OBRAS ESPIRITUALES

03.09.2014 Views

DOROTEO DE GAZA OBRAS ESPIRITUALES Cartuja Sta. Mª Benifaçá

DOROTEO DE GAZA<br />

<strong>OBRAS</strong> <strong>ESPIRITUALES</strong><br />

<br />

Cartuja Sta. Mª Benifaçá


INSTRUCCIONES DIVERSAS DE NUESTRO PADRE<br />

DOROTEO A SUS DISCÍPULOS<br />

I. SOBRE EL RENUNCIAMIENTO<br />

1. Cuando al comienzo Dios creó al hombre, “le colocó en el paraíso”, como dice la Sagrada<br />

Escritura, después de haberlo adornado de toda clase de virtudes, y le impuso el precepto de no<br />

comer del árbol que se hallaba en medio del jardín. El hombre vivía en las delicias del paraíso,<br />

en oración y contemplación, colmado de gloria y honor, poseyendo la integridad de sus facultades,<br />

en el estado natural en que había sido creado. Porque Dios hizo al hombre a su imagen, es<br />

decir, inmortal, libre y ornado de todas las virtudes. Pero cuando trasgredió el precepto al comer<br />

del árbol del que Dios le había prohibido comer, fue expulsado del paraíso. Caído de su estado<br />

natural, se encontraba en un estado contrario a la naturaleza, es decir en pecado, en el amor a la<br />

gloria, el apego a los placeres de esta vida y en las otras pasiones que le dominaban, ya que se<br />

había hecho su esclavo por su trasgresión. Desde entonces, el mal aumentó progresivamente y la<br />

“muerte reinó”. En ninguna parte se rendía culto a Dios, se le ignoraba universalmente. Como<br />

lo dijeron los Padres, sólo algunos hombres, inspirados por la ley natural, tenían conocimiento<br />

de Dios: así Abrahán y los otros Patriarcas, Noé y Job. En resumen, eran muy pocos los que<br />

conocían a Dios. Entonces el Enemigo desplegó toda su maldad y “reinó el pecado”. Vino la<br />

idolatría, el politeísmo, la brujería, los crímenes y las demás perversiones del diablo.<br />

2. Pero Dios en su bondad tuvo misericordia de su criatura y le dio por medio de Moisés la<br />

ley escrita, en la cual prohibió ciertas cosas y prescribió otras: Haced esto, no hagáis aquello.<br />

Dio los mandamientos. Ante todo dijo: “El Señor tu Dios es el único Señor”, para apartar del<br />

politeísmo el espíritu de los israelitas, y luego: “Tú amarás al Señor tu Dios con toda tu alma y<br />

todo tu espíritu”. Siempre proclamó que Dios es único y que no hay otro. Al decir: ”Amarás al<br />

Señor tu Dios”, indica que él es el único Dios, el único Señor. También dice en el Decálogo:<br />

“Adorarás al Señor tu Dios, y le servirás a él sólo. Te adherirás a él y jurarás por su nombre”.<br />

En fin: “No tendrás otros dioses ni imagen alguna de lo que hay en lo alto y de lo que hay abajo<br />

en la tierra”. Porque los hombres adoraban todas las criaturas.<br />

3. Dios, bondadoso, dio la ley para socorrer, convertir, corregir el mal: sin embargo, el mal<br />

no se corrigió. Dios envió a los profetas, pero no pudieron nada. El mal sobrepasó todo límite.<br />

Como dice Isaías: “No hay más que una herida, un cardenal, una llaga en carne viva, y no hay<br />

ungüento ni aceite ni medicina que aplicarle”. Dicho de otra manera, el mal no es parcial, ni<br />

localizado, sino difundido por todo el cuerpo, envuelve el alma enteramente y aprisiona todas<br />

sus facultades. “No hay ungüento que aplicarle”, etc. ya que todo estaba al servicio del pecado,<br />

todo estaba en su poder. Jeremías lo declaraba así: “Hemos cuidado a Babilonia, pero ella no<br />

curó” (Jr 28,9), como si dijese: Hemos manifestado tu nombre, hemos proclamado tus manda-<br />

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mientos, tus beneficios, tus promesas, hemos anunciado a Babilonia los asaltos de los enemigos<br />

y, sin embargo, “ella no curó”, es decir, no se arrepintió, no temió, no se apartó de su malicia.<br />

Todavía dice en otra parte: “No aceptaron la lección” (Jr 2,30), es decir, la advertencia, la<br />

instrucción. Y un salmo dice: “Su alma tuvo horror de todo alimento, y llegaron a las puertas de<br />

la muerte” (Sal 106,18.<br />

4. Entonces, en su bondad y su amor a los hombres, Dios envía a su Hijo único, porque sólo<br />

Dios podía curar y vencer aquel mal. Los profetas no lo ignoraban. David lo decía claramente:<br />

“¡Tú que te sientas sobre los querubines, muéstrate! Descubre tu fuerza y ven a salvarnos!” (Sal<br />

79,2-3). “Señor, ¡inclina los cielos y desciende!” (Sal 143,5), y tantas otras expresiones semejantes.<br />

Todos los demás profetas, cada cual a su manera, elevaron con frecuencia la voz, sea<br />

para suplicar su venida, sea para proclamarse seguros de ella. Nuestro Señor vino, haciéndose<br />

hombre por nosotros, “para curar, dice san Gregorio, lo semejante con lo semejante, el alma con<br />

el alma, la carne con la carne. Porque se hizo hombre en todo menos en el pecado”. Tomó<br />

nuestro mismo ser, las primicias de nuestra naturaleza, y vino a ser un nuevo Adán “a imagen<br />

de quien le había creado” (Col 3,10), restaurando el estado de la naturaleza, y restituyendo las<br />

facultades a su integridad primera. Hombre, renovó al hombre caído, lo libró de la esclavitud y<br />

del violento atractivo al pecado. El hombre se hallaba arrastrado por el enemigo con una fuerza<br />

tiránica. Incluso quienes querían evitar el pecado, eran casi forzados a cometerlo. Como decía el<br />

Apóstol en nombre nuestro: “El bien que quiero, no lo hago, y el mal que no quiero, lo cometo”.<br />

5. Dios, hecho hombre por nosotros, liberó así al hombre de la tiranía del enemigo. Destruyó<br />

todo su poder, quebrantó su misma fuerza, y nos liberó de su poderío y de su esclavitud, con tal<br />

de que no consistamos en pecar. Porque nos dio, como él nos dijo, “poder para pisotear con los<br />

pies las serpientes, escorpiones y todo poder del enemigo”, purificándonos de toda falta por el<br />

santo bautismo. El santo bautismo perdona y borra todo pecado. Además, dada nuestra debilidad<br />

y en previsión de que, aún después del santo bautismo, cometeríamos el pecado, escribió: “El<br />

espíritu del hombre es llevado al mal desde su juventud” (Gen 8,21). Dios nos dio en su bondad<br />

mandamientos santos que nos purifican. Así podemos, si queremos, purificarnos de nuevo con la<br />

práctica de los mandamientos; y no sólo purificarnos de nuestros pecados, sino también de nuestras<br />

pasiones. Notemos que las pasiones son diferentes de los pecados. Las pasiones son la cólera,<br />

la vanagloria, el amor del placer, el odio, los malos deseos, y todas las disposiciones de este<br />

género. Los pecados son los actos mismos de las pasiones: cuando se ponen en acción, se realizan<br />

corporalmente las obras inspiradas por las pasiones. Ciertamente es posible tener pasiones y<br />

no actuar con ellas.<br />

6. Dios nos dio, como he dicho, preceptos que nos purifican incluso de las pasiones, de las<br />

malas disposiciones de nuestro hombre interior (Rom 7,22; Ef 3,16). Nos da el discernimiento<br />

del bien y del mal, nos hace darnos cuenta y nos muestra las causas del pecado: “La ley decía:<br />

no cometas adulterio; y yo digo: No tengas malos deseos. La ley decía: no mates, y yo digo: No<br />

te encolerices”. Porque si tienes malos deseos, aunque actualmente no cometas adulterio, la<br />

concupiscencia no cesará de asediarte interiormente hasta que te arrastre al acto mismo. Si te<br />

irritas y te excitas contra tu hermano, llegará un momento en que hablarás mal de él, le pondrás<br />

trampas, y así, poco a poco, llegarás finalmente al crimen.<br />

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La ley decía también: “Ojo por ojo, diente por diente”, etc. Pero el Señor exhorta no sólo a<br />

recibir con paciencia una bofetada, sino también a presentar humildemente la otra mejilla. La<br />

finalidad de la ley era enseñarnos a no hacer lo que no quisiéramos para nosotros. Nos impedía,<br />

por tanto, hacer el mal por miedo a tener que sufrirlo. Ahora, en cambio, vuelvo a decirlo, se<br />

nos manda rechazar incluso el odio, el amor del placer, el amor de la gloria y las demás pasiones.<br />

7. En una palabra, el designio de Cristo nuestro Señor es precisamente enseñarnos cómo<br />

hemos llegado a cometer todos los pecados, cómo hemos caído todos los días malos. Primero,<br />

nos liberó por el santo bautismo, como he dicho ya, concediéndonos el perdón de los pecados;<br />

luego, nos dio el poder de hacer el bien, si queremos, y de no ser arrastrados al mal, como<br />

forzados. Porque los pecados oprimen y arrastran a quien les sirve, según la expresión: “Cada<br />

uno es prisionero de los lazos de sus propias faltas” (Pr 5,22). Cristo nos enseña, en cambio,<br />

por los santos mandamientos cómo purificarnos incluso de nuestras pasiones, para que no nos<br />

hagan caer de nuevo en los mismos pecados. Nos muestra, en fin, la causa que hace llegar al<br />

desprecio y a la trasgresión de los preceptos de Dios; nos proporciona así el remedio para que<br />

podamos obedecer y salvarnos.<br />

¿Cuál es ese remedio y cuál es la causa del desprecio? Escuchad lo que dice nuestro Señor<br />

mismo: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis el reposo para vuestras<br />

almas”. He ahí que, brevemente, en pocas palabras, nos muestra la raíz y la causa de todos<br />

los males, y su remedio, fuente de todos los bienes; nos muestra que el ensalzarnos nos hace<br />

caer, y que es imposible obtener misericordia sin la disposición contraria, es decir, sin la humildad.<br />

De hecho, el ensalzarse engendra el desprecio y la funesta desobediencia, mientras que la<br />

verdadera humildad produce, no un abajarse sólo en palabras y en gestos, sino una disposición<br />

auténticamente humilde, en lo íntimo del corazón y del espíritu. Por ello el Señor dice: “Soy<br />

manso y humilde de corazón”.<br />

8. El que quiera hallar reposo para su alma, ¡aprenda la humildad! Comprenda que en ella se<br />

encuentran toda la alegría, toda la gloria y todo el reposo, como en el orgullo se halla todo lo<br />

contrario. Así, ¿cómo hemos llegado a todas las tribulaciones? ¿Por qué caímos en toda esta<br />

miseria? ¿No es a causa del orgullo? ¿Por razón de nuestra locura? ¿No es por haber seguido<br />

nuestros malos deseos y habernos apegado al amargor de nuestra voluntad? Pero, ¿por qué esto?<br />

¿No fue creado el hombre en la plenitud del bienestar, de la alegría, del reposo y de la gloria?<br />

¿No estaba en el paraíso? Se le prescribió: No hagas eso, y él lo hizo. ¿Veis el orgullo? ¿Veis la<br />

arrogancia? ¿Veis la insumisión? “El hombre está loco, dijo Dios al ver aquella insolencia; no<br />

quiere ser dichoso. Si no pasa días malos, se perderá completamente. Si no conoce la aflicción,<br />

no sabrá lo que es el reposo”. Entonces, Dios le dio lo que merecía, expulsándolo del paraíso.<br />

Desde entonces fue entregado a su egoísmo y a su propia voluntad, para que, al quebrantar así<br />

los huesos, aprenda a seguir no su propio gusto, sino el precepto de Dios. La miseria misma de<br />

la desobediencia le daría a conocer el reposo de la obediencia, según la palabra del profeta: “Tu<br />

rebelión te instruirá” (Jr 2,19).<br />

Con todo, la bondad de Dios, como digo con frecuencia, no abandonó a su criatura, sino que<br />

se volvió todavía hacia ella y la llamó de nuevo: “Venid a mí, todos los que estáis cansados y<br />

abrumados y yo os aliviaré”. Es decir: Estáis fatigados, sois desgraciados, sabéis por experiencia<br />

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lo que es el mal de toda desobediencia. ¡Vamos!, convertíos por fin; ¡vamos!, reconoced vuestra<br />

incapacidad y vuestra vergüenza, para llegar al reposo y a la gloria. ¡Vamos!, vivid mediante la<br />

humildad, vosotros que habéis muerto por el orgullo. “Aprended de mí que soy manso y humilde<br />

corazón, y encontraréis reposo para vuestras almas”.<br />

9. ¡Oh!, hermanos míos, ¿lo que hace el orgullo? ¡Oh! ¡Qué poder, el de la humildad! ¿Qué<br />

necesidad había de tantas vueltas? Si desde el comienzo el hombre se hubiese humillado y obedecido<br />

a Dios guardando su mandamiento, no habría caído. Después de la caída Dios le ha dado<br />

todavía ocasión de arrepentirse y de obtener misericordia, pero él guardó la cabeza erguida. Dios<br />

vino a decirle: “Adán, ¿dónde estás?” Es decir: ¿De qué gloria has caído? ¿Y en qué vergüenza?<br />

Luego, le preguntó: “¿Por qué pecaste? ¿Por qué desobedeciste?”, tratando así de hacerle decir:<br />

“Perdóname”. Pero, ¿dónde se quedó ese “perdóname”? No hubo ni humildad ni arrepentimiento;<br />

al contrario, el hombre replicó: “La mujer que me diste, me engañó”. No dijo: “Mi mujer”,<br />

sino “la mujer que me diste”, como si dijera: “El fardo que me pusiste sobre mi cabeza”. Es<br />

así, hermanos: cuando un hombre no quiere reconocer su falta, no teme acusar al mismo Dios.<br />

El Señor se dirige luego a la mujer y le dice: “¿Por qué no guardaste, tú tampoco, mi mandamiento?”,<br />

como si le dijera: “Tú, al menos, dime: Perdóname, de modo que tu alma se humille<br />

y obtenga misericordia”. Pero, ¡tampoco logró el “perdóname”! La mujer a su vez respondió:<br />

“La serpiente me engañó”, como si dijera: “Si él pecó, ¿qué culpa tengo yo?” Desgraciados,<br />

¿qué hacéis? ¡Dad al menos un signo de arrepentimiento, reconoced vuestra falta, tened piedad<br />

de vuestra desnudez! Pero ninguno de los dos se dignó acusarse, y nadie de entrambos mostró<br />

humildad alguna.<br />

10. Ahora os dais cuenta claramente del estado al que llegamos: a qué multitud de males nos<br />

llevó la manía de justificarnos, la confianza en nosotros mismos y el apego a la propia voluntad.<br />

Tales son los retoños del orgullo, el enemigo de Dios; como el acusarse a sí mismo, el desconfiar<br />

del propio juicio y el odio de la propia voluntad, son retoños de la humildad. Éstos permiten<br />

rehacerse y volver al estado natural gracias a la purificación de los santos mandamientos de<br />

Cristo. Sin humildad no es posible obedecer a los mandamientos ni alcanzar bien alguno, como<br />

decía el abad Marcos: “Sin contrición de corazón no se puede superar el mal y es totalmente<br />

imposible adquirir una virtud”. Por medio de la contrición de corazón se aceptan los mandamientos,<br />

se aleja uno del mal, adquiere las virtudes y llega al fin al reposo.<br />

11. Esto, todos los santos lo sabían. Por eso buscaban unirse a Dios con una vida enteramente<br />

humilde. Hubo amigos de Dios que, después del santo bautismo, no sólo renunciaron a los actos<br />

de las pasiones, sino que quisieron vencer las mismas pasiones y llegar a ser impasibles: tal fue<br />

san Antonio, Pacomio y los otros Padres teóforos. Proponiéndose como ideal el purificarse “de<br />

toda mancha de la carne y del espíritu”, como dice el Apóstol (2 Co 7,1), y sabiendo que, como<br />

hemos dicho, es guardando los mandamientos cómo el alma se purifica y cómo el espíritu, purificado<br />

también por así decirlo, recobra la vista y vuelve a su estado natural —pues está escrito:<br />

“El mandamiento del Señor es límpido e ilumina los ojos” (Sal 18,9)—, los Padres comprendieron<br />

que, en el mundo, no podrían llegar fácilmente a la virtud. Por ello, concibieron una existencia<br />

aparte, una manera de vivir especial, quiero decir la vida monástica, y comenzaron a huir<br />

del mundo para habitar en los desiertos y ayunar, dormir en el suelo, someterse a las vigilias y<br />

otras penitencias corporales, renunciando totalmente a la patria, a los parientes, a las riquezas y<br />

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a los bienes. En una palabra, crucificaron el mundo en sí mismos. Y no sólo guardaron los<br />

mandamientos, sino que ofrecieron presentes a Dios. Ved cómo: los mandamientos de Cristo se<br />

dieron para todos los cristianos, y todos los cristianos están obligados a observarlos. Podríamos<br />

decir que son los impuestos debidos al rey. El que rehúsa pagar los impuesto al rey, ¿podrá<br />

evitar el castigo? Pero hay en el mundo grandes e ilustres personajes que, no contentos con<br />

pagar los impuestos al rey, le hacen además presentes y merecen por ello grandes honores, favores<br />

y dignidades.<br />

12. Así los Padres, no contentos con guardar los mandamientos, ofrecieron a Dios presentes;<br />

estos presentes son la virginidad y la pobreza. No son mandamientos, son presentes. En ningún<br />

sitio está escrito: “Tú no tomarás mujer, no tendrás hijos”. Tampoco Cristo impuso un mandamiento<br />

cuando dijo: “Vende lo que tienes”. Cierto, cuando el doctor de la Ley lo abordó preguntándole:<br />

“Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?, le respondió: “Conoces los<br />

mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio<br />

contra tu prójimo”, etc... Y cuando el interlocutor le dijo que todo eso lo había observado desde<br />

su juventud, Cristo añadió: “Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes, dalo a los pobres”,<br />

etc... Ved: no dijo: “Vende lo que tienes”, como una orden, sino como un consejo. Pues cuando<br />

se dice: “si quieres”, no se manda, sino que se aconseja.<br />

13. Decíamos que los Padres ofrecieron a Dios como presentes, además de las otras virtudes,<br />

la virginidad y la pobreza, y, como habíamos dicho antes, crucificaron el mundo en sí mismos y<br />

lucharon luego por crucificarse ellos al mundo, según la palabra del Apóstol: “El mundo está<br />

crucificado para mí y yo para el mundo”. ¿Cuál es la diferencia? El mundo está crucificado para<br />

el hombre, cuando el hombre renuncia al mundo para vivir en soledad y abandona a los parientes,<br />

las riquezas, los bienes, las ocupaciones, los asuntos: el mundo está entonces crucificado<br />

para él, ya que lo abandonó y esto es lo que quiere decir el Apóstol: “El mundo está crucificado<br />

para mí”. Pero añade: “Y yo para el mundo”. ¿Cómo está crucificado el hombre para el mundo?<br />

Cuando, habiendo abandonado las cosas exteriores, combate los placeres y las apetencias de<br />

las cosas, y asimismo su voluntad, y mortifica sus pasiones; entonces está él mismo crucificado<br />

al mundo y puede decir con el Apóstol: “El mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo”.<br />

14. Como decíamos, los Padres, después de haber crucificado el mundo en sí mismos, se esforzaron<br />

combatiendo por crucificarse ellos también para el mundo. Según nos parece, hemos crucificado<br />

el mundo en nosotros mismos al abandonarlo para venir al monasterio; pero rehusamos crucificarnos<br />

al mundo, porque gozamos todavía de sus placeres, guardamos su afecto, sentimos atractivo<br />

por su gloria, gusto por los alimentos y por los vestidos. Si un utensilio es bueno, nos apegamos<br />

a él: dejamos que ese utensilio sin valor ocupe en nosotros el lugar de un centurión, como dice el<br />

abad Zósimo. Aparentemente hemos dejado el mundo y abandonado lo que hay en el mundo al<br />

venir al monasterio, y por bagatelas, ¡nos recreamos con la concupiscencia del mundo! Es un gran<br />

error de nuestra parte, después de haber renunciado a cosas considerables, querer dar satisfacción<br />

a nuestras pasiones con cosas insignificantes. En verdad, cada uno de nosotros dejó lo que poseía,<br />

grandes bienes si los teníamos, o lo poco que nos pertenecía, cada cual según lo que podía: luego<br />

vinimos al monasterio y aquí, como he dicho, damos satisfacción a nuestra concupiscencia con<br />

cosas miserables y sin valor. No está bien que hagamos así. Hemos renunciado al mundo y a las<br />

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cosas del mundo; igualmente hay que renunciar al apego a las cosas materiales. Hay que saber lo<br />

que es el renunciamiento, por qué hemos venido al monasterio, y también qué hábito hemos vestido,<br />

para obrar en consecuencia y luchar a ejemplo de nuestros Padres.<br />

15. El hábito que llevamos se compone de una túnica sin mangas, de un cinturón de cuero, de<br />

un escapulario y de una cogulla. Estas cosas tienen un simbolismo y debemos saber lo que significan<br />

para nosotros.<br />

¿Por qué llevamos un túnica sin mangas? ¿Por qué no tenemos mangas cuando todos los<br />

demás las tienen? Las mangas son símbolo de las manos, y las manos significan la práctica. Por<br />

ello, cuando nos viene el pensamiento de realizar con las manos algo propio del hombre viejo,<br />

por ejemplo, robar, golpear o cometer cualquier otro pecado con las manos, debemos prestar<br />

atención a nuestro hábito y reconocer que no tenemos mangas, es decir, que no tenemos manos<br />

para hacer lo que es propio del hombre viejo.<br />

Además, nuestra túnica lleva una marca de púrpura. ¿Qué significa esa marca? Todos los<br />

soldados al servicio del rey llevan púrpura en sus mantos. Como el rey se viste de púrpura,<br />

todos sus soldados ponen sobre sus mantos la púrpura, es decir la insignia real, para mostrar que<br />

pertenecen al rey y que guerrean por él. Nosotros también, llevamos la marca de la púrpura<br />

sobre nuestra túnica, para mostrar que somos soldados de Cristo y que debemos soportar todos<br />

los sufrimientos que él padeció por nosotros. Durante su Pasión, nuestro Maestro llevó el manto<br />

de púrpura: primeramente, como Rey, porque es “el Rey de Reyes y el Señor de los Señores”;<br />

además, lo llevó por irrisión por parte de los impíos. Al llevar la marca de púrpura, queremos,<br />

como decía, soportar todos sus sufrimientos, y como el soldado no abandona su servicio para<br />

hacerse agricultor o comerciante —que sería decaer de su profesión, pues, según el Apóstol,<br />

“ningún soldado se embaraza con asuntos de la vida civil, si quiere dar satisfacción a quien lo ha<br />

enrolado” (2 Tm 2,4)—, así nosotros debemos luchar para no tener preocupación alguna por las<br />

cosas de este mundo y dedicarnos a Dios solo, asiduamente y sin distraernos, como se ha dicho<br />

de la mujer virgen (1 Co 7,34-35).<br />

16. Tenemos también un cinturón. ¿Por qué llevamos un cinturón? El cinturón que llevamos<br />

es ante todo signo de que estamos dispuestos al trabajo. Quien quiere trabajar, comienza por<br />

ceñirse, y así se pone a la tarea, según lo dicho: “Que vuestra cintura esté ceñida”. Por otra<br />

parte, el cinturón, estando hecho de una piel muerta, muestra que debemos mortificar nuestro<br />

gusto por el placer. El cinturón se coloca en la cintura: a la altura de los riñones, donde reside,<br />

según se dice, la potencia concupiscible del alma. Es lo dicho por el Apóstol: “Mortificad vuestros<br />

miembros terrestres, fornicación, impureza”, etc...<br />

17. Tenemos además un escapulario. Se coloca sobre los hombros en forma de cruz: es decir<br />

que llevamos sobre los hombros el símbolo de la cruz, en conformidad con esta palabra: “Toma<br />

tu cruz y sígueme”. Y, ¿qué es esa cruz más que la muerte perfecta que realiza en nosotros la fe<br />

en Cristo? Porque “la fe, dice el Geronticón, cubre siempre los obstáculos y nos facilita la<br />

práctica”, y ésta nos conduce a la muerte perfecta, que consiste en morir a todo lo que es de este<br />

mundo: después de haber dejado la familia, hay que luchar contra el afecto que se tiene por ella;<br />

igualmente después de haber renunciado a las riquezas, a los bienes y a todo, hay todavía que<br />

renunciar a su mismo atractivo, como hemos dicho ya. Ése es el perfecto renunciamiento.<br />

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18. Vestimos también una cogulla: es un símbolo de la humildad. Los niños pequeños, que<br />

son inocentes, llevan cogullas, pero no los adultos. Si nosotros las llevamos, es para que seamos<br />

como niños pequeños en cuanto a la malicia, como dijo el Apóstol: “No seáis niños en cuanto al<br />

juicio, pero mostraos niños pequeños en cuanto a la malicia”. ¿Qué significa “ser niño pequeño<br />

en cuanto a la malicia”? El niño pequeño, no teniendo malicia, no se encoleriza si se le injuria;<br />

no siente vanidad si se le honra; no se aflige si se le cogen sus cosas, porque es niño pequeño en<br />

cuanto a la malicia; no alimenta las pasiones ni reivindica la gloria.<br />

La cogulla es también símbolo de la gracia de Dios. Como la cogulla protege y mantiene<br />

caliente la cabeza del niño, así la gracia divina protege nuestro espíritu, como lo dijo el Geronticón:<br />

“La cogulla es el símbolo de la gracia de Dios nuestro Salvador, que protege la parte superior<br />

del alma y rodea de cuidados nuestra infancia en Cristo, a causa de quienes se esfuerzan<br />

siempre por golpear y herir”.<br />

19. Llevamos a la cintura el cinturón, que significa la mortificación del apetito irracional.<br />

Sobre los hombros llevamos el escapulario, que es una cruz. Y llevamos también la cogulla, que<br />

es símbolo de la inocencia y de la infancia en Cristo. “Vivamos, pues, en conformidad con<br />

nuestro hábito, como dicen los Padres, para no llevar un hábito que no nos corresponda. Hemos<br />

dejado las grandes cosas, dejemos también las pequeñas. Hemos abandonado el mundo, abandonemos<br />

también sus gustos, porque, como he dicho, esos gustos por cosas ínfimas y miserables<br />

que no merecen interés alguno, nos atan todavía al mundo sin darnos cuenta.<br />

20. Si queremos, pues, estar perfectamente desligados y libres, aprendamos a negar nuestra<br />

voluntad, y así, progresando poco a poco con la ayuda de Dios, llegaremos a estar desprendidos.<br />

