo... El funcionario no era otro que Mateo Leví, el publicano, el recaudador de impuestos, uno de los íntimos. Pero estábamos en agosto del 25 y el Maestro no había tocado aún en su hombro y en su corazón. Para todos, en esos instantes, era un «odiado siervo de Roma», despreciado e ignorado. El buen hombre me observó perplejo. Imagino que la intensa y nada pudorosa mirada de aquel viajero lo turbó. Hizo un brusco movimiento con la mano izquierda, ordenando que abriera el saco. -Lo siento... Fue lo único que acerté a articular. ¡Dios mío!... ¿Cómo describir aquella emoción? ¿Cómo expresar la tromba de recuerdos que me asaltó? Revolvió las ampolletas de barro, curioseando los papiros y, sin demasiado interés, estimó el «peaje» por las provisiones en diez leptas (algunas monedas). Mi hermano abonó lo estipulado y el «funcionario», satisfecho, se retiró hacia la corpulenta higuera. Al proseguir y confesar, al fin, el porqué de la sorpresa, Eliseo intentó recordar. Lo logró a medias. El rostro del discípulo se hallaba difuminado en su memoria. Tan sólo lo vio una vez: en la penúltima aparición en el yam, en la cima de la colina donde se asentaba entonces la nave. Aproveché la circunstancia y le advertí sobre el peligro de la fortísima tentación que acababa de experimentar. Por nada del mundo deberíamos «adelantarnos», pronunciando los nombres de los que conocíamos y que, como en este caso, iríamos encontrando en el transcurso de aquel tercer «salto». Era difícil, pero ésas eran las normas. La prudencia, de nuevo, tenía que ser nuestra brújula. Dejamos atrás el territorio de Heredes Antipas y penetramos en los dominios de su hermanastro Filipo, en la hermosa y agreste Gaulanitis. Fue entonces cuando, a raíz del encuentro con Mateo Leví, mi compañero planteó varias e interesantes cuestiones: ¿Cómo era el Jesús de Nazaret inmediatamente anterior al de la vida pública? ¿Se hubiera mezclado con gentes como el repudiado publicano? Y apuntó más lejos: ¿pudo el Maestro saber de la existencia de Mateo antes de su periodo de predicación? ¿Qué habría sucedido si estos exploradores le hubieran mencionado al rabí? 120
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encanecidos, seguían luciendo rubios y cuidados sobre los estrechos hombros.<br />
Manos, túnica, ceñidor y sandalias aparecían como antaño (mejor dicho,<br />
como en el «futuro»): esmeradamente limpios y aseados.<br />
El único «cambio», el más «notable», se hallaba en la reluciente chapa <strong>de</strong><br />
latón prendida en el pecho, sobre la inmaculada túnica <strong>de</strong> lino blanco. Aquél,<br />
en efecto, era el distintivo <strong>de</strong> su «gremio».<br />
Sí, el Destino, burlón, nos salía al paso <strong>de</strong> nuevo...<br />
El funcionario no era otro que Mateo Leví, el publicano, el recaudador <strong>de</strong><br />
impuestos, uno <strong>de</strong> los íntimos.<br />
Pero estábamos en agosto <strong>de</strong>l 25 y el Maestro no había tocado aún en su<br />
hombro y en su corazón. Para todos, en esos instantes, era un «odiado siervo<br />
<strong>de</strong> Roma», <strong>de</strong>spreciado e ignorado.<br />
El buen hombre me observó perplejo. Imagino que la intensa y nada pudorosa<br />
mirada <strong>de</strong> aquel viajero lo turbó.<br />
Hizo un brusco movimiento con la mano izquierda, or<strong>de</strong>nando que abriera el<br />
saco. -Lo siento...<br />
Fue lo único que acerté a articular. ¡Dios mío!... ¿Cómo <strong>de</strong>scribir aquella<br />
emoción? ¿Cómo expresar la tromba <strong>de</strong> recuerdos que me asaltó?<br />
Revolvió las ampolletas <strong>de</strong> barro, curioseando los papiros y, sin <strong>de</strong>masiado<br />
interés, estimó el «peaje» por las provisiones en diez leptas (algunas monedas).<br />
Mi hermano abonó lo estipulado y el «funcionario», satisfecho, se retiró hacia<br />
la corpulenta higuera.<br />
Al proseguir y confesar, al fin, el porqué <strong>de</strong> la sorpresa, Eliseo intentó recordar.<br />
Lo logró a medias. El rostro <strong>de</strong>l discípulo se hallaba difuminado en su memoria.<br />
Tan sólo lo vio una vez: en la penúltima aparición en el yam, en la cima <strong>de</strong> la<br />
colina don<strong>de</strong> se asentaba entonces la nave.<br />
Aproveché la circunstancia y le advertí sobre el peligro <strong>de</strong> la fortísima tentación<br />
que acababa <strong>de</strong> experimentar. Por nada <strong>de</strong>l mundo <strong>de</strong>beríamos<br />
«a<strong>de</strong>lantarnos», pronunciando los nombres <strong>de</strong> los que conocíamos y que,<br />
como en este caso, iríamos encontrando en el transcurso <strong>de</strong> aquel tercer<br />
«salto». Era difícil, pero ésas eran las normas. La pru<strong>de</strong>ncia, <strong>de</strong> nuevo, tenía<br />
que ser nuestra brújula.<br />
Dejamos atrás el territorio <strong>de</strong> Here<strong>de</strong>s Antipas y penetramos en los dominios<br />
<strong>de</strong> su hermanastro Filipo, en la hermosa y agreste Gaulanitis.<br />
Fue entonces cuando, a raíz <strong>de</strong>l encuentro con Mateo Leví, mi compañero<br />
planteó varias e interesantes cuestiones:<br />
¿Cómo era el Jesús <strong>de</strong> Nazaret inmediatamente anterior al <strong>de</strong> la vida pública?<br />
¿Se hubiera mezclado con gentes como el repudiado publicano? Y apuntó más<br />
lejos: ¿pudo el Maestro saber <strong>de</strong> la existencia <strong>de</strong> Mateo antes <strong>de</strong> su periodo <strong>de</strong><br />
predicación? ¿Qué habría sucedido si estos exploradores le hubieran mencionado<br />
al rabí?<br />
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