Porque nada es tan provechoso al hombre como negar su propia voluntad. Verdaderamente por<br />

ese medio, se progresa por así decir más que por todas las virtudes. Como el viajero que, en su<br />

camino, encuentra un atajo y tomándolo gana una buena parte del trayecto, así es el que avanza<br />

por la ruta de la negación de la voluntad: porque al negar su voluntad, se obtiene el desprendimiento<br />

y por el desprendimiento se llega, con la ayuda de Dios, a una perfecta apatheia (impasibilidad).<br />

21. Ved a qué progreso conduce poco a poco la negación de la voluntad propia. Mirad lo que<br />

era el bienaventurado Dositeo. ¿De qué vida muelle y sensual venía, él, que ni siquiera había<br />

oído hablar de Dios? Y, sin embargo, sabéis a que cimas lo llevó en poco tiempo la práctica de<br />

la obediencia y de la negación de la voluntad propia. Sabéis también cómo Dios lo glorificó y no<br />

permitió que caiga en olvido una tal virtud. Lo ha revelado a un santo anciano que vio a Dositeo<br />

en medio de todos los santos gozando de la felicidad.<br />

22. Voy a contaros otro hecho del que fui testigo, para que aprendáis cómo la obediencia y la<br />

ausencia de toda voluntad propia libera al hombre incluso de la muerte. Estando yo en el monasterio<br />

del abad Seridos, un discípulo de un gran anciano de la región de Ascalón vino con una<br />

comisión de parte de su abad. Éste le había dado orden de volver aquella misma tarde a su celda.<br />

Pero sobrevino una violentísima tempestad, chubascos y truenos: el torrente vecino había crecido<br />

totalmente. Sin embargo, el hermano quería partir a causa de la palabra del anciano. Le pedíamos<br />

que quedase, creyendo imposible que saliese del río sano y salvo; pero él no se dejaba<br />

convencer. Terminamos por decir: “Vamos con él hasta el río. Cuando lo haya visto, se volverá<br />

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atrás.” Salimos con él. Cuando llegamos al río, el hermano se quitó la ropa, la ató a la cabeza,<br />

se ciñó su peregrina y se echó al agua, en la terrible corriente. Quedamos allí, llenos de espanto<br />

y temblando por su vida, pero él continuó a nado y pronto llegó a la otra orilla. Se puso de<br />

nuevo su ropa, nos hizo una metania desde lejos, se despidió y partió corriendo. Quedamos<br />

estupefactos y llenos de admiración ante el poder de la virtud: nosotros teníamos miedo con sólo<br />

mirar, y él atravesó sin peligro gracias a su obediencia.<br />

23. Una cosa semejante sucedió a un hermano que su abad había enviado al pueblo por lo<br />

necesario, a la casa del que hacía las comisiones. Al verse arrastrado al mal por la hija de aquel<br />

personaje, se limitó a decir: “¡Oh Dios, por las oraciones de mi padre, líbrame!” Inmediatamente<br />

se encontró en el camino de Seté, de vuelta hacia su padre. Ved el poder de la virtud, ved el<br />

poder de una palabra, ¡qué auxilio proporciona el mero hecho de apelar a las oraciones de su<br />

padre! Aquel hermano dijo: “¡Oh Dios, por las oraciones de mi padre, líbrame!”, e inmediatamente<br />

se halló en el camino. Considerad la humildad y la prudencia de ambos. Estaban en dificultad<br />

y el anciano quería enviar al hermano a casa del que hacía las comisiones. No le dijo:<br />

“Vete”, sino: “¿Quieres ir?” Igualmente el hermano no respondió: “Voy”, sino: “Haré lo que<br />

quieras”. Porque temía a la vez las ocasiones de caer y la desobediencia a su padre. Más tarde la<br />

necesidad al ser mayor, el anciano le dijo: “Vete. Ponte en camino”. Y él no dijo: “Tengo<br />

confianza en que Dios te protegerá”, sino: “Tengo confianza en que por las oraciones de mi<br />

padre te protegerá”. Igualmente el hermano, en el momento de la tentación, no dijo: “¡Dios<br />

mío, ayúdame!”, sino: “Oh Dios, por las oraciones de mi padre, líbrame”. Así cada uno de<br />

ellos ponía su esperanza en las oraciones de su padre.<br />

Ved cómo unieron la humildad a la obediencia. De igual modo, como en el tiro de un carro,<br />

uno de los caballos no puede avanzar al otro, sino el carro se quiebra, así la humildad debe ir<br />

junto con la obediencia. Y ¿cómo se puede obtener esta gracia, sino, como he dicho, usando de<br />

violencia para quebrantar la voluntad y abandonándose, después de Dios, a su padre, sin dudar<br />

jamás, obrando todo como esos dos hermanos, con la plena seguridad de obedecer a Dios? Entonces<br />

se es digno de misericordia y de salvarse.<br />

24. Se cuenta que un día san Basilio, visitando sus monasterios, preguntó a uno de los higumenos:<br />

“¿Tienes a alguien que esté en el camino de la salvación?” –“Gracias a tus oraciones,<br />

señor, respondió el abad, queremos todos salvarnos”. Y el santo preguntó todavía: “¿Tienes a<br />

alguien que esté en el camino de la salvación?” Esta vez el abad comprendió, porque él era<br />

también un espiritual, y respondió: “Sí”. – “Tráemelo”, le dijo el santo. Llega el hermano y el<br />

santo le dice: “Dame con que lavarme”. El hermano va y trae lo necesario. Una vez lavado, san<br />

Basilio tomó el agua a su vez y dijo al hermano: “Acepta, y lávate tú también”. Sin discutir, el<br />

hermano recibió el agua derramada por el santo. Después de haberle probado así, san Basilio le<br />

dijo: “Cuando entre en el santuario, ven a recordarme que quiero imponerte las manos”. El<br />

hermano obedeció sin discutir. Cuando vio a san Basilio en el santuario, vino a recordárselo. El<br />

obispo le impuso las manos y lo tomó consigo. En efecto, ¿quién merecería mejor que aquel<br />

bienaventurado hermano vivir con aquel santo hombre de Dios?<br />

25. En cuanto a vosotros, no tenéis la experiencia de esta obediencia que no razona, y no<br />

conocéis tampoco el reposo que se encuentra en ella. Pregunté un día al anciano abad Juan,<br />

discípulo del abad Barsanufo: “Maestro, la Escritura dice que es por muchas tribulaciones como<br />

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nos es preciso entrar en el Reino de los cielos. Ahora bien, constato que yo no tengo ni la más<br />

mínima tribulación. ¿Qué debo hacer para no perder mi alma?” Porque yo no tenía tribulación<br />

alguna, ni ninguna preocupación. Si tenía un pensamiento, tomaba mi pizarra y escribía al anciano,<br />

–de hecho, yo le preguntaba por escrito, antes de estar a su servicio–, y yo no había terminado<br />

de escribir que sentía ya alivio y provecho. Ésa era mi despreocupación y mi reposo. Con<br />

todo, como yo ignoraba el poder de la virtud y oía decir que es por muchas tribulaciones como<br />

se entra en el Reino de los cielos, me inquietaba por no tener prueba alguna. Cuando comuniqué<br />

mi temor al anciano, me declaró: “No te preocupes: a ti, eso no te concierne. Los que se entregan<br />

a la obediencia de los Padres, poseen esa despreocupación y ese reposo”.<br />

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II. SOBRE LA HUMILDAD<br />

26. “Ante todo, dijo un anciano, tenemos necesidad de la humildad, y debemos estar prontos<br />

a decir: ¡Perdón! por toda palabra que oímos, ya que es por la humildad como son aniquilados<br />

todos los maleficios de nuestro enemigo y antagonista”. Tratemos de ver cuál es el sentido de<br />

esta palabra del anciano. ¿Por qué dijo: “Ante todo, tenemos necesidad de la humildad”, y no<br />

más bien: “Ante todo tenemos necesidad de la templanza”? En realidad el Apóstol dijo: “El<br />

luchador se priva de todo” (1 Co 9,25). O, ¿por qué el anciano no dijo: “Ante todo tenemos<br />

necesidad del temor de Dios”, ya que afirma la Escritura que “el comienzo de la sabiduría es el<br />

temor del Señor” (Sal 110,10), y que se aparte del mal por el temor del Señor” (Pr 15,27)? ¿Por<br />

qué tampoco: “Ante todo, tenemos necesidad de la limosna o de la fe”? De hecho está escrito:<br />

“Por las limosnas y la fe los pecados son perdonados” (Pr 15,27). El Apóstol dice también que<br />

“sin la fe es imposible agradar a Dios” (Hb 11,6). Y si “es imposible agradar sin la fe”, “si por<br />

las limosnas y la fe los pecados son perdonados”, si “por el temor del Señor el hombre se aparta<br />

del mal”, si “el temor del Señor es el comienzo de la sabiduría”, si, en fin, “el luchador se<br />

priva de todo”, ¿por qué el anciano dijo: “Ante todo, tenemos necesidad de la humildad”, dejando<br />

de lado todo lo demás, que es necesario? Es que él quiere enseñarnos que ni el temor de<br />

Dios, ni la limosna, ni la fe, ni la templanza, ni ninguna otra virtud puede existir sin la humildad.<br />

Por esa razón dijo: “Ante todo, tenemos necesidad de la humildad, y debemos estar dispuestos<br />

a decir: ¡Perdón! por toda palabra que oímos, pues es por la humildad que son destruidos<br />

todos los maleficios de nuestro enemigo y antagonista”.<br />

27. Considerad, hermanos, cuál es el poder de la humildad. Ved la eficacia de decir: “¡Perdón!”<br />

Pero, ¿por qué se le llama al diablo no solamente “enemigo”, sino también “antagonista”?<br />

Se le llama “enemigo” por razón de su odio insidioso contra el hombre y contra el bien; “antagonista”<br />

porque se esfuerza por obstaculizar toda obra buena. ¿Alguien quiere orar? Él se opone<br />

y pone obstáculos con malos pensamientos, con distracciones obsesionantes, con la acedía. ¿Otro<br />

quiere dar limosna? Lo detiene con la avaricia, con la tacañería. ¿Otro quiere velar? Se lo impide<br />

con la pereza, con el descuido. Brevemente, se opone a todo bien que emprendemos. Por eso<br />

se le llama no sólo “enemigo”, sino también “antagonista”. Así “por la humildad son destruidos<br />

todos los maleficios de nuestro enemigo y antagonista”.<br />

28. La humildad es verdaderamente grande. Todos los santos avanzaron por ese camino de la<br />

humildad y abreviaron los trayectos con las penas, según esta palabra: “Mira mis trabajos y mis<br />

penas y perdona todos mis pecados” (Sal 24,18). “Incluso sola, la humildad puede, como lo<br />

decía el abad Juan, introducirnos, aunque más lentamente”. Humillémonos, pues, un poco,<br />

también nosotros, y nos salvaremos. Aunque no podamos, débiles como somos, realizar penosos<br />

trabajos, tratemos de humillarnos. Tengo confianza en la misericordia de Dios que lo poco que<br />

hagamos humildemente, nos valdrá a nosotros para estar entre los santos que han trabajado mucho<br />

en el servicio de Dios. Sí, somos débiles e incapaces de entregarnos a aquellos trabajos,<br />

pero ¿no podemos humillarnos?<br />

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29. Hermanos, ¡dichoso quien posee la humildad! Grande es la humildad. Designaba muy<br />

bien al que posee una verdadera humildad, el santo que decía: “La humildad no se irrita ni irrita<br />

a nadie”. Esto parecería que no es exacto, porque la humildad se opone simplemente a la vanagloria,<br />

de la que preserva al hombre. Ahora bien, uno se irrita a propósito de las riquezas y a<br />

propósito de los alimentos. ¿Cómo puede decirse entonces que “la humildad no se irrita ni irrita<br />

a nadie”? Es porque la humildad es grande, como dijimos. Es tan poderosa que atrae la gracia<br />

de Dios al alma, y la gracia de Dios, una vez presente, protege al alma contra esas dos graves<br />

pasiones. ¿Qué hay más grave que irritarse uno mismo e irritar al prójimo? Envagro lo decía:<br />

“No conviene en manera alguna que el monje se encolerice”. Sí, en verdad, si el que se irrita no<br />

se defiende inmediatamente con la humildad, resbala poco a poco a un estado diabólico, perturbando<br />

a los demás y perturbándose él mismo. Por esto el anciano dijo: “La humildad no se irrita<br />

ni irrita a nadie”.<br />

30. Pero, ¿qué he dicho? ¿Es solamente de esas dos pasiones de las que nos protege la humildad?<br />

Más bien nos protege de toda pasión, de toda tentación. Cuando san Antonio contempló<br />

todos los tropiezos tendidos por el diablo, preguntó a Dios con gemidos: “¿Quién los superará?”<br />

Y Dios le respondió: “La humildad los superará”. Y ¿qué otra palabra añadió Dios? “Y ellos no<br />

tendrán fuerza contra la humildad”. ¿Veis, hermanos respetables, el poder, veis la gracia de una<br />

virtud? En realidad, nada es más poderoso que la humildad, nada le es superior. Si al humilde le<br />

acontece algo desagradable, inmediatamente se echa a sí mismo la culpa, al punto cree que lo ha<br />

merecido, y no consiente que se haga reproche a nadie más, ni que se le eche a otro la culpa. Él<br />

soporta sencillamente, sin turbarse, sin angustiarse, con toda tranquilidad. Por eso “la humildad<br />

no se irrita ni irrita a nadie”. Con razón el santo dijo: “Ante todo, tenemos necesidad de la<br />

humildad”.<br />

31. Hay dos especies de humildad, como hay dos especies de orgullo. El primer tipo de orgullo<br />

consiste en despreciar a su hermano, no hacer caso alguno de él, como si no existiese, y a<br />

creerse superior a él. Si no se presta atención inmediatamente con una seria vigilancia, se llega<br />

poco a poco a la segunda clase que consiste en elevarse contra el mismo Dios, y a atribuirse a sí<br />

mismo las buenas obras y no a Dios.<br />

De hecho, hermanos míos, conocí a alguien que había caído en un estado lastimoso. Al comienzo,<br />

cuando un hermano le hablaba, lo despreciaba diciendo: “¿Quién es éste? En el mundo<br />

no hay más que Zósimo y sus discípulos”. Luego, comenzó también a despreciar a éstos y a<br />

decir: “No hay más que Macario”; y un poco más tarde: “¿Quién es Macario? No hay más que<br />

Basilio y Gregorio”. Pero pronto los despreció también a ellos: “¿Quién es Basilio? ¿Quién es<br />

Gregorio?, decía. No hay más que Pedro y Pablo”. –“Ciertamente hermano, le dije, despreciarás<br />

también a Pedro y Pablo”. Y, creedme, poco más tarde comenzó a decir: “¿Quiénes son<br />

Pedro y Pablo? No hay más que la Santa Trinidad”. Finalmente se levantó contra Dios mismo,<br />

y fue su ruina. Por eso, hermanos míos, debemos luchar contra la primera especie de orgullo<br />

para no caer poco a poco en el orgullo completo.<br />

32. Hay también un orgullo mundano y un orgullo monástico. El orgullo mundano consiste<br />

en elevarse frente a su hermano porque se es rico, más hermoso, mejor vestido o más noble que<br />

él. Cuando nos damos cuenta de que nos glorificamos de esas cosas o de que nuestro monasterio<br />

es más grande, más rico o más numeroso, pensemos que nos hallamos todavía en el orgullo<br />

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mundano. Lo mismo cuando se saca vanidad de las cualidades naturales: por ejemplo, uno se<br />

glorifica de tener una voz hermosa o de salmodiar bien, o de ser hábil, de trabajar o servir correctamente.<br />

Estos motivos son más elevados que los primeros; sin embargo, eso es todavía<br />

orgullo mundano. El orgullo monástico consiste en gloriarse de las vigilias, de los ayunos, de la<br />

piedad, de la observancia, del celo, o incluso de humillarse por vanagloria. Todo esto es orgullo<br />

monástico. Si tenemos necesariamente que enorgullecernos, conviene que nuestro orgullo se<br />

refiera al menos a las cosas monásticas y no a las mundanas. Hemos explicado cuál es la primera<br />

clase de orgullo y cuál la segunda; hemos definido igualmente el orgullo mundano y el orgullo<br />

monástico. Mostremos ahora cuales son las dos especies de humildad.<br />

33. La primera consiste en tener a su hermano por más inteligente que a sí mismo y superior<br />

en todo; es, en suma, como decía un santo: “Ponerse debajo de todos”. La segunda especie de<br />

humildad es atribuir a Dios las buenas obras. Ésa es la perfecta humildad de los santos. Nace<br />

naturalmente en el alma de la práctica de los mandamientos. Mirad los árboles cargados con<br />

abundancia de frutos: esos frutos hacen doblarse y bajarse las ramas. En cambio la rama que no<br />

tiene fruto, se levanta en el aire y se alza derecha. Hay algunos árboles cuyas ramas no llevan<br />

fruto y se elevan hacia el cielo. Pero si se les suspende una piedra para hacerlas bajar, entonces<br />

producen fruto. Así sucede con el alma: cuando se humilla, da fruto, y cuanto más fruto da, más<br />

se humilla. Los santos cuanto más se acercan a Dios, más pecadores se consideran.<br />

34. Me acuerdo de que hablábamos un día de la humildad, y un notable de Gaza al oírnos<br />

decir que cuanto más uno se aproxima de Dios, se considera más pecador, estaba extrañado:<br />

“¿Cómo es eso posible?”, decía. No lo comprendía y deseaba una explicación: –Señor notable,<br />

le pregunté, dígame, ¿qué piensa Ud. ser en su ciudad? – Un gran personaje, me respondió, el<br />

principal de la ciudad. –Si Ud. fuese a Cesarea, ¿por quién se consideraría allí? –Inferior a los<br />

grandes de aquella ciudad. –Y ¿si fuese a Antioquia? –Me consideraría como un pueblerino. –Y<br />

a Constantinopla, ¿junto al Emperador? –Como un miserable. –Ahí lo tiene, le dije. Tales son<br />

los santos: cuanto más se acercan de Dios, más pecadores se consideran. Abrahán cuando vio al<br />

Señor se llamó «tierra y ceniza» (Gn 18,27). Isaías decía: «¡Miserable e impuro que yo soy!»<br />

Igualmente cuando Daniel estaba en la fosa de los leones y Habacuc llegó con la comida diciéndole:<br />

«Toma la comida que Dios te envía», ¿qué dijo Daniel?: «¡El Señor se acordó, pues, de<br />

mí!» ¿Veis qué humildad poseía en su corazón? Estaba en la fosa, en medio de los leones, éstos<br />

no le hacían daño alguno, y esto no sólo una primera vez, sino una segunda vez; sin embargo,<br />

después de todo ello, se admiraba y decía: “¡El Señor se acordó, pues, de mí!”<br />

35. ¡Ved la humildad de los santos! ¡Ved las disposiciones de su corazón! Incluso enviados<br />

por Dios en auxilio de los hombres, rehusaban por humildad y rehuían los honores. Si se echa<br />

una toca sucia sobre un hombre vestido de seda, él trata de evitarlo para no ensuciar su ropa<br />

preciosa. Igualmente los santos revestidos de virtudes, huyen la vanagloria humana por miedo a<br />

ensuciarse. Al contrario, los que desean la gloria semejan al hombre desnudo que no cesa de<br />

buscar un harapo de tela o cualquier otra cosa para cubrir su indecencia. Así el que está desnudo<br />

de virtudes, busca la gloria de los hombres.<br />

Enviados por Dios en auxilio de los demás, los santos rehusaban por humildad. Moisés decía:<br />

“Os suplico: elegid otro que sea capaz; yo soy tartamudo y mi lengua es torpe”. Y Jeremías:<br />

“Soy demasiado joven”. Todos los santos en general adquirieron la humildad, como hemos<br />

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dicho, por la práctica de los mandamientos. Cómo es o cómo nace en el alma, nadie puede<br />

expresarlo con palabras a quien no lo haya aprendido por experiencia; nadie podría aprender por<br />

las meras palabras.<br />

36. Un día, el abad Zósimo hablaba de humildad y un filósofo que se encontraba presente, al<br />

oír sus enseñanzas, quiso saber su sentido preciso: “Dime, le preguntó, ¿cómo puedes creerte<br />

pecador? ¿No sabes que eres santo, que posees virtudes? ¡No ves que practicas los mandamientos!<br />

¿Cómo en estas condiciones puedes creer que eres un pecador?” El anciano no encontraba<br />

respuesta que darle, pero le dijo: “No sé cómo decírtelo, pero es así”. El filósofo, con todo, le<br />

asediaba para obtener la explicación. Y el anciano, no hallando cómo exponérselo, comenzó a<br />

decir con su santa sencillez: “No me atormentes; yo sé bien que es así”.<br />

Viendo que el anciano no sabía qué responder, le dije: “¿No es esto como la filosofía y la<br />

medicina? Cuando uno aprende bien estas artes y las practica, se adquiere poco a poco por el<br />

ejercicio mismo une suerte de costumbre de médico o de filósofo. Nadie podría decir ni lograría<br />

explicar cómo le vino esa costumbre. Poco a poco, como dije, e inconscientemente el alma la<br />

adquirió por el ejercicio de su arte. Lo mismo se puede pensar acerca de la humildad: de la<br />

práctica de los mandamientos nace una disposición para la humildad, que no puede explicarse<br />

con palabras”. A estas palabras el abad Zósimo se llenó de alegría y me abrazó al punto, diciéndome:<br />

“Has encontrado la explicación. Es exacto lo que dices”. En cuanto al filósofo, quedó<br />

satisfecho y admitió también el razonamiento.<br />

37. Ciertas palabras de los ancianos nos hacen entrever esa humildad, pero la disposición<br />

psíquica nadie lograría decir cuál es. Cuando el abad Agatón estuvo próximo a morir, los hermanos<br />

le dijeron: “Padre, ¿también tú temes?” Él respondió: “Sin duda, hice lo posible por guardar<br />

los mandamientos, pero soy un hombre; ¿cómo podría saber si mis obras han agradado a<br />

Dios? Porque es diferente el juicio de Dios y el de los hombres.” Ved, este anciano nos abrió los<br />

ojos para entrever la humildad y nos indicó un camino para alcanzarla. Pero, cómo es o cómo<br />

nace en el alma, según lo he dicho frecuentemente, nadie lograría decirlo; y tampoco se puede<br />

saber por un razonamiento, si el alma no mereció aprenderlo por sus obras. Los Padres han<br />

hablado de lo que la obtiene. En el Geronticón se cuenta que un hermano preguntó a un anciano:<br />

“¿Qué es la humildad?” El anciano respondió: “La humildad es una obra grande y divina. El<br />

camino de la humildad, son los trabajos corporales realizados a conciencia, el mantenerse debajo<br />

de todos y orar a Dios sin cesar”. Ése es el camino de la humildad, pero la humildad ella misma<br />

es divina e incomprensible.<br />

38. ¿Por qué se dijo que los trabajos corporales llevan al alma a la humildad? ¿Cómo los<br />

trabajos corporales son virtud del alma? Mantenerse debajo de todos, como hemos dicho antes,<br />

se opone a la primera especie de orgullo. El que se pone por debajo de todos, ¿cómo podría<br />

creerse más grande que su hermano, elevarse en algo, censurar o despreciar a alguien? Igualmente,<br />

en cuanto a la oración continua, es evidente también que se opone a la segunda especie<br />

de orgullo. Es manifiesto que el hombre humilde y piadoso, sabiendo que en su alma no puede<br />

haber nada bueno sin el auxilio y la protección de Dios, no cesa jamás de invocarle para obtener<br />

su misericordia. Quien ora a Dios sin cesar, en cualquier obra que pueda realizar, él conoce su<br />

origen, y no puede concebir orgullo ni atribuirla a sus propias fuerzas. Es a Dios a quien él<br />

atribuye toda obra buena y no cesa de darle gracias y de invocarlo, temiendo que la pérdida de<br />

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uno de sus auxilios no deje aparecer su debilidad y su impotencia. Así la humildad le hace orar<br />

y la oración lo hace humilde. Y cuanto más bien hace, tanto más se humilla; y cuanto más se<br />

humilla, tantos más auxilios recibe y progresa gracias a su humildad.<br />

39. ¿Por qué se dijo, pues, que los trabajos corporales obtienen la humildad? ¿Qué influencia<br />

puede tener el trabajo del cuerpo en una disposición del alma? Voy a decíroslo. Cuando el alma<br />

se apartó del precepto para caer en pecado, se entregó, por desdicha, como dice san Gregorio, a<br />

la concupiscencia y al libertinaje del error. Se recreó en los bienes corporales y, en cierta manera,<br />

se hizo como una sola cosa con el cuerpo, viniendo a ser enteramente carne, según la expresión:<br />

“Mi espíritu no permanecerá en estos hombres porque son carne”. Así la desgraciada alma<br />

sufre con el cuerpo, es afectada ella misma por todo lo que él hace. Por eso el anciano dice que<br />

incluso el trabajo corporal conduce a la humildad. De hecho, las disposiciones del alma no son<br />

las mismas en el sano que en el enfermo, en el hambriento que en el harto. Tampoco son las<br />

mismas en el que está montado a caballo que en el que monta un asno, en quien está sentado en<br />

un trono que en el que se sienta por tierra, en quien lleva lujosos vestidos que en quien viste<br />

miserablemente. Por tanto, el trabajo humilla el cuerpo y, cuando el cuerpo es humillado, el<br />

alma también lo es con él, de manera que el anciano tenía razón al decir que incluso el trabajo<br />

corporal lleva a la humildad. Por eso cuando Envagro fue tentado de blasfemia, no ignorando en<br />

su sabiduría que la blasfemia viene del orgullo y que la humillación del cuerpo produce la humildad<br />

en el alma, pasó cuarenta días sin entrar bajo un techo, de modo que su cuerpo, según dice<br />

el que lo narra, producía parásitos, como las bestias salvajes. Esta penalidad no era por la blasfemia,<br />

sino por la humildad. El anciano, pues, hizo bien en decir que los trabajos corporales conducen<br />

también a la humildad. Que el buen Dios nos conceda la gracia de la humildad que libra<br />

al hombre de grandes males y le protege de grandes tentaciones.<br />

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III. SOBRE LA CONCIENCIA<br />

40. Cuando Dios creó al hombre depositó en él un germen divino, una suerte de facultad más<br />

viva y luminosa como una centella, para esclarecer el espíritu y hacerle discernir el bien y el<br />

mal. Es lo que se llama conciencia: la ley natural. Según los Padres, está representada por los<br />

pozos que excavó Jacob y que colmaron los filisteos. Conformándose a la ley de la conciencia,<br />

los Patriarcas y todos los santos de antes de la ley escrita agradaron a Dios. Pero, habiéndola<br />

sepultado progresivamente los hombres y habiéndola pisoteado con sus pecados, nos fue precisa<br />

la ley escrita, nos fueron necesarios los profetas, nos fue menester la venida de nuestro Señor<br />

Jesucristo por sacarla a relucir y despertarla, para reanimar con la práctica de sus santos mandamientos<br />

la centella enterrada. Desde entonces, está en nuestro poder o bien enterrarla de nuevo,<br />

o bien dejar que brille y nos ilumine, si le obedecemos. Si nuestra conciencia nos manda hacer<br />

tal cosa y nosotros la despreciamos, si nos habla de nuevo y no hacemos lo que ella nos dice,<br />

persistiendo en pisotearla, terminaremos por enterrarla, y el peso, que la cubre, le impide en<br />

adelante hablarnos claramente.<br />

Como una lámpara cuya claridad está oscurecida por las impurezas, comienza a hacernos ver<br />

las cosas más confusamente, por así decir más oscuramente; y como en un agua cenagosa nadie<br />

puede reconocer su rostro, llegamos progresivamente a no percibir la voz de nuestra conciencia,<br />

hasta el punto de creer casi que no la tenemos. Con todo, nadie está privado de ella, porque,<br />

como lo hemos dicho ya, es algo divino que no muere nunca; nos recuerda sin cesar nuestro<br />

deber, y somos nosotros que no la escuchamos, según lo dicho, por haberla menospreciado y<br />

pisoteado.<br />

41. El profeta llora sobre Efraín, diciendo: “Efraín oprimió a su adversario y pisoteó el<br />

juicio” (Os 10,11). Llama “adversario” a la conciencia. De ahí que se dice en el Evangelio:<br />

“Métete pronto de acuerdo con tu adversario, mientras que vas de camino con él, por miedo a<br />

que te entregue al juez, el juez a los guardias y éstos te echen en prisión. En verdad te digo que<br />

no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo”. ¿Por qué llamar “adversario” a la<br />

conciencia? Porque se opone constantemente a nuestra mala voluntad; nos censura si no hacemos<br />

lo que debemos hacer, e igualmente nos acusa si hacemos lo que no debemos hacer. Por eso se<br />

la llama “adversario” y se nos da este consejo: “Métete de acuerdo pronto con tu adversario,<br />

mientras vas de camino con él”. El camino, como explica san Basilio, es el mundo presente.<br />

42. Esforcémonos, pues, hermanos, por guardar nuestra conciencia mientras estamos en este<br />

mundo, tratando de no incurrir en su censura, sea lo que sea, y de no pisotearla nunca en lo más<br />

mínimo. Ya que sabéis que de las pequeñas cosas, a las que no se da importancia, se llega a<br />

despreciar también las grandes. Se comienza por decir: “¿Qué importa si digo esta palabra?<br />

¿Qué importa si como este bocado? ¿Qué importa si me ocupo de este asunto? A fuerza de decir:<br />

qué importa esto, qué importa lo otro, se contrae un cáncer maligno e irritante: uno comienza a<br />

despreciar incluso las cosas importantes y más graves, a pisotear su conciencia, y finalmente se<br />

corre el peligro de caer, escalón tras escalón, en una total insensibilidad.<br />

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Vigilad, hermanos, para no ser negligentes en las cosas pequeñas, vigilad y no las despreciéis<br />

como insignificantes. No son pequeñas, son un cáncer, una mala costumbre. estemos vigilantes,<br />

estemos atentos a las cosas ligeras, mientras son ligeras, para que no lleguen a ser graves. Virtud<br />

y pecado comienzan por cosas pequeñas, pero conducen a las grandes, buenas o malas. Por eso<br />

el Señor nos exhorta a guardar nuestra conciencia bajo la forma de una advertencia dirigida a<br />

alguien en particular: Mira lo que haces, desgraciado. ¡Atención! “Métete de acuerdo pronto con<br />

tu adversario, mientras que vas de camino con él”. Luego añade, para mostrar el carácter temible<br />

y peligroso de la situación: “Por miedo a que te entregue al juez, y el juez a los guardias, y<br />

éstos te metan en prisión”. Y ¿luego?: “En verdad te digo que no saldrás de ella hasta que hayas<br />

pagado el último céntimo”. Como dije, es la conciencia la que nos instruye sobre el bien y el<br />

mal con sus reproches y nos muestra lo que hay que hacer o no hacer. Es ella también quien nos<br />

acusará en el siglo futuro. Por eso el Señor dice: “Por miedo a que te entregue al juez…” y lo<br />

que sigue.<br />

43. Guardar la conciencia presenta una gran diversidad de aplicaciones. Se debe guardar<br />

respecto a Dios, respecto al prójimo, respecto a las cosas materiales. Respecto a Dios, teniendo<br />

cuidado en no menospreciar sus mandamientos, incluso en las cosas que no pueden ver los hombres<br />

y de las que ninguno de entre ellos pedirá cuentas. Guarda su conciencia para con Dios en<br />

lo secreto el que, por ejemplo, procura no ser negligente en la oración, el que es vigilante cuando<br />

surge en el corazón un pensamiento apasionado y no se detiene en él ni lo consiente; el que<br />

evita sospechar y juzgar al prójimo por las apariencias, cuando le ve decir o hacer algo; en una<br />

palabra, todo lo que se pasa en secreto y que nadie conoce más que Dios y nuestra conciencia,<br />

debe ser objeto de nuestra vigilancia. Tal es la conciencia respecto a Dios.<br />

44. La conciencia respecto al prójimo consiste en no hacer absolutamente nada que pueda<br />

molestarle o herirle, sea una acción, una palabra, una actitud o una mirada. Porque hay actitudes<br />

que hieren al prójimo, os lo repito con frecuencia; una mirada también puede herirle. Brevemente,<br />

todas las veces que uno se da cuenta de que trata de molestar al prójimo, su propia conciencia<br />

se mancha, ya que ve bien que tiene intención de dañar o afligir. Hay que procurar no obrar de<br />

esa manera. Y eso es guardar su conciencia respecto al prójimo.<br />

45. En fin, guardar su conciencia respecto a las cosas materiales, es evitar hacer malo lo<br />

bueno, no dejar que se pierda o se descuide nada, no ser negligente en recoger y poner en su<br />

lugar un objeto que está fuera de su sitio, por pequeño que sea, evitar también el estropear la<br />

ropa. Por ejemplo, uno podría llevar todavía su vestido una o dos semanas, y sin esperar ese<br />

plazo se apresura a ir a lavarlo y batirlo. Cuando debería servirle cinco meses o incluso más, lo<br />

gasta a fuerza de lavados y lo hace inutilizable. Eso es obrar contra su conciencia.<br />

Igualmente en cuanto al lecho. Uno podría contentarse con frecuencia con una simple almohada<br />

y desea un gran colchón. Uno tiene una manta de pelo y quiere cambiarla por otra, nueva o<br />

más bonita, por frivolidad o porque le disgusta la que tiene. Uno podría contentarse con un<br />

manto hecho de varias piezas, y reclama uno de lana, y tal vez se disgustará si no lo recibe.<br />

Además, si fija sus ojos en su hermano y comienza a decir: “¿Por qué él tiene aquello y yo no?<br />

¡Qué dichoso es él!”. ¡He ahí qué gran progreso! O bien todavía, uno extiende la túnica o la<br />

manta al sol y se descuida de cocerla de nuevo y la deja estropearse. Esto es también obrar contra<br />

la conciencia.<br />

17


Lo mismo en cuanto a los alimentos. Se podría uno contentar con un poco de legumbres<br />

verdes o secas, o con algunas aceitunas. Y en lugar de contentarse con eso, busca otro manjar<br />

más agradable o más costoso. Todo esto es contra la conciencia.<br />

46. Ahora bien, los Padres dicen que el monje no debe nunca dejar que su conciencia le atormente,<br />

por nada. Por tanto, hermanos, tenemos que permanecer siempre vigilantes y evitar todas<br />

las faltas para no ponernos en peligro. Como hemos dicho, el Señor nos previno. Que Dios nos<br />

conceda entender y guardar esto, para que los dichos de nuestros Padres no vengan a ser para<br />

nosotros un motivo de condenación.<br />

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IV. EL TEMOR DE DIOS<br />

47. San Juan dice en las epístolas católicas: “El amor perfecto echa fuera el temor”.¿Qué<br />

quiere significar con eso? ¿De qué amor habla y de qué temor? Porque el Profeta dice en el<br />

Salmo: “Temed al Señor, vosotros todos, sus santos” (Sal 33,10), y encontramos en las sagradas<br />

Escrituras otros mil pasajes semejantes. Si los santos que aman al Señor, le temen, ¿cómo san<br />

Juan puede decir: “El amor expulsa el temor”? Él quiere indicarnos que hay dos temores, uno<br />

inicial, el otro perfecto; el primero podría decirse propio de los principiantes en la piedad; el<br />

otro, el de los santos llegados a la perfección y a la cima del santo amor. Uno, por ejemplo,<br />

cumple la voluntad de Dios por temor del castigo: es todavía un principiante, como decíamos,<br />

no hace el bien por ese mismo bien, sino por temor de la punición. Otro cumple la voluntad de<br />

Dios porque ama a Dios y quiere con cuidado serle agradable. Éste sabe lo que es el bien, conoce<br />

lo que es el estar con Dios. He ahí el que posee el verdadero amor, “el amor perfecto”, como<br />

dice san Juan, y este amor le conduce al temor perfecto. Porque él teme y guarda la voluntad de<br />

Dios, no por razón del castigo, ni por evitar la punición, sino porque habiendo gustado la dulzura<br />

de estar con Dios, como hemos dicho, teme perderle, teme estar privado de él. Este temor<br />

perfecto, nacido del amor, expulsa el temor inicial. Y por eso san Juan dice que “el amor perfecto<br />

echa fuera el temor”. Pero es imposible llegar al temor perfecto, sin pasar por el temor<br />

inicial.<br />

48. Como dice san Basilio, hay tres estados en los que podemos agradar a Dios. O bien hacemos<br />

lo que agrada a Dios por temor del castigo, y estamos en la condición de esclavos; o bien,<br />

buscando ganar un salario, cumplimos las órdenes recibidas, en vista de nuestra propia ventaja,<br />

y así nos semejamos a los mercenarios; o en fin, realizamos el bien por sí mismo, y estamos en<br />

la condición de hijos. Porque el hijo, cuando llega al uso de razón, hace la voluntad de su padre<br />

no por temor de ser castigado ni por obtener de él una recompensa, sino porque, amando a su<br />

padre, guarda para con él el afecto y el honor debidos a un padre con la convicción de que todos<br />

los bienes paternos son suyos. Éste merece oír: “No eres ya un esclavo, sino un hijo y un heredero<br />

de Dios por Cristo”. Él no teme ya a Dios con el temor inicial de que hablábamos –es<br />

evidente–, sino que le ama, como decía san Antonio: “No temo ya a Dios; le amo”. Igualmente<br />

el Señor, al hablar a Abrahán después de que éste le ofreció su hijo: “Ahora, sé que temes a<br />

Dios”, quería referirse al temor perfecto nacido del amor. Si no, ¿cómo habría podido decirle:<br />

“Ahora sé…”? Abrahán –que él me perdone– había hecho tantas cosas, había obedecido a Dios,<br />

había dejado todos sus bienes, se había establecido en un país extranjero, en medio de un pueblo<br />

idólatra, donde no había signo alguno de culto divino. Sobre todo, había superado la terrible<br />

prueba del sacrificio de su hijo. Y después de todo esto, el Señor le dice: “Ahora sé que temes<br />

a Dios”. Es claro que él hablaba del temor perfecto, el propio de los santos. Ya que éstos hacen<br />

la voluntad de Dios, no ya por temor de un castigo o por obtener una recompensa, sino por<br />

amor, como hemos dicho muchas veces, temiendo hacer algo contra la voluntad de aquel a quien<br />

aman. Por eso san Juan dice: “El amor echa fuera el temor”. Los santos no obran por temor,<br />

sino que temen por amor.<br />

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49. Ése es el temor perfecto, pero es imposible llegar a él, lo repito, sin haber tenido de<br />

antemano el temor inicial. Pues se ha dicho: “El comienzo de la sabiduría es el temor del Señor”;<br />

y también: “El comienzo y el fin es el temor de Dios” (Pr 1,7; 9,10; 22,4). La Escritura<br />

llama “comienzo” al temor inicial, al cual sigue el temor perfecto, propio de los santos. El<br />

temor inicial es el nuestro. Como un esmalte (en el metal), él guarda al alma de todo mal, según<br />

lo que está escrito: “Por el temor del Señor, todo hombre se aparta del mal” (Pr 15,27). El que<br />

se aparta del mal por temor del castigo, como el esclavo que teme a su amo, llega progresivamente<br />

a hacer el bien y comienza poco a poco a esperar una retribución por sus buenas obras,<br />

como el mercenario. Y si prosigue a huir del mal por temor, como el esclavo, y a hacer el bien<br />

con la esperanza de una ganancia como un mercenario, y persevera así en la virtud, con el auxilio<br />

de Dios, uniéndose paulatinamente a él, termina por gustar el bien verdadero, y tener una<br />

cierta experiencia de él, y no quiere ya separarse de él. ¿Quién podrá en adelante, como dice el<br />

Apóstol, separarle del amor de Cristo? Entonces alcanza la perfección del hijo, ama el bien por<br />

sí mismo y teme porque ama. Ése es el temor grande y perfecto.<br />

50. Para enseñarnos la diferencia de los temores, el Profeta decía: “Venid, hijos, escuchadme:<br />

os enseñaré el temor del Señor”. Prestad atención a cada palabra del Profeta, y ved cómo<br />

cada una tiene su significado. Ante todo dice: “Venid a mí”, para invitarnos a la virtud. Luego<br />

añade: “Hijos”; los santos llaman “hijos” a los que su palabra hace pasar del vicio a la virtud;<br />

así el Apóstol cuando dice: “Hijitos míos, por quien soporto de nuevo los dolores del parto hasta<br />

que Cristo se forme en vosotros”. Luego, después de habernos llamado e invitado a esta trasformación,<br />

el Profeta nos dice: “Os enseñaré el temor del Señor”. Ved la seguridad del santo.<br />

Nosotros, cuando queremos decir una palabra buena, comenzamos siempre por preguntar:<br />

“¿Queréis que conversemos un poco y que hablemos del temor de Dios o de otra virtud?” El<br />

santo no habla así, sino que dice con seguridad: “Venid, hijos, escuchadme; os enseñaré el<br />

temor del Señor. ¿Quién ama la vida y desea conocer días dichosos?” Y enseña diciendo:<br />

“Guarda tu lengua del mal y tus labios de las palabras engañosas”. Ved, es siempre el temor de<br />

Dios el que impide realizar el mal. “Guardar la lengua del mal”, consiste en no herir en manera<br />

alguna la conciencia del prójimo, ni criticarle, ni irritarle. “Guardar los labios de palabras engañosas”,<br />

consiste en no engañar al prójimo.<br />

El Profeta prosigue: “Apártate del mal”. Después de haber hablado primero de faltas particulares,<br />

la crítica, el engaño, ahora habla del vicio en general: “Apártate del mal”, es decir, huye<br />

absolutamente de todo mal, apártate de todo lo que lleva al pecado. Y no se detiene ahí, sino que<br />

añade: “Y haz el bien”. Sucede, en efecto, que uno no hace el mal, ni tampoco el bien. Uno<br />

puede no ser injusto, sin ejercitar la misericordia, o puede no odiar sin por eso amar. Por ello el<br />

Profeta tuvo razón al decir: “Apártate del mal y haz el bien”.<br />

Ved, el Profeta nos muestra esta sucesión de los tres estados de que hablamos: por el temor de<br />

Dios, lleva el alma a que se aparte del mal, y la impulsa así a elevarse hasta el bien. Porque, desde<br />

el momento en que se llega a no cometer ya el mal y a alejarse de él, naturalmente se hace el bien,<br />

siguiendo a los santos. A estas palabras el Profeta añade muy justamente: “Busca la paz y ve tras<br />

ella”. No dice solamente: “busca”, sino “ve tras ella” corriendo, para apoderarte de ella.<br />

51. Prestad mucha atención a esa palabra y ved la precisión del santo. Cuando alguien llega a<br />

apartarse del mal y se esfuerza, con la ayuda de Dios, a hacer el bien, inmediatamente se abaten<br />

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sobre él los ataques del enemigo. Él lucha, se fatiga, está abrumado: no sólo teme volver al mal,<br />

como decíamos del esclavo, sino que espera también la retribución del bien como un mercenario.<br />

En los ataques y contraataques de este pugilato con el enemigo él hace el bien, sin embargo,<br />

con muchos sufrimientos y tormentos. Pero cuando llega el auxilio de Dios y comienza a habituarse<br />

al bien, entonces entrevé el reposo y gusta progresivamente de la paz, y se da cuenta de lo<br />

que es la tribulación de la guerra y lo que es la alegría y la felicidad de la paz. En fin, busca esta<br />

paz, se apresura, corre en pos de ella para alcanzarla, para poseerla en plenitud y hacerla morar<br />

en él. ¿Hay dicha más grande que la del alma llegada a este punto? Ella se halla en la condición<br />

de hijo, como hemos dicho con frecuencia. Sí, ciertamente, “dichosos quienes obran la paz,<br />

porque serán llamados hijos de Dios”. ¿Quién podría decir de esta alma que obra todavía el bien<br />

por otro motivo más que el goce del bien mismo? ¿Quién conoce esa alegría, sino quien la ha<br />

experimentado? Entonces, ése descubre también el temor perfecto, del que hemos hablado muchas<br />

veces.<br />

Henos instruidos acerca del temor perfecto de los santos, y acerca del temor inicial, el nuestro;<br />

conocemos aquello de lo que nos hace huir el temor de Dios y adonde nos conduce. Ahora<br />

hemos de aprender cómo alcanzar el temor de Dios y hemos de hablar también de lo que nos<br />

aleja de él.<br />

52. Los Padres dijeron que uno adquiere el temor de Dios acordándose de la muerte y de los<br />

castigos, examinando cada tarde cómo se pasó la jornada y cada mañana cómo se pasó la noche,<br />

guardándose de la “paresia” y juntándose a alguien que teme a Dios. Se cuenta que un hermano<br />

preguntó a un anciano: “Padre, ¿qué debo hacer para temer a Dios?” El anciano le respondió:<br />

“Vete, júntate a un hombre temeroso de Dios, y por ese mismo hecho de que él teme a Dios, te<br />

enseñará a temer a Dios, a ti también”.<br />

Al contrario, alejamos de nosotros el temor de Dios al hacer lo opuesto de lo dicho, al no<br />

pensar en la muerte ni en los castigos, al no prestar atención a nosotros mismos, al no examinar<br />

nuestra conducta, al vivir de cualquier manera y al frecuentar cualquier persona, y, sobre todo,<br />

al abandonarnos a la parrhesia, que es lo peor de todo y la ruina completa. ¿Qué cosa expulsa<br />

del alma el temor de Dios como la parrhesia? Por eso el abad Agatón, preguntado sobre la parrhesia,<br />

decía que se parece a un gran viento ardiente que, cuando se levanta, hace huir a todo el<br />

mundo delante de él y destruye totalmente los frutos de los árboles. ¿Veis, hermanos respetables,<br />

el poder de una pasión? ¿Veis su furor? Y a esta segunda pregunta: La parrhesia, ¿es tan<br />

maligna?, el abad Agatón respondió: No hay pasión peor que la parrhesia, porque es la madre de<br />

todas las pasiones. El anciano dijo muy bien y con mucha sagacidad que la parrhesia es la madre<br />

de todas las pasiones, ya que ella expulsa del alma el temor de Dios. Si es siempre por el temor<br />

de Dios que nos apartamos del mal, necesariamente donde no lo hay, se encuentran todas las<br />

pasiones. ¡Que Dios preserve nuestras almas de esa pasión fatal de la parrhesia!<br />

53. La parrhesia es, por lo demás, multiforme: se manifiesta de palabra, con el tacto y con la<br />

mirada. La parrhesia impulsa a tener discursos vanidosos, a hablar de cosas mundanas, a dar<br />

bromas o provocar risas inconvenientes. También la parrhesia hace tocar a alguien sin necesidad,<br />

poner la mano sobre un hermano para divertirse, empujarle, cogerle algo, mirarlo inmodesta-<br />

21


mente. Todo eso es obra de la parrhesia, todo proviene de que no se tiene en el alma el temor<br />

del Señor, y de ahí se llega poco a poco a un desprecio completo. Por eso, cuando proclamaba<br />

los mandamientos de la Ley, Dios decía: “Haced respetuosos a los hijos de Israel”. Si no hay<br />

respeto no se puede ni siquiera honrar a Dios, ni obedecer una sola vez a un mandamiento, sea<br />

cual sea. Así no hay nada tan temible como la parrhesia. Es la madre de todas las pasiones, ya<br />

que excluye el respeto, expulsa el temor de Dios y engendra el desprecio.<br />

Si tenéis la parrhesia entre vosotros, os afrontáis los unos con los otros, habláis mal los unos<br />

de los otros y os herís mutuamente. Si uno percibe algo que no está bien, va a hablar de eso y<br />

echarlo en el corazón de un hermano. Y no sólo se daña a sí mismo, sino que daña también a su<br />

hermano inoculando en su corazón un veneno pernicioso. Incluso puede ocurrir que este hermano<br />

se estaba dedicando con su espíritu a la oración o a alguna otra obra buena: sobreviene el otro<br />

y le ofrece un sujeto de charlatanería: no sólo impide su provecho, sino que le pone en tentación.<br />

Y nada hay más grave y más funesto que hacer daño a su prójimo al mismo tiempo que a<br />

sí mismo.<br />

54. Tengamos, pues, respeto, hermanos, temamos el perjudicarnos a nosotros mismos y a los<br />

demás, honrémonos mutuamente y tengamos cuidado de no escudriñarnos los unos a los otros,<br />

ya que también eso es una forma de parrhesia, según un anciano.<br />

Si alguno ve a su hermano cometer una falta, guárdese de menospreciarle o de dejarle perecer<br />

con su silencio, o también de abrumarle con reproches y de hablar contra él. Con compasión y<br />

temor de Dios refiera la cosa a quien puede corregirle, o bien diríjase al hermano y dígale con<br />

caridad y humildad: “Perdón, hermano mío, aunque soy negligente, me parece que esto quizás<br />

no lo hacemos bien”. Si él no escucha, se lo dirá a otro que pudiera tener la confianza de aquel<br />

hermano, o bien se dirigirá a su prepósito o al abad, según la gravedad de la falta, y no se inquiete<br />

más por aquello. Pero, como hemos dicho, hable proponiéndose, como finalidad, la enmienda<br />

de su hermano, evitando los chismes, el denigrarlo, el desprecio, sin quererle darle una<br />

lección por así decir, sin condenarle, sin fingir tampoco que se obra por su bien, cuando interiormente<br />

se está animado de alguna de las disposiciones que acabo de decir. Porque, si habla a<br />

su abad y no lo hace buscando la enmienda de su prójimo ni porque él se escandalizó, es un<br />

pecado, es una murmuración. Examine su corazón y si se halla movido de la pasión, cállese. Si<br />

ve claramente que es por compasión y por utilidad que desea hablar, pero, con todo un pensamiento<br />

apasionado le asedia interiormente, ábrase humildemente al abad, diciéndole el asunto y<br />

el de su hermano en estos términos: “Mi conciencia me testimonia que es por el bien que deseo<br />

hablar, pero siento que se mezcla interiormente un pensamiento turbio. ¿Se debe a que yo haya<br />

tenido alguna vez algo contra este hermano? No lo sé. ¿Se trata de una imaginación engañosa<br />

que quiere impedirme hablar o procurar su enmienda? Tampoco lo sé”. El abad le dirá si él debe<br />

hablar o no.<br />

Sucede también que uno habla no por utilidad de su hermano, ni porque se encuentre él escandalizado,<br />

ni porque esté impulsado por el rencor, sino simplemente por charlar. Ahora bien,<br />

¿qué utilidad tienen esas palabras vanas? Con frecuencia incluso el hermano se entera de que han<br />

hablado de él, y se perturba. De todo eso no sale más que aflicción y aumento del mal. En cambio,<br />

cuando se habla por utilidad, como hemos dicho, y sólo por eso, Dios no permite que de<br />

ahí nazca la turbación ni que se produzca aflicción o daño.<br />

22


55. Tened también cuidado, como decíamos, de guardar la lengua. Que nadie hable maliciosamente<br />

a su prójimo ni le hiera de palabra, por obra, con su actitud o de cualquier otra manera.<br />

No seáis tampoco quisquillosos. Si uno de vosotros oye a su hermano una palabra, no se moleste<br />

al punto, no responda maliciosamente ni quede molestado contra él. Esto no conviene a luchadores,<br />

ni conviene a personas que quieren salvarse.<br />

Tened temor del Señor, y juntamente respeto. Cuando os encontréis, incline cada uno la<br />

cabeza ante su hermano, como hemos dicho, humíllese cada cual ante Dios y ante su hermano,<br />

y niegue por él su voluntad. Ciertamente está bien hacer esto, abajarse ante su hermano, y prevenirle<br />

honrándolo. El que se abaja, saca más provecho que el otro. Por mi parte, ignoro si hice<br />

algún bien, pero, si alguna vez fui respetado, sé que lo fui porque nunca me preferí a mi hermano<br />

y siempre lo hice pasar delante de mí.<br />

56. Estando yo todavía con el abad Seridos, el hermano encargado del servicio del anciano<br />

abad Juan, compañero del abad Barsanufo, cayó enfermo. El abad me envió a servir al anciano.<br />

Yo besaba ya exteriormente la puerta de su celda, como se adora la Cruz venerable; ¡cuánto más<br />

amorosamente abracé su servicio! ¡Quién no hubiera deseado ser admitido junto a un tal santo!<br />

Sus palabras eran admirables. Cada día, cuando yo había acabado de servirle y que le hacía una<br />

metania para despedirme, me decía siempre alguna cosa. Tenía cuatro sentencias, y cada tarde,<br />

como dije, cuando yo estaba a punto de retirarme, él me decía siempre una, y se expresaba así:<br />

“Una vez por todas, hermano, ¡que Dios guarde la caridad! –porque antes de cada sentencia<br />

tenía la costumbre de decir estas palabras–. Los Padres han dicho: Respetar la conciencia del<br />

prójimo engendra la humildad”. Otra tarde me decía: “Una vez por todas, hermano, ¡que Dios<br />

guarde la caridad! Los Padres han dicho: No he preferido nunca mi voluntad a la de mi hermano”.<br />

Otra vez: “Una vez por todas, hermano, ¡que Dios guarde la caridad! Huye de todo lo que<br />

es del hombre y te salvarás”. En fin: “Una vez por todas, hermano, ¡que Dios guarde la caridad!<br />

Llevad las cargas los unos de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo”.<br />

El anciano me daba siempre una de las cuatro sentencias, cuando me retiraba por la tarde,<br />

como se da a alguien un viático. Y así miraba yo esas sentencias como un salvoconducto para<br />

toda mi vida. Sin embargo, a pesar de la confianza que yo tenía respecto al santo y el contento<br />

que sentía al estar a su servicio, con sólo presentir que un hermano estaba apenado porque quería<br />

él servirle, yo me iba a encontrar al abad y le hacía esta petición: Este servicio convendría mejor<br />

a tal hermano, si vuestra Reverencia lo encuentra bien. Pero ni él ni el anciano lo consintieron.<br />

Yo había hecho todo lo que se hallaba en mi poder para que el hermano me fuera preferido.<br />

Durante nueve años que pasé allí, no he dicho a nadie, que me acuerde, una palabra desagradable;<br />

sin embargo, yo tenía una carga, y digo esto para que no vaya a alegarse que yo no la tenía.<br />

57. Y, creedme, me doy cuenta bien de lo que hizo un hermano que me siguió desde la enfermería<br />

hasta la iglesia injuriándome. Iba delante de él y no le respondí ni una palabra. Cuando el<br />

abad lo supo –no sé por quién–, y quiso castigar al hermano, me puse largo tiempo a sus pies,<br />

suplicándole: “No, por Dios, la falta es mía; ¿en qué es culpable ese hermano?” También otro,<br />

para probarme o por error, Dios lo sabe, durante un cierto tiempo orinaba durante la noche junto<br />

a mi cabeza de modo que mi cama quedaba inundada. Asimismo, otros hermanos venían a sacudir<br />

sus esteras delante de mi celda y yo veía una gran cantidad de chinches entrar en mi aposento<br />

y no llegaba a matarlas: eran innumerables dado el calor. Cuando me iba a acostar, se reunían<br />

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todas sobre mí, dada mi extrema fatiga llegaba a dormir, pero, al despertarme, encontraba mi<br />

cuerpo devorado. Sin embargo, jamás dije a uno de los hermanos: ¡No hagas eso! o: ¿Por qué<br />

haces así? Y no recuerdo haber dicho jamás una palabra que pudiese herir o afligir a alguien.<br />

Aprended, vosotros también, a “llevar los unos las cargas de los otros”, aprended a respetaros<br />

mutuamente. Y si uno de vosotros oye una palabra desagradable o si algo le contraría, no<br />

pierda los ánimos inmediatamente, ni se irrite al punto; que no se encuentre al momento del<br />

combate y delante de la ocasión de aprovechar, con un corazón acobardado, negligente, sin<br />

vigor, incapaz de soportar la menor molestia, como un melón que basta una pequeña piedrecilla<br />

para herirlo y hacerlo pudrir. Tened más bien un corazón valeroso, tened paciencia y que vuestra<br />

caridad mutua supere todos los acontecimientos.<br />

58. Si uno de vosotros tiene un cargo o si ha pedido algo sea al hortelano o al procurador, o<br />

al cocinero o a cualquier otro hermano encargado de un servicio, esforzaos ante todo, tanto el<br />

que pide como el que responde, por guardar la calma, sin dejaros llevar a la perturbación, a la<br />

antipatía, a la pasión ni a voluntad propia alguna o a una pretensión de justicia, que os alejase<br />

del mandamiento de Dios. Sea cual fuere el asunto, pequeño o grande, mejor sería despreciarlo<br />

o abandonarlo. Cierto, la indiferencia es mala, pero, por lo demás no debe preferirse ninguna<br />

cosa a la tranquilidad, de modo que dañe eventualmente el alma perturbándola. Por tanto, en<br />

cualquier asunto en que os encontraréis, incluso muy urgente y grave, no quiero que obréis con<br />

tensión o turbación, sino completamente convencidos de que toda obra que realicéis, grande o<br />

pequeña, no es más que la octava parte de lo que buscamos, mientras la calma, aunque por<br />

aquello haya faltas en el servicio, es la mitad o las cuatro octavas partes de la finalidad que<br />

buscamos. Ved la diferencia.<br />

59. Cuando hacéis una cosa y la queréis perfecta y acabada, poned vuestro celo por hacerla,<br />

lo cual es, como dije, la octava parte, y guardad intacta vuestra calma, lo cual equivale a la<br />

mitad o a las cuatro octavas partes. Si uno se ve obligado a apartarse de lo mandado, y dañarse<br />

a sí mismo o dañar a los demás para cumplir con su cargo, no es bueno perder la mitad para<br />

salvaguardar la octava parte. Si veis que alguien obra de esa manera, ése no cumple su servicio<br />

sabiamente. Por vanagloria o deseo de agradar, pasa su tiempo a discutir, a atormentarse y a<br />

atormentar al prójimo, para oír luego que nadie pudo hacer mejor que él. ¡Oh! ¡La gran virtud!<br />

No, no se trata de una victoria, hermanos; es una derrota, es un desastre. He aquí lo que os<br />

digo: Si uno de vosotros, enviado por mí a cualquier asunto, ve que le sobreviene la turbación o<br />

un daño cualquiera, párese al punto. No os hagáis nunca daño a vosotros mismos o al prójimo.<br />

Abandónese el asunto y no se haga, y no os perturbéis los unos a los otros. De lo contrario,<br />

perderíais la mitad, como dije, para realizar una octava parte, lo cual no es razonable evidentemente.<br />

60. Si os he dicho esto, no es para que, perdiendo los ánimos al punto, renunciéis a los asuntos<br />

o que seáis negligentes y abandonéis inmediatamente las cosas, pisoteando vuestra conciencia<br />

con el deseo de libraros de toda preocupación. Todavía menos es para que rehuséis obedecer,<br />

diciendo cada uno: “Yo no puedo hacer eso, me haría daño. Eso no me conviene”. Con tal<br />

actitud, no asumiríais nunca un servicio y no podríais cumplir los mandamientos de Dios. Al<br />

contrario, poned todo vuestro empeño por cumplir cada cual vuestro servicio con caridad, sometiéndoos<br />

humildemente los unos a los otros, honrándoos y estimulándoos mutuamente. Nada hay<br />

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tan poderoso como la humildad. Si uno de vosotros ve en un momento a su hermano en la dificultad<br />

o se ve él mismo, deteneos, ceded el uno al otro y no esperéis a que se produzca el mal.<br />

Porque, como he dicho mil veces, es preferible que el asunto no se realice a vuestro gusto y se<br />

haga según se pueda, no por obstinación ni por pretendidas razones, aunque os pareciere razonable<br />

turbaros y afligiros mutuamente, y perder así la mitad. El daño será entonces muy diferente.<br />

Sucede con frecuencia, por lo demás, que se pierde también la octava parte, sin hacer nada en<br />

absoluto. Ésas son las obras de quienes actúan con un mal celo. Es cierto seguramente que todas<br />

nuestras obras las realizamos para sacar de ellas algún provecho. Ahora bien, ¿qué provecho<br />

podemos sacar si no nos humillamos los unos ante los otros? Hallamos, al contrario, la turbación<br />

y nos afligimos mutuamente. Ya sabéis lo que se dice en el Geronticón: “Del prójimo viene la<br />

vida y la muerte”.<br />

Meditad sin cesar estos consejos en vuestros corazones, hermanos. Estudiad las palabras de<br />

los santos ancianos. Esforzaos, en el amor y el temor de Dios, por buscar vuestro provecho y el<br />

de los demás. Así podréis aprovecharos de todos los acontecimientos y progresaréis con el auxilio<br />

de Dios. Que nuestro Dios en su bondad nos recompense con su temor, como se ha dicho:<br />

“Teme a Dios y guarda sus mandamientos: ése es el deber de todo hombre” (Ecc 12,13).<br />

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V. NO DEBE SEGUIRSE EL PROPIO JUICIO<br />

61. Se dice en los Proverbios: “Quienes no tienen guía, caen como hojas. La salvación se<br />

encuentra en la abundancia de consejos” (Pr 11,14). Considerad, hermanos, el sentido de estas<br />

palabras, y ved lo que nos enseña la sagrada Escritura. Nos pone en guarda contra la confianza<br />

en nosotros mismos y contra la ilusión de creernos prudentes y capaces de dirigirnos nosotros<br />

mismos. Tenemos necesidad de ayuda, necesitamos de guías además de Dios. Nada hay tan<br />

miserable ni tan vulnerable como quienes no tienen a nadie para conducirles por los caminos de<br />

Dios. ¿Qué dice la Escritura? “Quienes no tienen guía caen como hojas”. La hoja, cuando nace,<br />

es siempre verde, vigorosa y hermosa; luego se seca poco a poco, cae, y al fin se la pisotea sin<br />

prestar atención. Así es el hombre que no tiene guía. Al comienzo no deja de tener fervor por el<br />

ayuno, las vigilias, la soledad, la obediencia, y las demás obras buenas. Luego, al apagarse ese<br />

fervor paulatinamente por no tener guía para alimentarlo e inflamarlo, él se seca insensiblemente,<br />

cae, y acaba en las manos de sus enemigos, que hacen de él lo que quieren.<br />

Al contrario, de quienes manifiestan sus pensamientos y hacen todo tomando consejo, la<br />

Escritura dice: “La salvación se encuentra en la abundancia de consejo”. Por “abundancia de<br />

consejo” no quiere decir que hay que consultar a todo el mundo, sino consultar para todo claramente<br />

a aquél en quien se debe tener plena confianza; no se deben callar unas cosas y decir<br />

otras, sino manifestar todo y pedir consejo para todo. Para quien obra así, verdaderamente “la<br />

salvación se halla en la abundancia de consejo”.<br />

62. Si uno no revela todo lo que hay en él, sobre todo si él acaba de dejar una vida y costumbres<br />

malsanas, el diablo descubrirá en él una voluntad propia o una pretensión de justicia que le<br />

permitirán derribarlo. Cuando el diablo ve a alguien decidido a no pecar, no es tonto en su maldad,<br />

para sugerirle al punto faltas manifiestas. No le dirá: “Vete a fornicar”, ni “vete a robar”.<br />

Sabe que no queremos esas cosas y no desea hablarnos de lo que nosotros no queremos. Pero he<br />

ahí que nos halla en posesión de una sola voluntad propia o de una pretensión de justicia, y ahí<br />

nos propone bellas razones. Por eso se ha escrito también: “El Maligno hace el mal, cuando se<br />

junta con una pretensión de justicia”, es decir cuando se asocia con nuestra pretendida justicia.<br />

Porque entonces es más fuerte y puede obrar y dañar más. Cada vez que nos apegamos obstinadamente<br />

a nuestra voluntad propia y que nos confiamos a nuestras pretensiones de justicia, pensando<br />

que obramos muy bien, en realidad nos tendemos trampas a nosotros mismos, y no nos<br />

damos cuenta de que caminamos a nuestra ruina. ¿Cómo podríamos conocer la voluntad de Dios<br />

o buscarla verdaderamente, si ponemos en nosotros mismos la confianza y nos agarramos tenazmente<br />

a nuestra propia voluntad?<br />

63. Esto hacía decir al abad Poemen que la voluntad es un muro de bronce entre el hombre y<br />

Dios. Considerad el sentido de esta palabra. Él añadía: “Es una roca de rechazo”, en tanto que<br />

se opone y obstaculiza la voluntad de Dios. Si un hombre renuncia a eso, puede decir él también:<br />

“Con mi Dios pasaré el muro. Mi Dios, cuyo camino es irreprochable” (Sal 17,30-31).<br />

¡Qué palabras admirables! En verdad, cuando se ha renunciado a la voluntad propia, entonces se<br />

ve sin reproche el camino de Dios. Pero si uno la sigue, no puede percibir que el camino de<br />

26


Dios es irreprochable. Recibe uno un aviso, e inmediatamente recrimina, se torna con desprecio,<br />

se rebela. En verdad, ¿cómo el que está apegado a su propia voluntad, podría escuchar a alguien<br />

y seguir el menor consejo?<br />

El abad Poemen habla luego de la pretensión de justicia: “Si la pretensión de justicia presta su<br />

apoyo a la voluntad, es un mal para el hombre”. ¡Oh! ¡Qué lógica en las palabras de los santos!<br />

En realidad es una muerte la unión de la pretensión de justicia con la voluntad, es un gran peligro,<br />

un gran daño. La ruina es completa para el desgraciado (que se deja engañar). ¿Quién podría<br />

persuadirle que otro conoce mejor que él lo que le conviene? Él se entrega totalmente a su<br />

propio pensamiento, y, al fin, el enemigo le derriba como quiere. Por eso está escrito: “El Maligno<br />

daña cuando se junta una pretensión de justicia; y detesta la palabra de seguridad” (Pr<br />

11,15).<br />

64. Se ha dicho que “detesta la palabra de seguridad”, porque, no sólo tiene horror a la seguridad,<br />

sino que no puede ni siquiera oír la voz y detesta su palabra, es decir el hecho mismo de<br />

hablar para su seguridad. Me explico. El que preguntó acerca de la utilidad (de lo que quiere<br />

hacer), no ha hecho todavía nada, y el enemigo, antes mismo de saber si observará o no lo que<br />

se le responderá, siente odio por el mero hecho de preguntar y escuchar un consejo útil. Tiene<br />

horror al sonido y al ruido de tales palabras; huye de ellas. ¿Por qué? Porque sabe que su maquinación<br />

será descubierta por el solo hecho de preguntar y de hablar sobre la utilidad (de la<br />

cosa). No detesta ni teme nada tanto como ser reconocido, porque entonces no encuentra ya<br />

medio de tender trampas a su gusto. Póngase el alma en seguridad revelando todo y oyendo<br />

decir de alguien competente: “Haz esto, y no hagas aquello; esta cosa es buena, la otra es mala;<br />

esto es pretensión de justicia, aquello es voluntad propia”; y también: “Éste no es el momento<br />

de hacer eso”; y otra vez: “Ahora es el momento”. Entonces el diablo no hallará motivo para<br />

hacerle daño, ni cómo hacerla caer, porque está constantemente guiada y protegida por todas<br />

partes. En ella se realiza que “la salvación se halla en la abundancia de consejo”. Esto no lo<br />

quiere el Maligno, sino que lo detesta. Lo que él quiere es hacer el mal, y se regocija más bien<br />

en quienes no tienen guía. ¿Por qué? Porque ellos “caen como hojas”.<br />

65. Ved: el Maligno amaba al hermano del que decía al abad Macario: “Tengo un hermano<br />

que gira como una veleta, tan pronto como me percibe”. Él ama a esos monjes, encuentra siempre<br />

su placer en quienes no son guiados y no se abandonan a alguien que puede, después de<br />

Dios, auxiliarlos y darles la mano. El demonio, al que vio el santo un día llevar todas sus drogas<br />

en frascos, ¿no fue a todos los hermanos? ¿No las presentó a todos? Pero cada uno de ellos,<br />

viendo el engaño, corrió a revelar sus pensamientos y halló auxilio en el momento de la tentación,<br />

de modo que el Maligno no pudo hacerles nada. No halló más que al desgraciado hermano<br />

que se confiaba en sí mismo y que no recibía auxilio de nadie. Se burló de él y se retiró dándole<br />

las gracias y maldiciendo a los demás. Cuando hubo contado esto a san Macario con el nombre<br />

del hermano, el santo corrió a éste y encontró la causa de su caída. Se dio cuenta de que el<br />

hermano no quería confesar su falta y no tenía la costumbre de abrirse. Por eso el enemigo le<br />

hacía cambiar de parecer a su gusto. El santo le preguntó: “¿Cómo vas tú, hermano?” –Bien,<br />

gracias a tus oraciones. –¿No te hacen guerra los pensamientos? –Por el momento voy bien”. Y<br />

no quiso confesar nada hasta que el santo logró hábilmente hacerle decir por fin lo que tenía en<br />

el corazón. Entonces, le fortaleció con la palabra de Dios y se volvió de allí. El enemigo tornó<br />

27


según su costumbre con el deseo de hacerle caer, pero fue desconcertado porque le halló sólidamente<br />

firme y no logró engañarlo. Así partió sin haber hecho nada. Partió, humillado por aquel<br />

hermano. Por eso cuando el santo preguntó después al diablo: “¿Cómo va el hermano, tu amigo?”,<br />

él no lo trató ya de amigo, sino de enemigo, y lo maldijo, diciendo: “Él también se apartó<br />

de mí y no me escucha ya; se hizo el más huraño de todos”.<br />

66. Veis por qué el enemigo “detesta la palabra de seguridad”: él busca constantemente nuestra<br />

ruina. Veis por qué ama a los que tienen confianza en sí mismos: éstos colaboran con el<br />

diablo, poniéndose a sí mismos engaños. Por mi parte, no conozco caída alguna de un monje<br />

que no haya sido causada por la confianza en sí mismo. Algunos dicen: éste cae por esto, o por<br />

aquello. Yo, lo repito, no conozco caída que fuera causada por una razón distinta de la dicha.<br />

¿Ves caer a alguien? Estate seguro de que se dirigió él mismo. Nada hay más grave que dirigirse<br />

a sí mismo, nada más fatal.<br />

Gracias a la protección de Dios, siempre temí ese peligro. Cuando estaba en el monasterio<br />

(del abad Seridos) confiaba todo al anciano, el abad Juan, y nunca consentí en hacer cosa alguna<br />

sin su aprobación. A veces mi pensamiento me decía: “El anciano, ¿no te va a decir tal cosa?<br />

¿Por qué querer importunarle?” Y yo replicaba: “¡Te condeno a ti y a tu discernimiento, a tu<br />

inteligencia, a tu prudencia y a tu ciencia! Lo que tú sabes, lo sabes por los demonios”. Iba,<br />

pues, a preguntar al abad Juan y sucedía a veces que su respuesta era precisamente la que yo<br />

había previsto. Entonces mi pensamiento me decía: “¿Lo ves? Eso es lo que te había dicho. ¿No<br />

has molestado inútilmente al anciano?” Y yo respondía: “Sí, ahora está bien; ahora eso viene del<br />

Espíritu Santo. Lo que es tuyo, eso es malo, viene de los demonios, viene producido por la<br />

pasión”.<br />

Así nunca me permitía seguir mi pensamiento sin tomar consejo. Y, creedme, hermanos, yo<br />

tenía un gran descanso, una gran despreocupación, a tal punto que me inquieté, como creo habéroslo<br />

dicho en otra ocasión, porque yo sabía que “es por muchas tribulaciones que nos es preciso<br />

entrar en el Reino de Dios”; y ¡yo me veía sin tribulación alguna! Estaba temeroso y angustiado<br />

no sabiendo la causa de tal reposo, hasta que el anciano me hubo esclarecido al decirme: “No te<br />

preocupes. Quien se entrega a la obediencia de los Padres, posee ese reposo y esa despreocupación”.<br />

67. Vosotros también, hermanos, poned cuidado en preguntar y en no dirigiros vosotros<br />

mismos. Ved qué despreocupación, qué alegría, qué reposo se halla en eso.<br />

Pero ya que os he dicho que no era nunca probado, escuchad también a este respecto lo que<br />

me sucedió un día. Estando todavía en el monasterio (del abad Seridos), fui una vez asaltado de<br />

una tristeza inmensa e intolerable. Estaba abatido y en una angustia tal que estaba a punto de<br />

morir. Este tormento era un engaño del demonio y una prueba semejante procede de su envidia;<br />

es muy penosa, pero de corta duración; pesada, tenebrosa, sin consolación ni reposo, con la<br />

angustia por todas partes y la opresión. Pero la gracia de Dios llega pronto al alma, si no, nadie<br />

podría soportar. Estando, pues, presa de esta prueba y de esta angustia, me encontraba un día en<br />

el atrio del monasterio, descorazonado, suplicando a Dios que viniese en mi auxilio. De repente,<br />

echando una mirada al interior de la iglesia, vi penetrar en el santuario a alguien que tenía el<br />

aspecto de un obispo, y que llevaba una vestimenta de armiño. Nunca me acercaba a un extraño<br />

28


sin necesidad o sin una orden. Con todo, algo me atrajo, y avancé tras sus pisadas. Mucho tiempo<br />

permaneció de pie, las manos tendidas hacia el cielo. Yo estaba detrás de él y oraba con<br />

mucho temor, porque su vista me llenaba de espanto. Cuando cesó de orar, se volvió y vino<br />

hacia mí. A medida que él se acercaba, yo sentía alejarse mi tristeza y mi miedo. Detenido ante<br />

mí, extendió su mano hasta tocar mi pecho y lo golpeó con sus dedos diciendo: “No cesé de<br />

aguardar al Señor. Él se inclinó hacia mí, escuchó mi oración, me retiró de la fosa de perdición<br />

y del fango del lodazal: estableció mis pies sobre roca y confirmó mis pasos. Puso en mi boca<br />

un cántico nuevo, una alabanza a nuestro Dios” (Sal 39,2-4). Tres veces repitió estos versos<br />

golpeándome el pecho. Luego se fue. Inmediatamente mi corazón se llenó de luz, de alegría, de<br />

consolación, de dulzura: no era el mismo hombre. Salí corriendo en su búsqueda, pero no lo<br />

hallé; había desaparecido. Desde aquella hora, por la misericordia divina, no me acuerdo de<br />

haber sido atormentado de tristeza o de temor. El Señor me protegió hasta ahora, gracias a las<br />

oraciones de los santos ancianos.<br />

68. Os he contado esto, hermanos, para mostraros el reposo y la despreocupación de que<br />

gozan con toda seguridad los que no ponen su confianza en sí mismos, sino que encomiendan<br />

todo lo que les concierne a Dios y a los que, después de Dios, le pueden guiar. Aprended, pues,<br />

vosotros también, hermanos míos, a preguntar, aprended a no fiaros de vosotros mismos. Esto<br />

es bueno, es humildad, descanso, alegría. ¿Para qué atormentarse en vano? No es posible salvarse<br />

de otra manera.<br />

Pero quizás alguno se dice, ¿que debe hacer aquel que no tiene a nadie a quien pedir consejo?<br />

De hecho si uno busca verdaderamente con todo su corazón la voluntad de Dios, Dios no lo<br />

abandonará nunca, sino que le guiará en todo según su voluntad. Sí, realmente, si uno dirige su<br />

corazón hacia la voluntad divina, Dios esclarecerá, si es preciso, un niño para hacérsela conocer.<br />

Si uno, al contrario, no busca sinceramente la voluntad de Dios y va consultar a un profeta, Dios<br />

pondrá en el corazón del profeta una respuesta conforme a la perversidad de su corazón, según<br />

la palabra de la Escritura: “Si un profeta habla y se equivoca, soy yo, el Señor, que lo hice<br />

equivocarse” (Ez 14,9). Por eso debemos, con todo nuestro empeño, dirigirnos según la voluntad<br />

de Dios y no confiar en nuestro propio corazón. Si una cosa es buena y oímos a un santo<br />

decir que es buena, debemos tenerla por tal, sin creer por ello que la hacemos bien y que sepamos<br />

como debe hacerse. Después de esto, no debemos quedarnos sin inquietud, sino esperar el<br />

juicio de Dios, como el santo abad Agatón al que le preguntaban: “Padre, ¿temes también tú?”.<br />

Y él respondió: “He hecho al menos lo que pude, pero no sé si mis obras han agradado a Dios.<br />

Ya que uno es el juicio de Dios, y otro el de los hombres”. Que Dios nos proteja contra el peligro<br />

de dirigirnos a nosotros mismos y que nos conceda mantenernos firmes en el camino de<br />

nuestros Padres.<br />

29


VI. NO SE DEBE JUZGAR AL PRÓJIMO<br />

69. Hermanos, si guardamos en la memoria los dichos de los santos ancianos y los meditamos<br />

sin cesar, difícil será que pequemos o que seamos negligentes. Si, como ellos dicen, no despreciamos<br />

lo que es pequeño y que nos parece insignificante, no caeremos en faltas graves. Os lo<br />

repito siempre. Por cosas ligeras, como decir, por ejemplo: “¿Qué es esto? ¿Qué es aquello?”,<br />

nace una mala costumbre en el alma, y se comienza a despreciar incluso las cosas importantes.<br />

¿Veis qué grave es el pecado que se comete al juzgar al prójimo? ¿Qué hay de más grave? ¿Hay<br />

algo que Dios deteste tanto y de lo que él se aparte con tanto horror? Los Padres lo han dicho:<br />

“Nada es peor que juzgar”. Y, sin embargo, es por estas cosas que se dicen ser de poca importancia,<br />

que se llega a un mal tan grande. Se admite una ligera sospecha contra el prójimo, se<br />

piensa: ¿Qué importa si escucho lo que dice tal hermano? ¿Qué importa si digo solamente esta<br />

palabra yo también? ¿Qué importa si miro lo que va a hacer aquel hermano o aquel extraño? Y<br />

el espíritu comienza a olvidar sus propios pecados y a ocuparse del prójimo. De ahí vienen los<br />

juicios, murmuraciones y desprecios, y finalmente se cae en las faltas que se condenaban. Cuando<br />

uno es negligente respecto a sus propias miserias, cuando uno no llora su propia muerte,<br />

según la expresión de los Padres, no puede absolutamente corregirse, sino que se ocupa constantemente<br />

del prójimo. Ahora bien, nada irrita tanto a Dios, nada despoja al hombre y le conduce<br />

al abandono, como el hecho de murmurar del prójimo, de juzgarlo y de despreciarlo.<br />

70. Murmurar, juzgar y despreciar son cosas diferentes. Murmurar es decir de alguien: aquel<br />

ha mentido, o: se encolerizó, o: fornicó, u otra cosa semejante. Se ha murmurado de él, es<br />

decir, se ha hablado contra él, se ha revelado su pecado, a impulsos de la pasión.<br />

Juzgar es decir: aquel es un mentiroso, colérico, fornicario. He ahí que se juzga la misma<br />

disposición de su alma y se aplica a su vida entera, diciendo que él es así, y se le juzga como tal.<br />

Esto es grave. Porque una cosa es decir: se encolerizó, y otra cosa: es colérico, pronunciándose<br />

así sobre toda su vida. Juzgar sobrepasa en gravedad a todos los pecados, de modo que Cristo<br />

mismo dijo: “Hipócrita, quita primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para quitar la<br />

paja del ojo de tu hermano”. La falta del prójimo la comparó a una paja y el juicio a una viga,<br />

pues el juzgar es muy grave, más grave quizás que cometer cualquier otro pecado. El fariseo que<br />

oraba y daba gracias a Dios por sus buenas acciones, no mentía, sino que decía la verdad; no fue<br />

condenado por eso. En realidad debemos dar gracias a Dios por el bien que él nos concede realizar,<br />

ya que es con su ayuda y su auxilio. Así no fue condenado por haber dicho: “No soy como<br />

los demás hombres”; no. Fue condenado cuando, vuelto hacia el publicano, añadió: “Ni como<br />

ese publicano”. Fue entonces cuando fue gravemente culpable, porque juzgaba la persona misma<br />

del publicano, las mismas disposiciones de su alma, en una palabra su vida entera. Por eso el<br />

publicano partió de allí justificado y no él.<br />

71. No hay nada más grave, nada más dañoso, y lo digo con frecuencia, que juzgar o despreciar<br />

al prójimo. ¿Por qué, más bien, no nos juzgamos nosotros mismos que nos conocemos<br />

mejor y que hemos de dar cuenta a Dios de lo que hicimos? ¿Por qué usurpar el juicio a Dios?<br />

¿Qué tenemos que exigir de una criatura suya? ¿No deberíamos temblar al oír lo que le sucedió<br />

30


al anciano que, al enterarse de que un hermano había caído en la fornicación, había dicho de él:<br />

“¡Oh!, qué mal obró”? ¿No conocéis la terrible historia que narra respecto de él el Geronticón?<br />

Un ángel santo condujo delante de él al alma del culpable y le dijo: “El que has juzgado ha<br />

muerto. ¿A dónde quieres que lo lleve, al reino o al suplicio?” ¿Hay algo más terrible que una<br />

tal responsabilidad? Porque las palabras del ángel al anciano, ¿qué quieren decir sino esto?: Ya<br />

que tú eres el juez de los justos y los pecadores, dame tus órdenes respecto de esta pobre alma.<br />

¿La absuelves? ¿Quieres castigarla? Por ello el santo anciano, confundido, pasó todo el resto de<br />

su vida gimiendo, con lágrimas y mil penalidades, suplicando a Dios que le perdonase aquel<br />

pecado. Y esto, después de haberse postrado a los pies del ángel y haber sido perdonado por él.<br />

Ya que la palabra del ángel: “He aquí que Dios te mostró cuán grave es juzgar, no lo hagas<br />

más”, significaba ciertamente el perdón. Con todo, el alma del anciano no quiso ser consolada<br />

de su amargura hasta la muerte.<br />

72. ¿Por qué querer nosotros también exigir algo del prójimo? ¿Por qué querer cargarnos con<br />

la carga de otro? Hermanos, ya tenemos de que ocuparnos. Que cada cual piense en sí mismo y<br />

en sus propias miserias. El justificar y el condenar pertenece sólo a Dios. Es él quien conoce el<br />

estado de cada uno, sus fuerzas, su comportamiento, sus dones, su temperamento, sus particularidades,<br />

y él juzga teniendo presentes todos estos elementos que él solo conoce. Dios juzga<br />

diferentemente a un obispo y a un príncipe, a un higumene y a un discípulo, a un anciano y a un<br />

joven, a un enfermo y a un sano. Y, ¿quién puede conocer esos juicios sino el que solo ha hecho<br />

todo, lo formó todo y lo sabe todo?<br />

73. Recuerdo haber oído narrar este hecho: un navío cargado de esclavos echó ancla en una<br />

ciudad en que vivía una piadosa virgen muy atenta a su salvación. Ella se alegró cuando se<br />

enteró de la llegada del navío, porque deseaba comprarse una esclavita. “La educaré, pensaba<br />

ella, conforme a mis deseos, de modo que ignore totalmente la malicia del mundo”. Preguntó al<br />

patrón del navío y él tenía justamente dos niñas que respondían a su deseo. Inmediatamente,<br />

gozosa, pagó el precio y tomó a una de las niñas en su casa. El patrón del navío había apenas<br />

dejado la piadosa mujer y dado unos pasos cuando una miserable comediante le encontró y,<br />

viendo la otra niña que le acompañaba, deseó comprarla. Discutido el precio, pagó y se fue,<br />

llevándose la niña.<br />

Ved el misterio de Dios, ved su juicio. ¿Quién podría explicarlo? La piadosa virgen tomó la<br />

niña, la educó en el temor de Dios, la formó en toda clase de buenas obras, le mostró cuanto se<br />

refiere a la vida monástica, y en una palabra le enseñó todo el buen olor de los santos mandamientos<br />

de Dios. La comediante, al contrario, tomó a la pobre desgraciada para hacerla un instrumento<br />

del diablo. ¿Qué otra cosa podía enseñarle ella, aquella malvada, más que la ruina del<br />

alma? ¿Qué podríamos decir de esta terrible diferencia? Las dos eran niñas, las dos fueron llevadas<br />

para ser vendidas sin saber ellas adonde irían. Y he aquí que una de ellas se encontró entre<br />

las manos de Dios, y la otra cayó en las del diablo. ¿Puede decirse que Dios exigirá lo mismo a<br />

una y a otra? ¿Cómo podría ser así? Y si las dos caen en la fornicación o en otro pecado, aunque<br />

la falta sea idéntica, ¿podrá decirse que incurrirán en el mismo juicio? ¿Cómo admitir eso? Una<br />

fue instruida sobre el juicio y sobre el Reino de Dios, aplicándose día y noche a las palabras<br />

divinas, mientras que la otra desgraciada no vio ni oyó nada bueno, sino, al contrario, todas las<br />

perversidades del diablo. ¿Sería posible que sean ambas juzgadas con el mismo rigor?<br />

31


74. El hombre no puede conocer los juicios de Dios. Dios es el único que comprende y que<br />

puede juzgar la conducta de cada uno según su ciencia exclusiva. En realidad, acontece que un<br />

hermano hace con sencillez de corazón una acción que agrada a Dios más que toda tu vida, y tú,<br />

¿te constituyes su juez y hieres así su alma? Y si llega a sucumbir, ¿cómo sabrías tú todos los<br />

combates que él ha librado y cuántas veces derramó sangre antes de obrar el mal? Quizá su falta<br />

es contada ante Dios como una obra de justicia, ya que Dios ve la pena y el tormento que él<br />

soportó antes, tiene piedad de él y le perdona. Dios tiene piedad de él y ¡tú lo condenas para la<br />

ruina de tu alma! Y, ¿cómo podrías tú conocer todas las lágrimas que él ha derramado por su<br />

falta en presencia de Dios? Tú has visto el pecado, pero no conoces el arrepentimiento.<br />

A veces no sólo juzgamos, sino que incluso despreciamos. Como he dicho ya, una cosa es<br />

juzgar y otra despreciar. Hay desprecio cuando, no contento de juzgar al prójimo, uno lo detesta,<br />

tiene horror de él como de una cosa abominable, lo cual es peor y mucho más funesto.<br />

75. Quienes quieren salvarse, no se ocupan jamás de los defectos del prójimo, sino siempre<br />

de los suyos propios, y de este modo progresan. Así era el monje que, al ver pecar a su hermano,<br />

decía gimiendo: “¡Ay de mí! Hoy él; seguramente mañana yo”. Ved la prudencia. Ved la<br />

presencia de ánimo. ¿Cómo encontró tan pronto el medio para no juzgar a su hermano? Al decir:<br />

“Seguramente mañana yo”, se inspiró en el temor y la inquietud por el pecado que esperaba<br />

cometer, y evitó así juzgar al prójimo. Y no contento con eso, se abajó por debajo de su hermano,<br />

añadiendo: “Él, hace penitencia por su falta, y yo ciertamente no hago penitencia, ni llegaré<br />

a hacerla en verdad, porque no tengo fuerza para hacerla”.<br />

Mirad la luz de esta alma divina. No sólo pudo abstenerse de juzgar al prójimo, sino que se<br />

consideró inferior a él. Y nosotros, siendo tan miserables, juzgamos a tontas y a locas, tenemos<br />

aversión y desprecio, cada vez que vemos, oímos o sospechamos cualquier cosa. Lo peor es que,<br />

no contentos con el daño que nos hemos hecho a nosotros mismos, nos apresuramos a decir al<br />

primer hermano que encontramos: “Sucedió esto o lo otro”, y le hacemos daño a él también,<br />

inoculando el pecado en su corazón. No tememos al que dijo: “¡Ay de aquel que hace beber a su<br />

prójimo una bebida manchada!” (Hb 2,15) Y hacemos la obra de los demonios y no nos preocupamos<br />

por ello. Porque ¿qué puede hacer un demonio sino perturbar y dañar? He ahí que colaboramos<br />

con los demonios para nuestra ruina y la del prójimo. El que perjudica a un alma trabaja<br />

con los demonios y los ayuda, como quien hace el bien trabaja con los santos ángeles.<br />

76. ¿De dónde nos viene esa desdicha, sino de nuestra falta de caridad? Si tuviéramos la<br />

caridad acompañada de la compasión y de la pena, no prestaríamos atención a los defectos del<br />

prójimo, conforme a la palabra: “La caridad cubre una multitud de pecados” (1 P 4,8). Y: “La<br />

caridad no se detiene en el mal, excusa todo”, etc… Si tuviéramos caridad, esa caridad cubriría<br />

toda falta, y seríamos como los santos cuando ven los defectos de los demás. Los santos, ¿están<br />

ciegos para no ver los pecados? ¿Quién detesta tanto el pecado como los santos? Y sin embargo,<br />

no detestan al pecador, ni le juzgan ni huyen de él. Al contrario, se compadecen, lo exhortan, lo<br />

consuelan, lo cuidan, como un miembro enfermo: hacen todo por salvarlo. Ved los pescadores:<br />

cuando, echado el anzuelo al mar, han apresado un pez grande y lo sienten agitarse y batirse, no<br />

lo sacan inmediatamente con grandes esfuerzos, porque el hilo rompería y todo se perdería. Le<br />

sueltan el hilo con destreza y lo dejan ir adonde quiera. Cuando se dan cuenta de que está agotado<br />

y que su ardor se calmó, comienzan a tirar poco a poco. Igualmente los santos con la pacien-<br />

32


cia y la caridad atraen al hermano, en lugar de rechazarlo lejos de ellos con asco. Cuando una<br />

madre tiene un hijo deforme, no lo mira con horror, sino que gustosa lo arregla y hace lo posible<br />

por hacerlo gracioso. Es así como los santos protegen siempre al pecador, lo disponen y se<br />

encargan de él para corregirlo en el momento oportuno, para impedirle que dañe a otros, y<br />

también para progresar ellos mismos en la caridad de Cristo.<br />

¿Qué hizo san Amonas cuando los hermanos, escandalizados, vinieron a decirle: “Ven a ver,<br />

abad, hay una mujer en la celda del hermano tal”? ¡Qué misericordia, qué caridad testimonió<br />

aquella santa alma! Sabiendo que el hermano había ocultado a la mujer bajo un tonel, se sentó<br />

encima y ordenó a los demás buscar en toda la celda. Como no la encontraban, les dijo: “Dios<br />

os perdone”, y, avergonzándolos, les ayudó a no creer fácilmente nunca más en el mal contra el<br />

prójimo. En cuanto al culpable, lo sanó, no sólo protegiéndolo ante Dios, sino también corrigiéndolo,<br />

tan pronto como encontró el momento favorable. Ya que, después de haber despedido<br />

a todos, le cogió solamente la mano y le dijo: “Ten cuidado de ti mismo, hermano”. Inmediatamente<br />

el hermano fue transido de dolor y compunción. Al punto obraron en su alma la bondad<br />

y la compasión del anciano.<br />

77. Adquiramos, nosotros también, la caridad, adquiramos la misericordia para con el prójimo,<br />

y guardémonos de la terrible murmuración, del juicio y del desprecio. Auxiliémonos los<br />

unos a los otros, como a miembros nuestros. Si uno está herido en la mano, en el pie o en otra<br />

parte, ¿tiene asco de sí mismo? ¿Corta el miembro enfermo, aunque esté maloliente? ¿No trata<br />

más bien de lavarlo, limpiarlo, y ponerle pomadas y vendas, ungirlo con aceite santo, orar y<br />

hacer orar a los santos por él, como dice el abad Zósimo? En resumen, no abandona su miembro,<br />

no detesta su mal olor, sino que hace todo por curarlo. Así debemos compadecernos los<br />

unos de los otros, ayudarnos mutuamente por nosotros mismos o por otros más hábiles, hacer<br />

todo lo posible en pensamiento y en obra para auxiliarnos a nosotros mismos y los unos a los<br />

otros. Porque “somos miembros los unos de los otros”, dice el Apóstol. Ahora bien, si formamos<br />

un solo cuerpo, y si somos, cada cual por su parte, miembros los unos de los otros, cuando<br />

un miembro sufre, todos los miembros sufren con él. A vuestro parecer, ¿qué son los monasterios?<br />

¿No son como un solo cuerpo con muchos miembros? Los que gobiernan son la cabeza; los<br />

que vigilan y corrigen son los ojos; los que prestan servicio con la palabra, son la boca; los<br />

oídos son los que obedecen; las manos, los que trabajan; los pies, los que hacen las comisiones<br />

y aseguran los servicios. ¿Eres la cabeza? Gobierna. ¿Eres ojo? Estate atento y observa. ¿Eres<br />

boca? Habla útilmente. ¿Eres oído? Obedece. ¿Eres mano? Trabaja. ¿Eres pie? Cumple tu servicio.<br />

Que cada uno, según lo que él puede, trabaje en favor del cuerpo. Estar prontos siempre a<br />

ayudaros los unos a los otros, sea instruyendo o sembrando la palabra de Dios en el corazón de<br />

vuestro hermano, sea consolándole en el tiempo de prueba, sea echándole una mano y ayudándole<br />

en el trabajo. En una palabra, cada uno según sus posibilidades, como he dicho, procurad<br />

estar unidos los unos con los otros. Cuanto más unido se está al prójimo, más unido se está a<br />

Dios.<br />

78. Para que comprendáis el sentido de esta palabra, voy a daros una imagen sacada de los<br />

Padres: suponed un círculo trazado en la tierra, es decir una línea redonda hecha con un compás<br />

y un centro. Precisamente se llama centro el punto de en medio del círculo. Prestad atención a lo<br />

que os digo. Imaginad que este círculo es el mundo; el centro es Dios; y los rayos son los dife-<br />

33


entes caminos o maneras de vivir los hombres. Cuando los santos, deseando acercarse de Dios,<br />

avanzan hacia el centro del círculo, en la medida en que penetran en el interior, se acercan los<br />

unos de los otros al mismo tiempo que de Dios. Cuanto más se acercan de Dios, tanto más se<br />

acercan los unos de los otros; y cuanto más se acercan unos de los otros, tanto más se acercan de<br />

Dios. Y comprendéis que es lo mismo en sentido inverso, cuando uno se aparta de Dios para<br />

retirarse hacia lo exterior: es evidente entonces que, cuanto más se alejan de Dios, tanto más se<br />

alejan los unos de los otros, y cuanto más se alejan los unos de los otros, tanto más se alejan de<br />

Dios.<br />

Ésa es la naturaleza de la caridad. En la medida en que estamos al exterior y que no amamos<br />

a Dios, en esa misma medida está cada uno alejado respecto del prójimo. Y si amamos a Dios,<br />

tanto como nos acerquemos a Dios amándole, otro tanto nos unimos al prójimo por la caridad, y<br />

cuanto estemos unidos al prójimo, otro tanto lo estamos a Dios.<br />

Que Dios nos haga dignos de comprender lo que nos es provechoso y de realizarlo. Porque<br />

cuanto más cuidado pongamos en cumplir con esmero lo que entendemos, tanto más Dios nos<br />

dará su luz y nos mostrará su voluntad.<br />

34


VII. CENSURARSE A SÍ MISMO<br />

79. Hermanos, tratemos de saber por qué ocurre que a veces se oye una palabra desagradable<br />

y uno la deja pasar sin turbarse, como si no la hubiera oído, y otras veces uno se perturba inmediatamente.<br />

¿Cuál es la razón de esa diferencia? ¿Hay una o varias razones? Por mi parte, veo<br />

muchas, pero una sola causa, por así decir, todas las demás. Me explico. He ahí un hermano que<br />

acaba de orar y de hacer una buena meditación; se encuentra, como se dice, en buena forma. Él<br />

soporta a su hermano y pasa adelante sin turbarse. He ahí otro que tiene afecto a un hermano, y<br />

por eso soporta tranquilamente cuanto le hace ese hermano. Sucede también que tal otro desprecia<br />

al que quiere molestarle, desechando cuanto procede de él, no prestándole ni siquiera atención,<br />

como si no existiese, no teniéndolo en cuenta ni a él, ni lo que dice ni lo que hace.<br />

80. Voy a contaros una cosa digna de admiración. Había en el monasterio, antes de que yo lo<br />

dejase, un hermano que yo no lo veía jamás turbado ni enfadado contra nadie y, sin embargo, yo<br />

veía que muchos de los hermanos lo maltrataban y lo ultrajaban de diversas maneras. Aquel<br />

joven monje soportaba lo que cada cual le hacía, como si no hubiese absolutamente nadie que le<br />

molestase. Yo no cesaba de admirarme de su excesiva paciencia y deseaba saber cómo había<br />

adquirido aquella virtud. Lo tomé un día aparte, y haciéndole una metania le invité a que me<br />

dijera qué pensamiento guardaba siempre en su corazón, en medio de los ultrajes y de todas las<br />

penalidades que le hacían sufrir, para mostrar tal paciencia. Me respondió simplemente y sin<br />

ambages: “Tengo la costumbre de permanecer, respecto de quienes me hacen todas las injurias,<br />

como los perritos respecto de sus amos”. A estas palabras, bajé la cabeza y me dije a mí mismo:<br />

“Este hermano encontró el camino”. Después de haberme signado, lo dejé, pidiendo a Dios que<br />

nos proteja a los dos.<br />

81. Decía que a veces es por desprecio que uno no se perturba: y eso es manifiestamente un<br />

desastre. Pero turbarse contra un hermano que nos molesta, puede proceder sea de una mala<br />

disposición del momento, sea de la aversión que uno siente por ese hermano. Hay todavía otras<br />

diversas razones que se pueden alegar. Pero la causa de la turbación, si la buscamos con cuidado,<br />

es siempre el hecho de no acusarnos a nosotros mismos. De ahí procede que estamos agobiados<br />

y que no encontramos nunca reposo. No es de admirar que todos los santos digan que no<br />

existe otro camino más que ése. Vemos bien que nadie ha hallado el reposo siguiendo otro camino<br />

perfectamente recto, ¡sin querer jamás acusarnos a nosotros mismos! En verdad, aunque se<br />

hubiesen realizado mil obras buenas, si no se sigue ese camino, uno no cesará jamás de hacer<br />

sufrir y de sufrir él mismo, perdiendo así todo su trabajo. Al contrario, ¡de qué alegría y de qué<br />

reposo goza, por todas partes adonde él va, el que se acusa a sí mismo, como dijo el abad Poemen<br />

(Poemen 95)! Si le sobreviene un ultraje o una penalidad, se estima de antemano digno de<br />

aquello y nunca se turba. ¿Hay un estado que esté más exento de preocupaciones?<br />

82. Pero se dirá: si un hermano me atormenta y, al examinarme, constato que no le he dado<br />

motivo para ello, ¿cómo podré acusarme a mí mismo? De hecho, si uno se examina con temor<br />

de Dios, percibirá que dio ciertamente motivo en el caso presente, que es muy probable que<br />

molestó al hermano otra vez, por la misma causa o por otra, o bien todavía que él molestó a otro<br />

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hermano y por eso, y con frecuencia por un pecado diferente, él merece el sufrimiento. Así,<br />

como he dicho, si se examina con temor de Dios y si escruta con cuidado su conciencia, se<br />

encontrará de todos modos responsable. Sucede también que un hermano, creyéndose estar en<br />

paz y tranquilidad, se perturba, sin embargo, por una palabra molesta que acaba de decir otro<br />

hermano, y juzga que tiene razón al decirse a sí mismo: “Si este hermano no hubiera venido a<br />

hablarme y turbarme, no hubiera pecado”. Esto es una ilusión, es un falso razonamiento. El que<br />

le ha dicho la palabra, ¿puso en él la pasión? Sencillamente le ha revelado la pasión que moraba<br />

en él, para que él se arrepienta, si quiere. Ese hermano semejaba a un pan de buen trigo, exteriormente<br />

hermoso de aspecto, pero que, una vez partido, dejaría ver su podredumbre. Se creía<br />

en paz, pero tenía en sí una pasión que él ignoraba. Una sola palabra de su hermano mostró<br />

claramente la podredumbre oculta en su corazón. Si quiere obtener misericordia, arrepiéntase,<br />

purifíquese, progrese, y verá que debe más bien dar gracias a su hermano por haber sido para él<br />

causa de un tal provecho.<br />

83. Porque las pruebas no le agobiarán luego tanto. Cuanto más progrese, tanto más le parecerán<br />

ligeras. En efecto, en la medida en que crece el alma, se hace más fuerte y capaz de soportar<br />

cuando le ocurra. Sucede como con una acémila: si es robusta, lleva fácilmente la pesada<br />

carga que le han puesto. Si tropieza, se levanta inmediatamente; apenas si se resiente. Pero si es<br />

débil, le abruma cualquier carga, y si cae, le es preciso mucha ayuda para levantarse. Así ocurre<br />

con el alma. Se debilita cada vez que peca, porque el pecado agota y corrompe al pecador. Le<br />

sobreviene un nada, y ya está agobiado. Al contrario, si uno avanza en la virtud, lo que antes le<br />

abrumaba, le resulta progresivamente más ligero. Por eso nos es una gran ventaja, una causa<br />

abundante de reposo y de progreso, hacernos responsables nosotros mismos y nadie más, de lo<br />

que nos sucede, sobre todo teniendo en cuenta que nada puede sobrevenirnos sin la Providencia<br />

de Dios.<br />

84. Pero dirá alguno: ¿Cómo no atormentarme si tengo necesidad de una cosa y no la recibo?<br />

Pues me encuentro apremiado por la necesidad. Incluso entonces no hay lugar para acusar a otro<br />

ni para incomodarse con nadie. Si uno tiene necesidad realmente de una cosa, como él dice, y no<br />

la recibe, debe decirse: “Cristo sabe mejor que yo, lo que debo obtener, y él tiene las veces para<br />

mí de esa cosa o de ese alimento”. Los hijos de Israel comieron el maná en el desierto durante<br />

cuarenta años, y aunque fuese de una sola calidad, el maná se hacía para cada uno tal como él la<br />

deseaba: salado, para quien lo deseaba salado; dulce para quien lo deseaba dulce; conformándose,<br />

en una palabra, al temperamento de cada uno (Sb 16,21). Si uno tiene necesidad de un huevo<br />

y no recibe más que legumbres, que él diga en su pensamiento: “Si el huevo me fuese útil, Dios<br />

me lo habría ciertamente dado. Por otra parte, es posible que estas legumbres sean para mí como<br />

un huevo”. Y confío en Dios, que esto le será contado como un martirio. Porque si es digno de<br />

ser escuchado, Dios determinará el corazón de los sarracenos para que ejerzan la misericordia<br />

para con él según sus necesidades. Pero si él no es digno o aquello no le es útil, no obtendrá<br />

satisfacción, aunque se hiciera un cielo nuevo y una tierra nueva. Es verdad que a veces uno<br />

encuentra más de lo que necesita y a veces menos. Puesto que Dios en su misericordia proporciona<br />

a cada uno lo que le es necesario, con su palabra suple la cosa de que él tiene necesidad y<br />

le enseña la paciencia. Así, en todo debemos mirar a lo alto, recibamos bien o mal, y dar gracias<br />

por cuanto sobreviene, sin nunca cesar de acusarnos nosotros mismos y decir con los Padres: “Si<br />

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nos sucede un bien, es por disposición de Dios; si nos sucede un mal, es a causa de nuestros<br />

pecados”.<br />

Sí, verdaderamente todas nuestras penalidades proceden de nuestros pecados. Los santos,<br />

cuando sufren, sufren por el nombre de Dios o por la manifestación de su virtud en provecho de<br />

muchos, o para aumento de la recompensa que les vendrá de Dios. Pero, ¿cómo nosotros, miserables,<br />

podríamos decir otro tanto? Cada día pecamos y seguimos nuestras pasiones; hemos<br />

dejado el camino recto que los Padres indicaron y que consiste en acusarse a sí mismo, para<br />

seguir el camino tortuoso en que se acusa al prójimo. Cada uno de nosotros, en toda circunstancia,<br />

se apresura a echar la culpa a su hermano y a imputarle la carga. Cada uno vive negligentemente,<br />

sin preocuparse de nada, y pedimos cuentas de los mandamientos al prójimo.<br />

85. Dos hermanos, enfadados el uno contra el otro, vinieron un día a encontrarme. El de<br />

mayor edad decía del más joven: “Cuando le doy una orden, él se molesta y yo también, porque<br />

pienso que si tuviese confianza y caridad para conmigo, recibiría gustoso lo que le dije”. Y el<br />

más joven decía a su vez: “Que tu Reverencia me perdone: sin duda él no me habla con el temor<br />

de Dios, sino con el deseo de mandarme y, por eso, pienso que mi corazón no tiene confianza,<br />

según la palabra de los Padres (Poemen 80).” Notad cómo estos dos hermanos se acusaban<br />

recíprocamente, sin que ni el uno ni el otro se acusase a sí mismo. Otros dos hermanos, irritados<br />

el uno contra el otro, se hacían una metania, pero permanecían desconfiados. El primero decía:<br />

“No es de buen corazón que él me ha hecho la metania; por eso no tuve confianza, según la<br />

palabra de los Padres”. El otro decía: “Él no tenía para conmigo ninguna disposición de caridad,<br />

antes de que yo hiciese mis excusas: así no tuve confianza, yo tampoco”. Qué ilusión, respetables<br />

hermanos. ¿Veis la perversión del espíritu? Dios sabe cómo me espanté al ver que tomamos<br />

incluso las palabras de los Padres para defender nuestras malas voluntades y perder nuestras<br />

almas. Cada uno debía censurarse a sí mismo. El uno debía decir: “No es de buen corazón que<br />

hice la metania a mi hermano. Por eso Dios no le dio la confianza”. Y el otro: “Yo no tenía<br />

disposición alguna de caridad respecto de él antes de la metania. Por eso Dios no le dio la confianza”.<br />

Sería necesario que los dos primeros hiciesen otro tanto. El uno debería decir: “Yo<br />

hablo con suficiencia; por eso Dios no da confianza a mi hermano”. Y el otro: “Mi hermano me<br />

da órdenes con humildad y caridad, pero yo soy indócil y no tengo el temor de Dios”. De hecho,<br />

ninguno de ellos encontró el camino y no se censuró a sí mismo. Cada uno, al contrario,<br />

culpó a su prójimo.<br />

86. Ved que de esta manera no logramos progresar, ni a ser al menos útiles, y pasamos todo<br />

nuestro tiempo a corrompernos con los pensamientos que tenemos los unos contra los otros, y a<br />

atormentarnos a nosotros mismos. Cada cual se justifica, cada uno se descuida, como he dicho,<br />

sin observar nada, y pedimos cuentas al prójimo sobre los mandamientos. Por eso no nos habituamos<br />

al bien: basta que recibamos un poco de luz, para que pidamos cuentas inmediatamente<br />

al prójimo, y lo censuremos diciendo: “Debería hacer esto, y ¿por qué no lo hizo así?” ¿Por qué<br />

no pedirnos más bien cuentas a nosotros mismos sobre los mandamientos y censurarnos por no<br />

haberlos observado?<br />

¿Dónde se halla el santo anciano a quien se preguntaba: “Qué consideras ser lo más grande en<br />

este camino, Padre”? Habiendo respondido: “Censurarse a sí mismo en todo”, fue alabado por<br />

quien le había preguntado, y él añadió: “No hay más camino que ése”. Igualmente el abad Poe-<br />

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men decía gimiendo: “Todas las virtudes entraron en esta casa salvo una, y sin ella es difícil<br />

mantenerse en pie”. Como se le preguntase cuál era esa virtud, respondió: “Censurarse a sí<br />

mismo”. San Antonio decía también que lo más importante para el hombre era echarse a sí<br />

mismo la culpa ante Dios, y esperar la tentación hasta el último aliento (Antonio, 4; Poemen,<br />

125). Por todas partes encontramos que los Padres, observando esa regla y atribuyendo todo a<br />

Dios, incluso las cosas pequeñas, encontraron el reposo.<br />

87. Así se comportó el santo anciano que estaba enfermo y cuyo discípulo echó en la comida<br />

en lugar de miel aceite de linaza, el cual es muy nocivo (Apof Nau 151). El anciano, sin embargo,<br />

no dijo nada, comió en silencio una primera y una segunda porción, como necesitaba, sin<br />

censurar a su hermano interiormente diciendo que había obrado por desprecio, sin decir tampoco<br />

una sola palabra que pudiera entristecerle. Cuando el hermano se dio cuenta de lo que había<br />

hecho, comenzó a afligirse y a decir: “Te he dado muerte, abad, y eres tú quien, con tu silencio,<br />

me ha hecho cometer este pecado”. Con dulzura el anciano respondió: “No te aflijas, hijo mío;<br />

si Dios hubiese querido que yo comiese miel, tú me hubieras puesto miel”. Y así, atribuyó aquello<br />

al punto a Dios. Pero, buen anciano, ¿qué tiene que ver Dios con ese asunto? El hermano se<br />

engañó y tu dices: “Si Dios hubiese querido…” ¿Cuál es la relación? “Sí, dijo el anciano, si<br />

Dios hubiese querido que yo comiese miel, el hermano hubiera puesto miel”. Estaba tan enfermo,<br />

habiendo pasado tantos días sin poder tomar alimento, y con todo, no se enfadó contra el<br />

hermano, sino que, atribuyendo aquello a Dios, permaneció en paz. El anciano habló bien,<br />

porque sabía que, si Dios hubiese querido que él comiese miel, hubiese trasformado en miel<br />

incluso aquel aceite infecto.<br />

88. En cuanto a nosotros, hermanos, en toda ocasión nos echamos sobre el prójimo, abrumándole<br />

de reproches y acusándole de despreciar y de obrar contra su conciencia. ¿Oímos una<br />

palabra? Inmediatamente nos volvemos de la mala parte y decimos: “Si no quisiera herirme, no<br />

lo habría dicho”. Dónde está el santo que decía a propósito de Semeí: “Dejadle maldecir, ya que<br />

el Señor le ha dicho que maldiga a David” (2 S 16,10). ¿Mandaba Dios a un asesino maldecir a<br />

un profeta? ¿Cómo iba a decírselo Dios? Pero en su sabiduría, el profeta sabía bien que nada<br />

atrae tanto la misericordia de Dios sobre el alma como las tentaciones, sobre todo las que sobrevienen<br />

en tiempo de agobio y de persecución. Por eso respondió: “Dejad que maldiga a David,<br />

porque el Señor se lo ha dicho”. Y ¿por qué motivo?: “Quizás el Señor mirará mi humillación y<br />

cambiará para mí la maldición en bien”. Ved cómo obraba el profeta con sabiduría. Se enfadó<br />

contra quienes querían castigar a Semeí que le maldecía: “¿Qué tenéis que ver vosotros conmigo,<br />

hijos de Saruyá?, decía él, dejadle maldecir, ya que el Señor se lo ha dicho”.<br />

Nosotros nos guardamos bien de decir respecto a nuestro hermano: “El Señor se lo ha dicho”.<br />

Apenas hemos oído una palabra suya, reaccionamos como el perro al que se tira una piedra: deja<br />

al que se la tiró y va a morder la piedra. Así hacemos: abandonamos a Dios que permitió que<br />

nos asalten las pruebas para purificación de nuestros pecados, y corremos contra el prójimo:<br />

“¿Por qué me ha dicho eso? ¿Por qué me ha hecho aquello?” Cuando hubiéramos podido sacar<br />

gran provecho de esas contrariedades, nos ponemos tropiezos, no reconociendo que todo llega<br />

por la Providencia de Dios según lo que conviene a cada uno. ¡Que Dios nos dé la inteligencia<br />

por las oraciones de los santos! Amén.<br />

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VIII. SOBRE EL RENCOR<br />

89. Envagro dijo: “Encolerizarse y contristar a alguien son cosas impropias de los monjes”.<br />

Y también: “Quien ha triunfado de la cólera, ha triunfado de los demonios. En cambio, el que<br />

es presa de esa pasión está en absoluta oposición a la vida monástica”… etc. ¿Qué hay que decir,<br />

pues, de nosotros que, sin limitarnos a la irritación y la cólera, llegamos a veces al rencor? ¿Qué<br />

hemos de hacer sino llorar nuestro estado tan lastimoso e indigno del hombre? Seamos vigilantes,<br />

hermanos, cooperemos con Dios, para preservarnos del amargor de esta funesta pasión.<br />

A veces uno hace una metania de perdón a su hermano por la turbación o la molestia que<br />

debió producirse entre ellos, pero aún después de esa metania permanece enfadado y conserva<br />

pensamientos contra su hermano. Él debe dar importancia a esos pensamientos, y rechazarlos<br />

inmediatamente. Eso es el rencor, y para no ponerse en peligro deteniéndose en él, es preciso,<br />

como dije, mucha vigilancia: es necesaria la metania de perdón y es menester el combate. Al<br />

hacer la metania de perdón simplemente para cumplir con el precepto, se ha curado de la cólera<br />

por el momento, pero no se ha luchado todavía contra el rencor: se conserva el mal humor contra<br />

su hermano. Una cosa es el rencor, otra la cólera, otra la irritación y otra la desavenencia.<br />

90. Os doy un ejemplo que os lo hará comprender. Alguien enciende un fuego. Al principio<br />

no obtiene más que un pequeño carbón. Eso representa la palabra del hermano que os ofende.<br />

Ved, no es más que un pequeño carbón, porque ¿qué es una simple palabra de vuestro hermano?<br />

Si lo soportáis, extinguís el carbón. Si al contrario os detenéis a pensar: “¿Por qué de dijo eso?<br />

Yo puedo responderle. Si no quisiera ofenderme, no me habría hablado así. Que él sepa que yo<br />

también puedo hacerle daño”. Como el que enciende el fuego, vosotros estáis echando allí ramillas<br />

o cualquier cosa y producís humo, que es la turbación. La turbación no es más que el movimiento,<br />

la afluencia de pensamientos que excita y conmueve el corazón. Y esa exaltación, llamada<br />

también tolmeria, impulsa a vengarse del ofensor. Como dijo el abad Marcos, “la malicia<br />

entretenida en los pensamientos conmueve el corazón; pero, disipada con la oración y la esperanza,<br />

perece”.<br />

Soportando una simple palabra de vuestro hermano, podíais, como os decía, extinguir el<br />

pequeño carbón, antes de que apareciese la turbación. Pero incluso la turbación podéis todavía<br />

calmarla fácilmente, cuando acaba de producirse, con el silencio, con la oración, con una mera<br />

metania que brota del corazón. Si, al contrario, continuáis a producir humo, es decir a conmover<br />

y a excitar vuestro corazón pensando: “¿Por qué me dijo aquello? ¡Yo también puedo hablarle a<br />

él!“, la afluencia y la fricción de los pensamientos, podría decirse, trabajando y calentando el<br />

corazón, provocan la llama de la irritación. Ésta, según san Basilio, es solamente la ebullición de<br />

la sangre en torno al corazón. Eso es la irritación, llamada también oxucholia. Si queréis, podéis<br />

aún extinguirla, antes de que se trasforme en cólera. Pero si continuáis a turbaros y a perturbar<br />

a los demás, hacéis como el que echa trozos de madera a la hoguera y activa el fuego: se hacen<br />

brasas. Es la cólera.<br />

91. Sucede lo que decía el abad Zósimo cuando le pidieron que explicase esta sentencia: “Donde<br />

no hay irritación, no hay combate”. Si al comienzo de la turbación, tan pronto como aparece el<br />

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humo y las chispas, uno se adelanta y se acusa a sí mismo y hace una metania, antes de que se<br />

eleve la llama de la irritación, uno queda en paz. Pero si, provocada la irritación, uno no se calma<br />

y persiste en la turbación y la exaltación, se parece al que echa madera al fuego y continúa a alimentarlo<br />

hasta que se convierte en relucientes brasas. Como las brasas, hechas carbón y puestas de<br />

lado, subsisten años y años sin pudrirse, aunque se le eche agua encima, así la cólera que se prolonga,<br />

se convierte en rencor; y desde ese momento uno no se hallará libre hasta verter su sangre.<br />

Os he dicho la diferencia (de los cuatro grados): comprendedla bien. Ahora sabéis lo que es<br />

la primera turbación, lo que es la irritación, lo que es la cólera y lo que es el rencor. ¿Veis cómo<br />

una sola palabra llega a producir un mal tan grande? Si desde el comienzo se hubiese uno censurado<br />

a sí mismo, si se hubiese soportado pacientemente la palabra del hermano, sin quererse<br />

vengar, ni responder dos o incluso cinco palabras por una sola, y responder al mal con el mal, se<br />

podrían evitar todos esos males. Por eso no ceso de recomendároslo, extirpad vuestras pasiones<br />

mientras son jóvenes, antes de que se endurezcan en vosotros y que no tengáis que sufrir. Pues<br />

una cosa es arrancar una pequeña planta y otra desarraigar un gran árbol.<br />

92. Nada me extraña tanto como nuestra ignorancia de lo que cantamos. Cada día, en la<br />

salmodia, nos cargamos de maldiciones, y no nos damos cuenta de ello. ¿No deberíamos saber<br />

lo que salmodiamos? Decimos siempre: “Si hice mal a los que lo han hecho, caiga aniquilado<br />

ante mis enemigos” (Sal 7,5). “Caiga”: ¿que significa? Mientras se está de pie, se tiene la fuerza<br />

para oponerse al adversario; se dan golpes, se reciben, se gana, se pierde: se está siempre de<br />

pie. Al contrario, si se cae, ¿cómo por tierra puede lucharse todavía contra nuestros adversarios?<br />

Y deseamos no simplemente caer delante de nuestros enemigos, sino caer aniquilados. ¿Qué<br />

significa “caer aniquilado” delante de sus enemigos? Hemos dicho que “caer” significa que se<br />

carece de la fuerza para resistir y se permanece tendido por tierra. “Caer aniquilado” es carecer<br />

de la más mínima virtud que permitiría levantarse. El que se levanta puede todavía restablecerse<br />

y volver luego al combate.<br />

Luego decimos: “Que el enemigo persiga y aprese mi alma” (Sal 7,6): no sólo que la persiga,<br />

sino que la aprese, es decir que caigamos entre sus manos, que le seamos esclavizados en todo y<br />

que él nos venza en toda ocasión, si hacemos mal a quienes nos lo han hecho a nosotros.<br />

Sin detenernos en eso, añadimos: “¡Que pisotee por tierra nuestra vida!” ¿Qué significa<br />

“nuestra vida”? Son nuestras virtudes, y pedir que nuestra vida sea pisoteada por tierra, es desear<br />

hacerse terrenal y tener nuestro pensamiento fijado en lo terreno. “¡Y que él reduzca a<br />

polvo mi gloria!” (Sal 7,6) ¿Qué significa “nuestra gloria” más que el conocimiento engendrado<br />

en el alma por la observancia de los santos mandamientos? Deseamos, pues, que el enemigo<br />

haga de nuestra gloria “nuestra vergüenza”, como dice el Apóstol (Flp 3,19), que la reduzca a<br />

polvo, que haga terrestres nuestra vida y nuestra gloria, de manera que no tengamos ya pensamientos<br />

acerca de Dios, sino solamente sensibles y carnales, como aquellos de los que Dios<br />

decía: “Mi espíritu no permanecerá con los hombres, porque son carne” (Gn 6,3).<br />

He ahí todas las maldiciones con que nos cargamos al salmodiar, si respondemos mal por<br />

mal, y ¿qué mal no respondemos? Nos importa poco y no nos preocupamos por ello.<br />

93. Se puede responder mal por mal no sólo por obra, sino también de palabra o con una<br />

actitud. Parece que no responde al mal con su obrar, el que responde de palabra o incluso con<br />

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una actitud. Sucede que con una simple actitud, un gesto o una mirada se perturba a un hermano.<br />

Se puede muy bien herir a su hermano con una mirada o un gesto: eso es, pues, también<br />

responder mal por mal. Otro tiene cuidado por no responder el mal ni por obra, ni de palabra, ni<br />

con una actitud o un gesto, pero en su corazón tiene tristeza para con su hermano y está enfadado<br />

con él. Ved toda la diversidad de estados. Otro no tiene ni siquiera tristeza respecto a su<br />

hermano, pero si oye decir que alguien le ha hecho mal, o ha murmurado de él o lo ha injuriado,<br />

se alegra siempre al saberlo: igualmente ése resulta que responde mal por mal en su corazón.<br />

Otro todavía no guarda ninguna malicia, ni se alegra al oír injuriar al que le hizo mal, incluso se<br />

aflige si él sufre; sin embargo, no le agrada que aquel hermano sea dichoso, se entristece de<br />

verlo honrado o satisfecho. Ahí está todavía una forma de rencor, aunque más ligera. Al contrario,<br />

debe uno alegrarse de la dicha de su hermano, debe uno hacer lo posible por prestarle servicio<br />

y aplicarse en toda circunstancia a honrarle y contentarle.<br />

94. Decíamos al comienzo de esta conferencia que un hermano puede guardar tristeza contra<br />

otro, incluso después de haber hecho una metania, y explicábamos que, por la metania había<br />

curado la cólera, pero no había combatido el rencor. He aquí otro, que recibiendo una ofensa de<br />

alguien, hace inmediatamente las paces con él con una metania y palabras de reconciliación y no<br />

guarda resentimiento alguno en su corazón contra el autor de la ofensa. Pero si éste le dice más<br />

tarde una cosa desagradable, entonces se acuerda de lo pasado en su espíritu y se turba a la vez<br />

por las injurias pasadas y por las nuevas. Ése se semeja a un hombre que tiene una herida y se<br />

pone un emplasto: gracias a éste la herida curó bien y cicatrizó, pero el lugar queda más sensible:<br />

se desuella más fácilmente que el resto del cuerpo si recibe una pedrada, y comienza inmediatamente<br />

a sangrar. Tal es el estado del hermano del que hablamos: tenía una herida y puso un<br />

emplasto, la metania. Como aquel del que hablábamos en primer lugar, curó bien la herida, es<br />

decir la cólera; comenzó también a curar el rencor cuidando de no guardar ningún resentimiento<br />

en su corazón, lo cual corresponde a la cicatrización de la llaga. Pero no ha borrado totalmente<br />

la huella, guarda algo de rencor, es decir la cicatriz, por la que la herida se vuelve a abrir fácilmente<br />

del todo al primer golpe. Ése debe esforzarse por hacer desaparecer completamente la<br />

cicatriz, de modo que vuelva a crecer el pelo, que no quede allí deformidad alguna y que no<br />

puede en absoluto percibirse que hubo allí una herida.<br />

¿Cómo podrá hacerlo? Orando con todo su corazón por el que le molestó, diciendo: ¡Oh<br />

Dios!, socorre a mi hermano y a mí por sus oraciones”. Así, por una parte ora por su hermano,<br />

y eso es un testimonio de compasión y de caridad; por otra parte, se humilla pidiendo el auxilio<br />

mediante las oraciones de aquel hermano. Donde se hallan compasión, caridad y humildad,<br />

¿cómo podría prevalecer la cólera, el rencor o cualquier otra pasión? Lo dijo el abad Zósimo:<br />

“Aunque el diablo con todos sus demonios ponga en juego todas las maquinaciones de su maldad,<br />

todos sus artificios son vanos y aniquilados mediante la humildad del mandamiento de<br />

Cristo”. Y otro anciano dijo: “Quien ora por sus enemigos, no conocerá el rencor”.<br />

95. Poned en práctica y comprended bien las enseñanzas que recibís. Porque si no las practicáis,<br />

la palabra no puede hacéroslas captar. ¿Qué hombre, que quiera aprender un arte, se contenta<br />

con que le hablen de ella? Ciertamente comenzará primero por tratar de hacer, deshacer,<br />

volver a hacer, destruir, y así, mediante un trabajo perseverante aprenderá poco a poco el arte<br />

con la ayuda de Dios que ve su buena voluntad y su esfuerzo. Y nosotros ¿querríamos adquirir<br />

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“el arte de las artes” por sola la palabra, sin practicarla? ¿Cómo iba a ser eso posible? Velemos,<br />

pues, sobre nosotros mismos, hermanos, y trabajemos con celo, mientras lo podemos todavía.<br />

Que Dios nos conceda recordar las palabras que oímos, y guardarlas, para que el día del juicio<br />

no sean nuestra condenación.<br />

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IX. SOBRE LA MENTIRA<br />

96. Hermanos, quiero recordaros algunas pequeñas cosas acerca de la mentira. Porque no veo<br />

que sois cuidadosos en manera alguna de vuestra lengua, y esto acarrea fácilmente numerosas<br />

faltas. Hermanos míos, comprended bien que se adquieren costumbres en todo, para el bien<br />

como para el mal, y no ceso de decíroslo. Nos es precisa mucha vigilancia para no dejarnos<br />

sorprender por la mentira. Ningún mentiroso está unido a Dios; la mentira es extraña a Dios.<br />

Está escrito: “La mentira viene del Maligno”. Y: “Él es mentiroso y padre de la mentira”. Así<br />

el diablo es llamado padre de la mentira. En cambio, Dios es la Verdad, porque él mismo dice:<br />

“Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Ved de quien os apartáis y a quien os juntáis con la<br />

mentira, ciertamente al Maligno. Si queremos salvarnos realmente, debemos amar con todas<br />

nuestras fuerzas y todo el ardor la verdad y guardarnos de la mentira, para no alejarnos de la<br />

verdad y de la vida.<br />

97. Hay tres maneras diferentes de mentir: con el pensamiento, con la palabra y con la vida<br />

misma. Miente con el pensamiento, el que presta atención a la sospecha. Si ve a alguien hablando<br />

con su hermano, él piensa: “Hablan de mí”. Cesan de hablar. Y él sospecha todavía que es a<br />

causa de él. Si alguien dice una palabra, sospecha que lo hace para molestarle. Brevemente: por<br />

cualquier razón, sospecha del prójimo y dice: “A causa de mí él hace esto, o dice aquello; es por<br />

tal razón que hizo lo otro”. Ése es el que miente con el pensamiento: no dice nada según la<br />

verdad, sino todo por conjeturas. De ahí las curiosidades indiscretas, las murmuraciones, la<br />

costumbre de ponerse a escuchar, de discutir, de juzgar.<br />

Sucede por lo demás que alguien se forma sospechas y que los sucesos manifiestan la verdad;<br />

por eso, alegando su voluntad de enmendarse, no cesa de cuestionar en torno suyo, diciendo:<br />

“Cuando se habla contra mí, me doy cuenta de la falta que se me reprocha y me corrijo”. Pero<br />

el principio mismo de tal conducta es del Maligno. Fue por la mentira que comenzó: en su ignorancia<br />

hizo la conjetura de lo que no sabía. ¿Cómo un árbol malo podría producir frutos buenos?<br />

Si quiere verdaderamente corregirse, no se turbe cuando un hermano le dice: “No hagas eso”, o:<br />

“¿Por qué has hecho aquello?” Haga una metania dándole gracias. Entonces se enmendará. Y si<br />

Dios ve que ésa es ciertamente su voluntad, no le dejará extraviarse, sino que le enviará ciertamente<br />

quien deba corregirle. En cuanto a decir: “Es para mi enmienda que me fío de mis sospechas”,<br />

y ponerse luego a espiar y a inquirir por todas partes en torno suyo, es una falsa justificación<br />

inspirada por el diablo que quiere engañarnos.<br />

98. Cuando me encontraba en el monasterio (del abad Seridos), estaba tentado a juzgar del<br />

estado de cada uno según su manera de andar exterior. Y me sucedió la siguiente aventura: Una<br />

vez, ante mí, pasó una mujer, llevando un cántaro de agua; me dejé sorprender, no sé cómo, y<br />

la miré en los ojos. Inmediatamente me vino la idea de que era una mujer de mala vida. Con<br />

este pensamiento fui muy turbado y me abrí al anciano, el abad Juan: “Maestro, dije, si a pesar<br />

mío, al ver las maneras de una persona, mi espíritu deduce su estado, ¿qué debo hacer? –Eh,<br />

respondió el anciano. ¿No sucede que alguien tiene un defecto natural y lucha por corregirlo?<br />

Por tanto, no es posible conocer su estado por ese defecto. No te fíes jamás de las sospechas,<br />

43


porque una regla torcida hace torcido incluso lo que es recto. Las sospechas son engañosas y<br />

nocivas”. Desde entonces, si mi pensamiento me decía del sol: es el sol; y de las tinieblas: son<br />

las tinieblas, yo no me fiaba. Nada más grave que las sospechas. Son tan perjudiciales que a la<br />

larga llegan a persuadirnos y a hacernos creer con evidencia que vemos las cosas que no hay ni<br />

existieron nunca.<br />

99. Voy a referiros a este respecto un hecho admirable del que fui testigo cuando estaba todavía<br />

en el monasterio. Había allí un hermano muy dado a ese vicio. Se fiaba tanto de sus sospechas<br />

que tenía cada vez la convicción de que las cosas eran exactamente como su espíritu las<br />

imaginaba y no admitía que no fuese así. Al crecer el mal con el tiempo, los demonios lograron<br />

extraviarle completamente. Un día que había entrado en el huerto para observar lo que allí pasaba<br />

(él no cesaba de espiar y de ponerse a escuchar), creyó ver que un hermano volaba higos y<br />

los comía. Era un viernes, un poco antes de la segunda hora. Estando persuadido de que había<br />

realmente visto aquello, se ocultó, digamos, y salió sin decir nada. Luego, a la hora de la sinaxis,<br />

espió todavía para ver lo que haría, respecto a la comunión, el hermano que había robado y<br />

comido los higos. Viendo que se lavaba las manos para ir a comulgar, corrió a decir al abad:<br />

“Mira al hermano tal, va a recibir la santa comunión con los hermanos. Impídele que se la den,<br />

porque esta mañana le he visto robar higos en el huerto y comerlos”. El hermano avanzaba<br />

entonces hacia la sagrada Eucaristía con mucha compunción, porque era de los más fervientes.<br />

El abad lo vio y lo llamó antes de que se acercase al sacerdote que distribuía la comunión. Lo<br />

llamó aparte y le preguntó: “Dime, hermano, ¿qué has hecho hoy? –¿Dónde, Maestro?, respondió<br />

extrañado el hermano. –“En el huerto adonde fuiste esta mañana, repuso el abad. ¿Que<br />

hacías allí?” Estupefacto el hermano respondió: “Maestro, no he visto el huerto hoy, ni siquiera<br />

estaba en el monasterio esta mañana. Heme aquí de vuelta inmediatamente después del fin de la<br />

vigilia nocturna: el ecónomo me envió a tal sitio a hacer una comisión”. Se trataba de un trayecto<br />

de varias millas, y no había vuelto más que a la hora de la sinaxis. El abad llamó al ecónomo<br />

y le dijo: “¿A dónde has enviado el hermano?” El ecónomo respondió como el hermano, que lo<br />

había enviado a tal aldea. Luego hizo una metania, diciendo: “Perdóname, Padre, tú te reposabas<br />

después de la vigilia, y por eso no lo he enviado a pedirte la permisión”. Plenamente convencido,<br />

el abad los envió a comulgar con su bendición. Luego llamó al que había tenido las<br />

sospechas, le riñó y le prohibió la sagrada Comunión. Además, convocó a todos los hermanos<br />

después de la sinaxis, les contó llorando lo que había pasado, y delante de todos reprobó al<br />

hermano culpable, buscando con ello una triple finalidad: confundir al diablo y denunciarlo<br />

como sembrador de sospechas, procurar al hermano el perdón de su falta con aquella humillación<br />

y el auxilio de Dios para el futuro, y, en fin, hacer que los demás fuesen más atentos a no<br />

prestar atención a las sospechas. En la larga amonestación que nos dirigió a este respecto a nosotros<br />

y al hermano, dijo que nada era tan nocivo como las sospechas y nos dio como prueba lo<br />

que acababa de suceder.<br />

100. Bajo diversas formas, otras cosas semejantes fueron dichas por los Padres para ponernos<br />

en guardia ante el peligro de las sospechas. Esmerémonos, pues, hermanos, con todas nuestras<br />

fuerzas, y no nos fiemos de nuestras sospechas. Nada aleja tanto al hombre de la atención por<br />

sus propios pecados, haciéndole ocuparse constantemente de lo que no le atañe. No se saca<br />

ningún bien de ahí, sino mil turbaciones, mil penalidades, y el hombre no tiene nunca sosiego<br />

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para adquirir el temor de Dios. Cuando nuestra maldad siembre en nosotros sospechas, trasformémoslas<br />

al punto en pensamientos buenos, y no nos harán mal alguno. Porque las sospechas<br />

están llenas de malicia y no dejan el alma en paz. He ahí lo que es la mentira de pensamiento.<br />

101. El mentiroso de palabra es, por ejemplo, el que tarda en levantarse para la vigilia y que,<br />

en vez de decir: “Perdóname, he sido perezoso para levantarme”, dice: “Tenía fiebre y vértigo,<br />

no podía ponerme de pie, estaba sin fuerza”. Pronuncia diez palabras falsas en lugar de hacer<br />

una sola metania y humillarse. Si alguien le dirige un reproche, se obstina en desfigurar sus<br />

palabras y en arreglarlas para no incurrir en la censura. Igualmente, si le sucede haber tenido<br />

una disputa con sus hermanos, no cesa de justificarse diciendo: “Eres tú quien lo dijiste, eres tú<br />

quien lo hiciste, es esto, es aquello”, únicamente por evitar la humillación. En fin, si desea<br />

alguna cosa, no se resuelve a decir: “Tengo ganas de aquello”, sino que usará todavía una circunlocución:<br />

“Sufro de tal cosa y tengo necesidad de aquello”; o: “Me lo han prescrito”; y<br />

mentirá hasta que haya satisfecho su deseo.<br />

Todo pecado viene sea del amor del placer, sea del amor del dinero, sea de la vanagloria. La<br />

mentira viene igualmente de esas tres pasiones. Se miente sea para evitar ser reprendido y humillado,<br />

sea para satisfacer un deseo, sea para obtener una ganancia. El mentiroso no cesa de dar<br />

vueltas en su imaginación todos los subterfugios posibles para alcanzar su objetivo. Así no se le<br />

cree: aún cuando diga una palabra verdadera, nadie puede darle crédito, y la verdad que él dice<br />

resulta dudosa.<br />

102. Puede presentarse, sin embargo, alguna necesidad en la que, si no se disimula en parte,<br />

se seguirá más desorden y daño. En tal caso, si uno se ve constreñido a ello, encubra la palabra<br />

por evitar, como dije, un desorden, un mal o un peligro más grave. Es lo que decía el abad<br />

Alonio al abad Agatón: “Dos hombres cometieron un crimen ante ti, uno de ellos huye a tu<br />

celda. El magistrado lo busca, te interroga: «¿Fuiste testigo del crimen?» Si no usas de artificio,<br />

entregas aquel hombre a la muerte”.<br />

Si uno se halla así comprometido por una gran necesidad, no ha de tener por ello la mentira<br />

como despreciable, sino lamentarla, llorar ante Dios, y mirar aquello como ocasión de prueba.<br />

Sobre todo es preciso que eso no suceda más que raras veces, una vez cada mil. Es como la<br />

terapia y los purgantes: tomados continuamente hacen mal, pero utilizados de tiempo en tiempo,<br />

en caso de necesidad urgente, son provechosos. Así se debe hacer en la cuestión que nos ocupa.<br />

Aun cuando haya que mentir por necesidad, que eso sea raro, una vez cada mil, y, lo repito, si<br />

se ve que es muy necesario. Conviene entonces con temor y temblor mostrar a Dios a la vez su<br />

buena voluntad y la necesidad en que uno se encuentra y uno será absuelto. Si no, aún en ese<br />

caso uno se perjudicaría.<br />

103. Hemos hablado del mentiroso en el pensamiento y del mentiroso de palabra. Nos queda<br />

por decir quién es el que miente con su misma vida.<br />

Miente con su vida el libertino que hace alarde de castidad, el avaro que habla de limosna y<br />

hace elogio de la caridad, y también el orgulloso que admira la humildad. No es con la intención<br />

de alabar la virtud como la admira, si no, él comenzaría por confesar humildemente su propia<br />

debilidad diciendo: “¡Ay de mí! Estoy sin bien alguno”. Después de haber confesado así su<br />

miseria, podría admirar y alabar la virtud. Y no es tampoco por el deseo de evitar el escándalo<br />

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por lo que hace elogio de la virtud, ya que en ese caso debería decir: “¡Miserable de mí, lleno<br />

de pasiones! ¿Por qué iré a escandalizar a mi prójimo? ¿Por qué iré a perjudicar el alma de otro<br />

e imponerme una carga de más?” Siendo él mismo pecador, podría aproximarse del bien. Considerarse<br />

a sí mismo miserable es humildad, y evitar el mal del prójimo es compasión. Pero el<br />

mentiroso no admira la virtud con tales sentimientos. Para cubrir su propia vergüenza presenta el<br />

nombre de la virtud y habla de ella como si él fuese virtuoso; con frecuencia también lo hace<br />

para hacer mal y seducir a alguien. Ninguna malicia, ninguna herejía, ni el mismo diablo pueden<br />

engañar más que simulando la virtud, según la palabra del Apóstol: el mismo diablo “se trasforma<br />

en ángel de luz” (2 Co 11,14). No es, pues, extraño que sus servidores se disfracen también<br />

como servidores de la justicia. Así, sea que trate de evitar la humillación, cuya vergüenza teme,<br />

sea que tenga la intención de seducir y engañar a alguien, el mentiroso habla de las virtudes, las<br />

alaba y las admira, como si las practicase. Tal es el que miente con su vida misma. Él no es<br />

sencillo, sino que obra con doblez: uno en el interior, otro al exterior. Toda su vida es doblez y<br />

comedia.<br />

Hemos dicho lo que es propio de la mentira: ella viene del Maligno. Acerca de la verdad<br />

hemos dicho: “La Verdad es Dios”. Huyamos, pues, de la mentira, hermanos, para escapar del<br />

partido del Maligno y esforcémonos por poseer la verdad para estar unidos al que dijo: “Yo soy<br />

la Verdad”. ¡Que Dios nos haga dignos de su verdad!<br />

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X. DE LA VIGILANCIA CON LA QUE HAY QUE AVANZAR POR EL CA-<br />

MINO DE DIOS PARA ALCANZAR LA META<br />

104. Hermanos, tengamos cuidado de nosotros mismos, seamos vigilantes. ¿Quién nos devolverá<br />

el tiempo presente si lo perdemos? Podríamos buscar los días perdidos, pero no podremos<br />

encontrarlos. El abad Arsenio se decía sin cesar: “Arsenio, ¿por qué abandonaste el mundo?”<br />

Pero nosotros somos tan negligentes que no sabemos por qué lo hemos abandonado; incluso no<br />

sabemos lo que queríamos. Por eso no progresamos y estamos siempre afligidos. Esto procede<br />

de que nuestro corazón no está atento. Si quisiéramos de veras combatir, no tendríamos que<br />

sufrir y penar largo tiempo, porque, si a los comienzos uno se esfuerza como debe, combatiendo,<br />

se avanza al menos poco a poco y se termina por obrar en paz, viendo Dios la violencia que<br />

se hace y concediéndonos su auxilio.<br />

Hagámonos, pues, violencia también nosotros, pongamos a la obra y tengamos al menos la<br />

voluntad de hacer el bien. Si ciertamente no hemos llegado todavía a la perfección, el hecho<br />

mismo de querer es para nosotros el comienzo de la salvación. Porque del querer pasaremos con<br />

la ayuda de Dios a la lucha, y en la lucha encontraremos auxilio para adquirir virtudes. Es lo<br />

que hacía decir a los Padres: “Da tu sangre y recibe el espíritu”, es decir, combate y entra en<br />

posesión de la virtud.<br />

105. Cuando yo estudiaba ciencias profanas, encontraba al principio mucha dificultad, y<br />

cuando me disponía a coger un libro, era como si fuese a echar mano a una bestia feroz. Pero,<br />

esforzándome con perseverancia, Dios me ayudó y me acostumbré tan bien al trabajo que mi<br />

ardor por los estudios hacía olvidarme de descansar, de beber y comer. Nunca me dejaba arrastrar<br />

a comer con uno de mis amigos; nunca tampoco iba a conversar con ellos durante el tiempo<br />

de estudio, a pesar de que me gustaba la tertulia y amaba a mis compañeros. Tan pronto como el<br />

profesor nos despedía, iba a tomar un baño, pues tenía necesidad de bañarme todos los días por<br />

razón de la deshidratación causada por el exceso de trabajo. Luego me iba a casa, sin saber lo<br />

que comería. Yo era incapaz de dejarme distraer ni siquiera para elegir la comida. Por lo demás,<br />

yo tenía alguien que me preparaba ciertamente lo que me hacía falta. Tomaba lo que encontraba<br />

preparado por él, y al lado, en la cama, tenía mi libro sobre el que inclinaba de vez en cuando.<br />

Durante mi descanso, lo guardaba cerca de mí, sobre mi taburete, y tan pronto como había<br />

dormido un poco, me entregaba inmediatamente a la lectura. Lo mismo, por la tarde, cuando me<br />

retiraba de junto las antorchas, encendía la lámpara y leía hasta medianoche. No tenía más gusto<br />

que el de los estudios. Cuando vine al monasterio, me decía: “Si por la ciencia profana se siente<br />

tanta sed y tanto ardor por aplicarse al estudio y adquirir la costumbre ¡cuánto más por la virtud!”<br />

Y este pensamiento me estimulaba notablemente.<br />

Si alguien desea adquirir la virtud, no debe ser distraído y disipado. El que quiere aprender a<br />

ser carpintero no se dedica a otro oficio; del mismo modo, los que quieren adquirir el arte del<br />

espíritu: no deben ocuparse de otra cosa, sino aplicarse noche y día a los medios para hacerse<br />

expertos en ello. Quienes no obran así, no sólo no progresan nada, sino que, no teniendo objeti-<br />

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vo, se fatigan y se extravían, cuanto más que, sin vigilancia ni lucha, uno se aleja fácilmente de<br />

las virtudes.<br />

106. Las virtudes se hallan en el medio, ese es el camino real de que habla un santo anciano:<br />

“Seguid el camino real, y contad las millas”. Las virtudes están en el medio entre el exceso y la<br />

insuficiencia. Por eso está escrito: “No desvíes a derecha ni a izquierda” (Pr 4,27), sino sigue<br />

“el camino real” (Nm 20,17). San Basilio dice: “Es recto de corazón aquel cuyo pensamiento no<br />

se inclina ni hacia el exceso ni hacia la insuficiencia, sino que se dirige hacia el medio que es la<br />

virtud”.<br />

He aquí lo que quiero decir: el mal de suyo no es nada, ya que no tiene ni ser ni substancia.<br />

¡No lo quiera Dios! Y el alma lo hace cuando, apartándose de la virtud, es invadida por las<br />

pasiones. Precisamente es atormentada por el mal, no hallando en sí su reposo natural. Por<br />

ejemplo, es como la madera: en ella no hay gusano, pero si se pudre, de esa podredumbre nace<br />

el gusano que la roe. El hierro también produce el óxido y a su vez es roído por el óxido, y la<br />

ropa cría la polilla, que luego la devora. Así el alma produce de sí misma el mal, el cual no<br />

tenía antes ni ser ni substancia, y a su vez es devorada por el mal. Lo ha dicho bien san Gregorio:<br />

“El fuego producido con la madera consume esa madera como el mal consume a los malvados.”<br />

Y esto se ve también en los enfermos. Si se vive de manera desordenada, sin velar por la<br />

salud, se produce sea la abundancia sea la carencia (de humores) y de ahí se sigue un desequilibrio.<br />

Antes, la enfermedad no se hallaba en ninguna parte, ni siquiera existía. De nuevo, cuando<br />

el cuerpo recobra la salud, la enfermedad no se halla en parte alguna. Igualmente el mal es la<br />

enfermedad del alma privada de su salud natural, es decir de la virtud. Por eso decimos que las<br />

virtudes están en medio. Por ejemplo, el coraje es el medio entre la cobardía y la audacia; la<br />

humildad, entre el orgullo y el servilismo; el respeto, entre la vergüenza y la insolencia; y así<br />

respectivamente todas las demás virtudes. El hombre que se halla ornado de virtudes, es estimado<br />

ante Dios; y aunque parezca que come, bebe y duerme como los demás hombres, sus virtudes<br />

le hacen honorable. Al contrario, si falta de vigilancia y no se cuida de sí mismo, se aleja fácilmente<br />

del camino, sea a derecha, sea a izquierda, es decir hacia el exceso o hacia la insuficiencia,<br />

y provoca esa enfermedad que es el mal.<br />

107. Ése es el camino real que siguieron todos los santos. Las “millas” son las diferentes<br />

etapas que hay siempre que medir para darse cuenta en donde se está, a que milla se ha llegado,<br />

en que estado uno se encuentra. Me explico. Todos somos viajeros que tenemos como objetivo<br />

la ciudad santa. Partidos de un misma ciudad, unos han hecho cinco millas, y luego se han detenido;<br />

otros hicieron diez; algunos llegaron hasta la mitad del camino; otros no han dado un paso:<br />

salidos de la ciudad quedaron a sus puertas, en su atmósfera nauseabunda. Sucede también que<br />

algunos hacen dos millas, luego se extravían y tornan sobre sus pasos, o habiendo hecho dos<br />

millas, retroceden cinco. Hay incluso quienes avanzaron hasta la ciudad adonde iban, pero quedaron<br />

fuera y no penetraron en el interior.<br />

Eso es lo que nosotros somos. Hay ciertamente entre nosotros quienes tenían por objetivo la<br />

adquisición de las virtudes, cuando abandonaron el mundo para ingresar en el monasterio. De<br />

estos, unos progresaron un poco, y luego se detuvieron; otros avanzaron un poco más, algunos<br />

hicieron la mitad del trayecto, y allí se quedaron. Hay quienes no han hecho nada en absoluto:<br />

parecía que habían abandonado el mundo, pero de hecho permanecieron en las cosas del mundo,<br />

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en sus pasiones y su hediondez. Algunos obran algún bien, y luego lo destruyen o incluso destruyen<br />

más de lo que han hecho. Otros adquirieron las virtudes, pero tuvieron orgullo y deprecio<br />

por el prójimo: quedaron al exterior de la ciudad y no penetraron en ella; éstos tampoco llegaron<br />

a la meta, porque aunque hayan llegado a la puerta de la ciudad, quedaron fuera, de modo que<br />

tampoco alcanzaron su objetivo. Examine cada uno de nosotros en donde se halla. Salido de su<br />

ciudad, ¿no quedó fuera, junto a la puerta, en la hediondez de la ciudad? ¿Avanzó un poco o<br />

mucho? ¿Recorrió la mitad del camino? Sin haber avanzado nada, ¿no retrocedió dos millas? ¿O<br />

retrocedió cinco millas después de haber avanzado dos? ¿Avanzó hasta la ciudad? ¿Entró en<br />

Jerusalén? ¿O alcanzó la ciudad sin poder penetrar en ella? Que cada uno sepa en que estado o<br />

en donde se halla.<br />

108. Hay tres estados para el hombre: el que ejerce la pasión, el que la somete y el que la<br />

desarraiga. Ejercer la pasión es realizar sus actos y fomentarla. Someterla es no practicarla ni<br />

suprimirla, sino ponerse un motivo e ir adelante, guardándola en el corazón. Desarraigarla, por<br />

fin, es luchar y hacer los actos contrarios.<br />

Estos tres estados tienen una amplia aplicación. Pongamos un ejemplo. Decidme: ¿Qué pasión<br />

queréis que examinemos? ¿Queréis que hablemos del orgullo? ¿De la fornicación? O más bien,<br />

¿queréis que hablemos de la vanagloria, ya que con frecuencia nos vence? Es por vanagloria que<br />

uno no puede soportar una palabra de su hermano. Una sola palabra que oiga, ya está turbado.<br />

Y responde cinco o incluso diez. Disputa, siembra el desorden, y, terminada la querella, continúa<br />

a pensar mal contra el hermano que le dijo aquella palabra. Le guarda rencor y lamenta no<br />

haberle dicho más de lo que le ha dicho. Prepara palabras todavía peores por echárselas en cara.<br />

No cesa de pensar: “¿Por qué no le dije esto? Tengo todavía tal cosa que responderle”. Y no<br />

sale de su furor. Ése es el primer estado, el mal hecho costumbre. ¡Que Dios nos preserve de él!<br />

Pues tal disposición está ciertamente destinada al castigo, dado que todo pecado realizado merece<br />

el infierno. Aunque quiera convertirse, el que está en tal estado no logrará dominar él solo la<br />

pasión, si no es ayudado por los santos, conforme a las palabras de los Padres. Por ello no ceso<br />

de decíroslo: apresuraos a vencer las pasiones antes de que se hagan costumbre.<br />

Otro, turbado por una palabra que oyó, responde también cinco o diez, se aflige por no haber<br />

añadido otras, tres veces peores, siente tristeza y guarda rencor. Pero unos días después se arrepiente.<br />

Uno deja pasar una semana antes de arrepentirse, otro un solo día. Otro se irrita, disputa,<br />

se turba y perturba a los demás, y luego se arrepiente inmediatamente. Ved cuanta variedad de<br />

estados, y, sin embargo, todos proceden del infierno, en cuanto que llevan consigo la actividad<br />

de una pasión.<br />

109. Hablemos ahora de quienes dominan la pasión. He ahí un hermano que oye una palabra<br />

y se aflige interiormente, pero no se entristece por el ultraje recibido, sino por no haberlo soportado.<br />

Ése es el estado de quienes luchan, de quienes se esfuerzan por dominar la pasión. Otro<br />

hermano combate con dificultad, y termina por sucumbir con el peso de la pasión. Otro no quiere<br />

responder mal, pero es llevado de la costumbre. Otro lucha por abstenerse de toda mala palabra,<br />

pero se entristece de ser maltratado: pero condena su propia tristeza y hace penitencia por<br />

ello. En fin, otro no se aflige por ser ultrajado, pero tampoco se alegra. Todos estos, como veis,<br />

dominan la pasión. Hay dos, sin embargo, que se distinguen de los demás, a saber el que es<br />

vencido en el combate y el que es arrastrado por la costumbre, porque ambos corren el riesgo de<br />

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quienes ejercen la pasión. Los he puesto entre quienes tratan de vencerla, porque tal es su intención.<br />

No quieren ejercer la pasión, sino que prueban tristeza y luchan. Los Padres dijeron que<br />

todo lo que el alma rehúsa, es de corta duración (Poemen 93). Esos hermanos deben examinar si<br />

no entretienen, a falta de la pasión misma, una de las causas de la pasión, y si no es por eso por<br />

lo que son vencidos o arrastrados.<br />

Algunos luchan, diciendo que es para someter la pasión, pero lo hacen por instigación de otra<br />

pasión. Por ejemplo, un hermano guarda el silencio por vanagloria; otro, lo hace por respeto<br />

humano, o por otra pasión diferente. Esto es curar el mal con el mal. El abad Poemen dice que<br />

de ninguna manera la iniquidad destruye la iniquidad. Esos hermanos son de los que ejercen la<br />

pasión, aunque sean juguete de la ilusión.<br />

110. Debemos hablar, en fin, de quienes desarraigan la pasión. He ahí un hermano que se<br />

alegra de ser maltratado, pero es por la recompensa que tendrá por ello. Ése es de lo que desarraigan<br />

la pasión, pero no sabiamente. Otro se alegra también de haber sido ultrajado y está<br />

convencido de que el ultraje lo merecía porque él había dado motivo a ello. Éste desarraiga la<br />

pasión sabiamente, porque ser maltratado y atribuirse a sí la causa de ello, tomar como merecidos<br />

los ultrajes recibidos, es obra de sabiduría. Quien dice a Dios en su oración: “Señor, concédeme<br />

la humildad”, debe saber que pide a Dios que le envíe alguien que le maltrate. Y al ser<br />

maltratado, debe maltratarse a sí mismo y despreciarse en su corazón, para humillarse interiormente,<br />

mientras que le humillan exteriormente. En fin, hay quienes, no sólo se alegran del ultraje<br />

y se juzgan que lo merecen, sino incluso se afligen de la turbación de quien les ultraja. ¡Que<br />

Dios nos conceda un tal estado!<br />

111. Ved lo extenso de estos tres estados. Lo repito: que cada uno de nosotros examine en<br />

que estado se encuentra. ¿Ejerce la pasión y la entretiene a sabiendas? O bien, ¿sin obrar voluntariamente,<br />

no la ejerce vencido o arrastrado por la costumbre? Y luego, ¿se aflige por ello?<br />

¿Hace penitencia? ¿Lucha por someter la pasión sabiamente o a impulsos de otra pasión? Dijimos<br />

ya que a veces se guarda el silencio por vanagloria, por respeto humano: sencillamente, por<br />

una consideración humana. ¿Comenzó a desarraigar la pasión? ¿Lo hace sabiamente, realizando<br />

los actos contrarios a la pasión? Que cada uno se dé cuenta en donde está, en que milla se encuentra.<br />

Además de nuestro examen cotidiano debemos examinarnos cada año, cada mes y cada semana<br />

y preguntarnos: “¿En donde me hallo ahora respecto a la pasión que me agobiaba la semana<br />

pasada?” Igualmente cada año: “He sido vencido por tal pasión el año pasado, ¿cómo voy ahora?”<br />

Hemos de preguntarnos cada vez si hemos progresado, si seguimos igual, o si hemos empeorado.<br />

112. Denos Dios la fuerza, si no para desarraigar la pasión, al menos primeramente para no<br />

obrar según ella, sino para dominarla. Porque es verdaderamente grave obrar según la pasión y<br />

no dominarla. Voy a deciros a que se parece el que ejerce la pasión y la fomenta: semeja a un<br />

hombre que agarra con sus propias manos los tiros que recibe del enemigo y los hunde en su<br />

propio corazón. En cuanto al que trata de someter la pasión, es el que es blanco del enemigo,<br />

pero, revestido de una coraza, no es alcanzado por los tiros. El que, en fin, desarraiga la pasión,<br />

es como el que rompiese los dardos que él recibe y los enviase de retorno al corazón de su ene-<br />

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migo, según la palabra del Salmo: “Que su espada penetre en su corazón, y que sus arcos se<br />

hagan añicos” (Sal 36,15). Tratemos, pues, nosotros también, hermanos, si no de devolver la<br />

espada contra el corazón, al menos de no coger los tiros para hundirlos en nuestro corazón, y<br />

asimismo revistámonos de una coraza, para que no nos hieran. Protéjanos Dios en su bondad, y<br />

háganos vigilantes y guíenos por su camino. Amén.<br />

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XI. URGENCIA DE VENCER LAS PASIONES ANTES DE QUE EL ALMA<br />

NO SE HABITÚE AL MAL<br />

113. Considerad con atención, hermanos, cómo son las cosas, y no seáis negligentes, ya que<br />

una pequeña negligencia nos lleva a grandes peligros. Acabo de visitar a un hermano que hallé<br />

convaleciente de su enfermedad. Hablando con él, me enteré de que no había tenido fiebre más<br />

que siete días. Ahora bien, hace cuarenta días ya, y no ha encontrado todavía el medio de reponerse.<br />

Veis, hermanos, la desdicha que hay en perder el equilibrio de la salud. Uno desprecia<br />

pequeños achaques e ignora que, si el cuerpo está algo enfermo, sobre todo siendo de complexión<br />

delicada, necesitará mucho trabajo y tiempo para reponerse. Este pobre hermano tuvo fiebre<br />

durante siete días, y he ahí que después de tantos días no llegó a restablecerse. Lo mismo<br />

ocurre con el alma: se comete una falta ligera, y ¿cuánto tiempo habrá que verter sangre para<br />

levantarse?<br />

Hay diversas razones para la debilidad del cuerpo: o bien los remedios no son eficaces, porque<br />

son viejos; o bien el médico no tiene experiencia y da un remedio por otro; o bien el enfermo<br />

no obedece y no observa las prescripciones. Para el alma, no es lo mismo: no podemos decir<br />

que el médico sea inexperimentado y que no dé los remedios convenientes, ya que el médico de<br />

nuestras almas es Cristo que conoce todo y que da para cada pasión el remedio apropiado, es<br />

decir sus mandamientos que conciernen la humildad contra la vanagloria, la templanza contra la<br />

sensualidad, la limosna contra la avaricia; brevemente, cada pasión tiene por remedio el mandamiento<br />

conveniente. El médico no es, pues, inexperimentado. Por otra parte, tampoco se puede<br />

decir que los remedios sean ineficaces, por haber caducado. Los mandamientos de Cristo no<br />

caducan nunca: incluso se renuevan en la medida en que se utilizan. Para la salud del alma no<br />

hay, pues, más obstáculo que su propio desorden.<br />

114. Prestemos atención, hermanos, seamos vigilantes, mientras es tiempo. ¿Por qué ser<br />

negligentes? Hagamos el bien, para hallar auxilio en tiempo de prueba. ¿Por qué perder nuestra<br />

vida? Oímos tantas instrucciones: poco nos importa, las despreciamos. A nuestra vista nuestros<br />

hermanos parten, y no prestamos atención, sabiendo que nosotros también poco a poco nos<br />

acercamos de la muerte. Desde el comienzo de la conferencia hemos gastado dos o tres horas y<br />

nos hemos acercado de la muerte, y no nos espantamos de perder el tiempo. ¿Cómo no nos<br />

acordamos de esta palabra del anciano: “Quien pierde oro o plata, puede encontrarlos, pero el<br />

que pierde el tiempo no lo encontrará”? De hecho buscaremos, sin encontrarla, una sola hora de<br />

ese tiempo. ¿Cuántos desean oír una palabra de Dios, y no lo pueden? Y nosotros que las oímos<br />

con tanta frecuencia, las despreciamos y no salimos de nuestro letargo. Dios sabe bien que estoy<br />

admirado de la insensibilidad de nuestras almas. Podemos salvarnos y no queremos. Podemos<br />

arrancar nuestras pasiones mientras son recientes, y no nos preocupamos de ello. Las dejamos<br />

endurecer en nosotros hasta el último grado del mal. Os lo he dicho frecuentemente, una cosa es<br />

desarraigar una planta que se arranca de un solo tirón, y otra cosa desarraigar un gran árbol.<br />

115. Un gran anciano se entretenía con sus discípulos en un lugar en que había cipreses de<br />

tallas diferentes, pequeños y grandes. Dijo a uno de sus discípulos: “Arranca este ciprés”. El<br />

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árbol era muy pequeño, e inmediatamente, con una sola mano, el hermano lo arrancó. El anciano<br />

le mostró luego otro ciprés más grande, diciéndole: “Arranca también aquel”. El hermano lo<br />

arrancó sacudiéndolo con las dos manos. Entonces el anciano le designó otro más grande, y el<br />

hermano tuvo mucho trabajo para arrancarlo. Le indicó uno todavía mayor: el hermano lo sacudió<br />

mucho y no logró quitarlo más que a fuerza de trabajo y de sudor. En fin, el anciano le<br />

indicó otro árbol todavía más grande, y esta vez el hermano, después de mucho trabajo y sudor<br />

no logró arrancarlo. “Así ocurre con las pasiones, hermanos, les dijo entonces el anciano. Cuando<br />

son pequeñas, se endurecen, y cuanto más se endurecen, tanto más trabajo exigen. Si han<br />

echado raíces profundas en nosotros, no llegaremos a deshacernos de ellas, aún esforzándonos,<br />

si no recibimos auxilio de los santos que se ocupan de nosotros, después de Dios”.<br />

Ved la fuerza de las enseñanzas de los santos ancianos. El Profeta nos enseña lo mismo a este<br />

respecto, cuando dice en el Salmo: “Miserable hija de Babilonia, dichoso quien te retribuya todo lo<br />

que nos has dado. Dichoso quien agarre tus niños pequeños para hacerlos añicos contra la peña”.<br />

116. Examinemos una a una las palabras. Por “Babilonia”, el Profeta comprende la confusión;<br />

la interpreta así según Babel, que es exactamente Siquén. Por “hija de Babilonia” entiende<br />

la iniquidad, porque el alma está primeramente en la confusión, y luego comete el pecado. Llama<br />

“miserable” a esa hija de Babilonia, porque el mal no tiene ser ni substancia, como os he<br />

dicho otra vez. Es nuestra negligencia quien lo hace salir del no ser, y es nuestra enmienda quien<br />

de nuevo lo hace desvanecerse en la nada. El santo Profeta prosigue, como dirigiéndose a la hija<br />

de Babilonia: “Dichoso quien te retribuya todo lo que nos has dado”. Veamos lo que hemos<br />

dado, lo que hemos recibido en cambio, y lo que debemos retribuir. Hemos dado nuestra voluntad<br />

y hemos recibido en retorno el pecado. Son proclamados dichosos los que “devuelven” el<br />

pecado: devolverlo es no cometerlo más. “Dichoso, continúa el salmista, quien agarre tus niños<br />

pequeños y los haga añicos contra la peña”. Esto significa: dichoso aquel que, desde el comienzo,<br />

no deja que tus retoños, es decir los malos pensamientos, crezcan en él y realicen el mal,<br />

sino que, inmediatamente, mientras que son todavía “niños pequeños” y antes de que hayan<br />

crecido y se hayan fortalecido en él, los agarra, los estrella contra la roca, que es Cristo (1 Co<br />

10,4) y los aniquila refugiándose junto a Cristo.<br />

117. He ahí como los ancianos y la sagrada Escritura están perfectamente de acuerdo en<br />

proclamar dichosos quienes combaten para destruir las pasiones todavía recientes antes de experimentar<br />

su dolor y de su amargor. Esforcémonos, hermanos, cuanto podamos, para obtener<br />

misericordia. Por una pequeña pena de ahora, hallaremos un gran reposo.<br />

Los Padres han dicho cómo cada uno debía periódicamente purificar su conciencia examinando<br />

cada tarde cómo pasó el día, y cada mañana cómo pasó la noche, y haciendo penitencia ante<br />

Dios por los pecados que probablemente ha cometido. Nosotros que cometemos numerosas<br />

faltas, tenemos realmente necesidad, siendo olvidadizos como somos, de examinarnos incluso<br />

cada seis horas para conocer cómo las hemos pasado y en qué hemos pecado. Pregúntese cada<br />

uno entonces : “¿No he dicho nada que haya herido a mi hermano? Al verlo hacer alguna cosa,<br />

¿no lo he juzgado o despreciado? ¿O no he hablado en contra de él? ¿No he murmurado del<br />

procurador, de que no me daba lo que yo le pedía? ¿No he humillado y entristecido al cocinero,<br />

haciendo notar que los manjares no estaban bien? O tal vez, ¿no he mostrado simplemente desagrado<br />

en mi interior?” Notemos que es pecado murmurar, incluso interiormente. Aún más: “Si<br />

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el canonarca u otro hermano me han dicho una palabra, ¿la he soportado bien? ¿No le he contradicho<br />

más bien?” Es así como debemos preguntarnos al fin de cada día: cómo lo hemos pasado.<br />

Y para la noche es preciso un examen semejante: ¿Nos hemos levantado con diligencia para la<br />

vigilia? ¿No nos hemos impacientado contra el excitador o no hemos murmurado de él? Porque<br />

hay que saber que quien nos despierta para la vigilia nos presta un servicio y nos ocasiona grandes<br />

bienes: nos despierta para que podamos conversar con Dios, orar por nuestros pecados y ser<br />

esclarecidos. ¡Cuán agradecidos debemos estarle! En verdad hay que considerarlo en cierto<br />

modo como un instrumento de nuestra salvación.<br />

118. Voy a contaros a este propósito una historia maravillosa que oí narrar acerca de un gran<br />

diorático. En la iglesia, cuando los hermanos comenzaban a salmodiar, veía a un personaje<br />

resplandeciente salir del santuario con un pequeño vaso que contenía agua bendita y una cuchara.<br />

Hundía la cuchara en el vaso y, al pasar delante de todos los hermanos, los marcaba con una<br />

cruz a cada uno. Cuando hallaba sitios vacíos, marcaba unos sí y otros no. Cuando la salmodia<br />

estaba para terminarse, el anciano lo veía de nuevo salir del santuario y volver a hacer lo mismo.<br />

Un día, le retuvo, y, echándose a sus pies, le suplicó que le explicase lo que hacía y quien era.<br />

“Soy un ángel de Dios, le dijo el personaje resplandeciente, y he recibido la misión de marcar<br />

tanto los que están en la iglesia al comienzo de la salmodia como los que permanecen hasta el<br />

fin, por razón de su fervor, su celo y su buena voluntad. –Pero, ¿por qué marcáis los sitios de<br />

algunos ausentes?” preguntó el anciano. Y el santo ángel le respondió : “Todos los hermanos<br />

celosos y de buena voluntad, que están ausentes por grave enfermedad y con el asentimiento de<br />

los Padres, o que están ocupados con alguna obediencia, reciben también la marca, porque de<br />

corazón se hallan con los que salmodian. Solamente los que podrían estar allí y están ausentes<br />

por negligencia, tengo orden de no marcarlos, porque se hacen indignos”.<br />

Veis el beneficio que el excitador proporciona al hermano al que despierta para el oficio<br />

conventual. Esforzaos, pues, hermanos, para no estar jamás privados de la marca del ángel. Si<br />

un hermano se distrae y otro le recuerda su deber, él no debe irritarse, sino, atento al bien que<br />

se le hace, dar gracias al hermano sea quien sea.<br />

119. Cuando estaba en el monasterio (del abad Seridos), el abad, por consejo de los ancianos,<br />

me dio el cargo de hospedero. Me hallaba convaleciente de una grave enfermedad. Los huéspedes<br />

venían y yo velaba la tarde con ellos. Luego llegaba el turno de los camelleros: yo debía<br />

proveer a sus necesidades. Y, con frecuencia, después de haberme acostado, se presentaban<br />

nuevas necesidades que me obligaban a levantarme. Durante este tiempo, llegaba la hora de la<br />

vigilia. Yo no había apenas dormido, y el canonarca venía a despertarme. Me encontraba destrozado<br />

y hecho añicos por razón del trabajo o de la enfermedad, ya que tenía todavía accesos de<br />

fiebre. Agobiado de sueño, le respondía: “Bien, Padre. ¡Gracias por tu caridad, que Dios te lo<br />

pague ! A tus órdenes, ya voy, Padre”. Pero tan pronto como él se iba, yo caía rendido de sueño<br />

y me afligía mucho levantarme con retraso para la vigilia. Como no era oportuno que el canonarca<br />

quedase constantemente a mi lado, acudí a dos hermanos, pidiéndoles a uno que me despertase<br />

y al otro que no me dejase cabecear durante la vigilia. Y creedme, hermanos, los consideraba<br />

como salvadores míos, y tenía casi veneración por ellos. Tales deben ser los sentimientos<br />

que debéis tener también vosotros respecto a quienes os despiertan para el oficio conventual y<br />

para cualquier otra obra buena.<br />

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120. Decíamos que uno debe examinarse cómo pasó el día y la noche. ¿Hemos estado atentos<br />

a la salmodia y a la oración? ¿Nos hemos dejado cautivar por pensamientos nacidos de la pasión?<br />

¿Hemos escuchado bien las lecturas divinas? ¿No hemos abandonado la salmodia, yéndonos de<br />

la iglesia por ligereza de espíritu? Si uno se examina así cada día, procurando arrepentirse de sus<br />

faltas y enmendarse, disminuirán los pecados: por ejemplo ocho en vez de nueve. De esta manera,<br />

progresando poco a poco con la ayuda de Dios, se impedirá a las pasiones endurecerse. Es un<br />

gran peligro caer en la costumbre de una pasión. Quien llegue ahí, lo repito, aunque lo desee, no<br />

es capaz él solo de dominar la pasión, a no ser que reciba la ayuda de algunos santos.<br />

121. ¿Queréis que os hable de un hermano que tenía la costumbre de una pasión? Escuchad su<br />

lamentable historia. Cuando yo estaba en el monasterio, a los hermanos, no sé por qué, les<br />

gustaba manifestarme sus pensamientos con sencillez. Se decía incluso que el abad, por consejo<br />

de los ancianos, me había encargado de escucharlos. Un día, pues, un hermano viene a decirme:<br />

“Perdóname, Padre, y ora por mí, porque robo para comer. –¿Por qué?, le pregunté, ¿tienes<br />

hambre? –Sí, no tengo bastante a la mesa con los hermanos y no puedo pedirlo. –¿Por qué no<br />

vas a decírselo al abad? – Tengo vergüenza. –¿Quieres que vaya yo a decírselo? –Como quieras,<br />

Padre”.<br />

Fui, pues, a hablar al abad y me dijo : “Por caridad, cuídalo lo mejor que puedas”. Me encargué<br />

de él y le dije al procurador : “Ten la bondad de dar a este hermano todo lo que desee, a<br />

cualquier hora que venga a verte y no le rehúses nada. –De acuerdo”, me respondió el procurador.<br />

El hermano fue a él algunos días, y luego vino a decirme: “Perdóname, Padre: he comenzado<br />

de nuevo a robar. –¿Por qué? le pregunté. ¿El procurador no te da lo que quieres? –Si,<br />

¡perdón ! me da cuanto quiero, pero tengo vergüenza delante de él. –¿Tienes también vergüenza<br />

para conmigo? – No. –Entonces, cuando tengas gana de algo, ven que te lo daré, pero no robes<br />

más”.<br />

Yo me ocupaba entonces de la enfermería. El hermano venía a verme y yo le daba todo lo<br />

que quería. Pero, unos días más tarde, volvió a robar. Vino afligido a decírmelo: “Yo robo<br />

todavía. –¿Por qué, hermano? le dije. ¿Es que no te doy todo lo que quieres? –Sí. –¿Tendrías<br />

vergüenza de recibir algo de mí? –No. –Entonces, ¿por qué robas? –Perdóname, pero no sé por<br />

qué. Robo, así, sencillamente. –En serio, dime, ¿qué haces de lo que robas? –Lo doy al asno”.<br />

Y se descubrió que aquel hermano robaba habas, dátiles, higos, cebollas, brevemente, todo lo<br />

que encontraba. Lo ocultaba bajo el jergón, o en otra parte. Finalmente, no sabiendo qué hacer,<br />

al ver que todo se estropeaba, lo tiraba o lo daba a las bestias.<br />

122. Veis lo que es tener una pasión hecha costumbre. ¿Qué desgracia, qué miseria no es<br />

eso? Aquel hermano sabía que aquello estaba mal, sabía que obraba mal, estaba desolado por<br />

ello, lloraba, y, sin embargo, el desgraciado era arrastrado por la mala costumbre que había<br />

adquirido por su negligencia. Como lo dijo bien el abad Nisteros: “El que es arrastrado por una<br />

pasión, se hace esclavo de la pasión”. Que Dios, en su bondad, nos arranque de las malas costumbres<br />

para que no tenga que decirnos: “¿Para qué sirve mi sangre, abajarme hasta la muerte?”<br />

(Sal 29,10).<br />

Os he dicho ya cómo se cae en una costumbre. No se llama colérico al que se irrita una vez,<br />

ni impúdico al que comete una sola impureza, como tampoco se dirá caritativo al que una sola<br />

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vez da una limosna. La virtud y el vicio practicados de una manera proseguida engendran una<br />

costumbre en el alma y esta costumbre produce luego el castigo o el descanso del alma. Hemos<br />

ya dicho otra vez cómo la virtud proporciona el descanso al alma y cómo el vicio la castiga. La<br />

virtud es natural y está en nosotros. “Sus gérmenes son indestructibles”. Os decía que habituarse<br />

a la virtud por la práctica del bien, es recobrar el estado propio, restablecer la salud, como se<br />

recobra la vista normal después de una enfermedad de los ojos, o la salud personal y natural<br />

después de cualquier otra enfermedad. Para el vicio no es lo mismo. Con la práctica del mal,<br />

adquirimos una costumbre extraña y contra nuestra naturaleza, contraemos una suerte de enfermedad<br />

crónica, y no podremos recobrar la salud sin un auxilio abundante, sin muchas oraciones<br />

y lágrimas capaces de excitar en favor nuestro la misericordia de Cristo.<br />

Es lo que constatamos respecto al cuerpo. Algunos alimentos, por ejemplo, producen un<br />

humor melancólico, como la col, las lentejas, etc… Sin embargo, por comer una o dos veces<br />

col, lentejas u otra cosa semejante, no basta para producir el humor melancólico; pero si se<br />

toman continuamente, hacen abundar el humor, provocan en el sujeto fiebres ardientes y le<br />

aportan mil otros inconvenientes. Lo mismo ocurre con el alma: si se persevera en el pecado,<br />

nace en el alma una costumbre viciosa, y esa costumbre le servirá de castigo.<br />

123. Es preciso que sepáis lo siguiente: ocurre que un alma tiene inclinación por una pasión.<br />

Si se deja ir solamente una vez a realizar el acto, corre el riesgo de caer luego inmediatamente<br />

en la costumbre de aquella pasión. Lo mismo ocurre con el cuerpo. Si uno es de temperamento<br />

melancólico a continuación de su negligencia pasada, un solo alimento de esa naturaleza podrá<br />

excitarle tal vez e inflamar al punto en él el humor.<br />

Hay que tener mucha vigilancia, celo y temor para no caer en una mala costumbre. Creedme,<br />

hermanos: el que tiene, aunque sólo sea una pasión hecha ya costumbre, está destinado al castigo.<br />

Puede llegar a hacer diez buenas acciones por una sola mala según su pasión; esta única<br />

acción, que proviene de la costumbre viciosa, supera a las diez buenas. Como si un águila se<br />

hubiera liberado enteramente de la red, dejando solamente su garra prendida en ella: por esa<br />

ligadura insignificante, toda su fuerza se encuentra aniquilada. Bien puede estar completamente<br />

fuera de la red, si una sola garra queda presa ¿no está todavía presa en la red? Y el cazador ¿no<br />

podrá matarla cuando quiera? Lo mismo ocurre con el alma: si tiene una sola pasión hecha ya<br />

costumbre, el enemigo la derrumba cuando bien le parezca: la tiene en su poder gracias a esa<br />

pasión. Por eso no ceso de decíroslo, no dejéis que una pasión cree en vosotros una costumbre.<br />

Luchemos más bien pidiendo a Dios, día y noche, que no nos deje caer en la tentación. Si somos<br />

vencidos, pues somos hombres, y si resbalamos en el pecado, apresurémonos a levantarnos al<br />

punto. Hagamos penitencia. Lloremos ante la divina bondad. Velemos, combatamos, y Dios,<br />

viendo nuestra buena voluntad, nuestra humildad y nuestra contrición nos alargará la mano y<br />

tendrá misericordia de nosotros. Amén.<br />

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XII. EL TEMOR DEL CASTIGO FUTURO Y LA NECESIDAD, PARA<br />

QUIEN QUIERE SALVARSE, DE NO PERDER EL INTERÉS POR LA<br />

PROPIA SALVACIÓN<br />

124. Mientras yo sufría dolores en los pies, y por ello estaba enfermo, habiendo venido hermanos<br />

a verme, me preguntaron por la causa del mal; era, según creo, con una doble finalidad:<br />

primero, para confortarme y distraerme un poco de mi sufrimiento, y además para darme ocasión<br />

de decirles alguna palabra edificante. Pero como el dolor no me permitía entonces responderos<br />

como yo quisiera, es menester que me oigáis ahora. ¿No resulta agradable hablar de la<br />

aflicción, una vez que ella pasó? En el mar también, mientras se enfurece la tempestad, todos en<br />

la nave están angustiados; pero, apaciguada la tempestad, es con alegría como hablan todos de lo<br />

que pasó.<br />

Hermanos, como os lo digo sin cesar, es bueno atribuir todo a Dios y decir que nada se hace<br />

sin él. Dios sabe perfectamente que tal cosa es buena y útil, y por ello la produce, aunque ella<br />

tenga también otra causa. Por ejemplo, yo podría decir que había comido con los huéspedes, que<br />

me había esforzado un poco por contentarlos, que mi estómago se había agravado y se me había<br />

producido un flujo en el pie, que había provocado el reuma, y podría encontrar todavía otras<br />

razones: ellas no faltan para quien las quiere. Pero he aquí lo que es más exacto y más provechoso<br />

al decirlo: aquello sucedió porque Dios sabía que era útil a mi alma. Porque no hay nada<br />

que Dios haga, que no sea bueno. Todo lo que él hace, es bueno y muy bueno. Por tanto no hay<br />

razón para inquietarse por lo que sucede, sino, como he dicho, atribuirlo todo a la Providencia<br />

de Dios, y permanecer en paz.<br />

125. Algunos están tan abrumados por las aflicciones que les sobrevienen, que renuncian a la<br />

vida misma y encuentran agradable morir para ser liberados de ellas. Eso es prueba de cobardía<br />

y de mucha ignorancia, porque ellos no saben el temible destino que espera a su alma después de<br />

partir del cuerpo. Hermanos, estamos en este mundo por un gran favor de la divina bondad. E,<br />

ignorando las cosas del más allá, sentimos agobiantes las de la tierra. Y sin embargo, no es así.<br />

¿No sabéis lo que dice el Geronticón? “Mi alma desea la muerte”, decía un hermano muy probado<br />

a un anciano. –“Es que ella huye de la prueba, le respondió él, e ignora que el sufrimiento<br />

futuro es mucho más terrible”. Otro hermano preguntó a un anciano: “¿Por qué siento enojo<br />

cuando guardo la celda?” –“Es porque no has todavía contemplado la dicha esperada, respondió<br />

el anciano, ni tampoco el castigo futuro. Si los considerases atentamente, aunque tu celda estuviese<br />

llena de gusanos y estuvieses hundido en ellos hasta el cuello, tú permanecerías allí sin<br />

desagrado”. Pero nosotros, querríamos salvarnos durmiendo, y por eso nos descorazonamos en<br />

las pruebas, cuando deberíamos más bien dar gracias a Dios y juzgarnos dichosos por haber<br />

sufrido un poquitín aquí en la tierra, para hallar algún descanso en el más allá.<br />

126. Envagro comparaba al hombre lleno de pasiones que suplica a Dios que apresure su<br />

muerte, al enfermo que pidiera a un obrero romper, lo más pronto posible, la cama donde él<br />

sufre. Gracias a su cuerpo el alma está distraída y aliviada de sus pasiones: come, bebe, duerme,<br />

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se entretiene y se divierte con sus amigos. Pero cuando sale de su cuerpo, hela ahí sola con sus<br />

pasiones, que vienen a ser su perpetuo castigo. Completamente ocupada en eso, consumida por<br />

su inoportunidad, despedazada, de modo que no es capaz siquiera de acordarse de Dios. Ahora<br />

bien, es el recuerdo de Dios el que consuela al alma, como dice el Salmo: “Me acordé de Dios<br />

y me llené de alegría” (Sal 76,4). Pero las pasiones no le permiten ni siquiera ese recuerdo.<br />

¿Queréis un ejemplo para comprender lo que quiero decir? Venga uno de vosotros y, encerrado<br />

en una celda oscura, pase solamente allí tres días sin comer, sin beber, sin dormir, sin ver a<br />

nadie, sin salmodiar, sin orar, sin acordarse nunca de Dios; y verá lo que le harán las pasiones.<br />

Y esto, cuando se está todavía en la tierra. ¡Cuánto más tendrá que sufrir cuando el alma, una<br />

vez salida del cuerpo, estará entregada y abandonada sola a sus pasiones!<br />

127. ¿Cuánto sufrirá por su parte la desgraciada? Podéis de alguna manera representaros ese<br />

tormento según los sufrimientos terrenos. Cuando alguien tiene fiebre, ¿qué es lo que le arde?<br />

¿Qué fuego, qué combustible produce ese calor ardiente? Y si se tiene un cuerpo melancólico,<br />

mal equilibrado, debido a ese desequilibrio ¿no le arde, le perturba sin cesar y atormenta su<br />

vida? Igualmente el alma presa de la pasión no cesa de estar torturada, la desdichada, por su<br />

propia costumbre viciosa; tiene el amargo recuerdo y la penosa compañía de las pasiones que la<br />

abrasan siempre y la consumen. Además, ¿quién podrá, hermanos, describir aquellos lugares<br />

terribles, los cuerpos que torturan a las almas a las que están asociados en un tal sufrimiento, sin<br />

perecer jamás, aquel fuego indescriptible, las tinieblas, las potencias vengativas que son inexorables,<br />

y los otros mil suplicios de que hablan aquí y allá las divinas Escrituras, todos ellos adaptados<br />

a las acciones y pensamientos perversos de las almas? Como los santos alcanzan lugares de<br />

luz y gozan en medio de los ángeles de una dicha proporcionada al bien que han hecho, así los<br />

pecadores son recibidos en lugares tenebrosos, horribles y espantables, como dicen los santos.<br />

¿Qué hay más terrible y más lamentable que los lugares adonde son enviados los demonios?<br />

¿Qué hay más amargo que el castigo al que están condenados? Y, con todo, los pecadores son<br />

castigados con los demonios, como se ha dicho: “Id lejos de mí, malditos, al fuego eterno,<br />

preparado para el diablo y sus ángeles”.<br />

128. Lo más espantoso es lo que dice san Juan Crisóstomo: “Aunque no hubiera un río de<br />

fuego que fluye, ni ángeles que exciten el terror, por el solo hecho de que, entre los hombres,<br />

unos son llamados a la gloria y al triunfo, y los otros echados fuera vergonzosamente e impedidos<br />

así de ver la gloria de Dios, la pena de esta humillación y de este deshonor, el dolor por ser<br />

excluidos de tan grandes bienes, ¿no serían más amargos que todo el fuego?” Porque entonces el<br />

mismo reproche de la conciencia y el recuerdo de las acciones pasadas, como hemos dicho antes,<br />

son peores que millares de indecibles tormentos.<br />

Según los Padres las almas se acuerdan de todas las cosas de la tierra: palabras, acciones,<br />

pensamientos, no pueden olvidarse de nada. Lo que dice el Salmista: “En aquel día se desvanecerán<br />

todos sus pensamientos” (Sal 145,4), se refiere a los pensamientos de este mundo, por<br />

ejemplo los que tienen por objeto las construcciones, las propiedades, los parientes, los hijos, y<br />

todo el comercio. Eso se desvanece cuando el alma sale del cuerpo; no guarda de eso recuerdo<br />

alguno ni se preocupa más de ello. Pero lo que ella hizo por virtud o por pasión, permanece en<br />

su memoria y nada se pierde. Si se ha prestado servicio a alguien o si uno fue ayudado, uno se<br />

acordará perpetuamente de aquel a quien ha ayudado y de aquel de quien recibió ayuda. Igual-<br />

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mente, el alma guardará siempre el recuerdo de quien le ha hecho mal y de aquel a quien ella<br />

hizo mal. Lo repito, nada de lo que ha hecho en este mundo, perece; el alma se acordará de todo<br />

después de que haya abandonado el cuerpo: incluso su conocimiento será más penetrante y más<br />

lúcido, estando liberada del cuerpo terrestre.<br />

129. Hablábamos un día de esto con un anciano y él decía: “El alma salida del cuerpo se<br />

acuerda de la pasión que ella ejerció; también se acuerda del pecado y de la persona con quien lo<br />

cometió. –Pero, le hice notar, ¿quizá no sea así? El alma debe guardar la costumbre causada por<br />

la realización del pecado, y es de esa costumbre de la que ella se acordará”. Permanecimos largo<br />

tiempo discutiendo sobre este punto, buscando la luz. El anciano no se dejaba persuadir y decía<br />

que el alma se acordaba de la forma del pecado, del lugar en donde se cometió, e incluso de la<br />

persona del cómplice. En tal caso, nuestra suerte final sería todavía más desgraciada, si no prestamos<br />

atención a nosotros mismos. Por ello no ceso de exhortaros para que cultivéis con esmero<br />

los buenos pensamientos, para hallarlos en el más allá. Porque lo que tenemos aquí en la tierra,<br />

irá con nosotros y lo guardaremos allá arriba.<br />

Tengamos cuidado por escapar de tanta desdicha, hermanos, pongamos en esto nuestro celo,<br />

y Dios tendrá misericordia. Porque él es, como dice el Salmo: “la esperanza de todos los que<br />

están en los confines de la tierra y de quienes se hallan en el lejano mar” (Sal 64,6). Los que<br />

están en los confines de la tierra son los hombres completamente hundidos en el pecado; los que<br />

están en el lejano mar, son los que viven en la más profunda ignorancia. Y sin embargo, Cristo<br />

es su esperanza.<br />

130. No es menester más que un poco de trabajo. Trabajemos para obtener misericordia.<br />

Cuanto más se descuida un campo dejado en barbecho, tanto más se cubre de espinas y de cardos;<br />

y cuando se va a limpiar, cuanto más lleno esté de espinas, más sangre correrá de las manos<br />

de quien quiere arrancar las malas hierbas que su negligencia dejó brotar. Necesariamente se<br />

recoge lo que se ha sembrado. Quien desea limpiar su campo, debe ante todo desarraigar con<br />

cuidado todas las malas hierbas. Si no arrancase todas sus raíces y se limitase a cortar los tallos,<br />

brotarían de nuevo. Por tanto, como dije, debe arrancar incluso las raíces; luego, en el campo,<br />

limpio así de malas hierbas y de espinas, arará con cuidado la tierra, desmenuzará los terrones,<br />

marcará los surcos, y cuando haya puesto de nuevo su campo en buen estado, deberá al fin<br />

sembrar una buena semilla. Ya que si después de todo ese gran trabajo, dejase el terreno sin<br />

sembrar, las malas hierbas volverían a nacer, y, al encontrar el suelo fresco y bien preparado,<br />

echarían raíces profundas y vendrían a ser aún más fuertes y más numerosas.<br />

131. Lo mismo ocurre con el alma. Ante todo hay que suprimir las inclinaciones inveteradas<br />

y las malas costumbres, porque nada hay peor que una mala costumbre. San Basilio dice: “No es<br />

asunto fácil hacerse dueño de ella, porque una costumbre consolidada con una prolongada práctica,<br />

viene a ser de ordinario fuerte como la naturaleza”. Es preciso luchar, lo repito, contra las<br />

malas costumbres y contra las pasiones, pero también contra sus causas, que son sus raíces.<br />

Porque si no se arrancan las raíces, necesariamente las espinas volverán a brotar. Algunas pasiones<br />

no pueden nada, suprimidas sus causas. Por ejemplo, la envidia por sí misma no es nada,<br />

pero tiene muchas causas, entre las cuales una es el amor de la gloria. Porque se desea el honor,<br />

se tiene envidia a quien recibe más honra o estima. Igualmente, la cólera tiene otras causas, en<br />

especial el amor del placer. Envagro lo recordaba cuando refería esta palabra de un santo: “Si<br />

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suprimo los placeres, es para quitar todo pretexto de cólera”. Todos los Padres, por lo demás,<br />

enseñan que cada pasión viene o del amor de la gloria, o del amor del dinero, o del amor del<br />

placer, como os he dicho en otras circunstancias.<br />

132. Hay, pues, que suprimir no sólo las pasiones, sino también sus causas, y reformar la<br />

conducta con la penitencia y las lágrima. Entonces se comenzará a sembrar la buena semilla, es<br />

decir las buenas obras. Acordaos de lo que hemos dicho del campo: si, después de haberlo limpiado<br />

y preparado, no se siembra una buena semilla, las hierbas vuelven y, al encontrar una<br />

buena tierra recientemente trabajada, echan raíces más profundas. Lo mismo sucede al hombre.<br />

Si después de haber reformado su conducta y hecho penitencia por sus obras pasadas, no se<br />

preocupa de realizar acciones buenas y adquirir virtudes, le sucede lo que dijo el Señor en el<br />

Evangelio: “Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, yerra por lugares áridos en busca de<br />

reposo. No encontrándolo, se dice: «Voy a volver a mi casa, de donde salí». Al llegar, la encuentra<br />

desocupada, es decir sin virtud alguna, barrida y en orden. Entonces, va a tomar siete<br />

espíritus peores que él. Ellos vienen y se instalan allí. Y el estado final de ese hombre es peor<br />

que el primero”.<br />

133. Es imposible que el alma permanezca en el mismo estado: o se hace mejor, o peor. Por<br />

eso el que quiere salvarse, no sólo debe evitar el mal, sino también hacer el bien, como dice el<br />

Salmista: “Apártate del mal y haz el bien” (Sal 36,27). No dice solamente: “Apártate del mal”,<br />

sino también: “Haz el bien”. Por ejemplo, ¿alguno estaba acostumbrado a cometer injusticias?<br />

No las cometa en adelante, pero además obre la justicia. ¿Era un libertino? Ponga fin a sus<br />

desórdenes, y practique además la templanza. ¿Era colérico? Que no se irrite más, y asimismo<br />

adquiera la mansedumbre. ¿Era orgulloso? Cese de ensalzarse, y además humíllese. Ése es el<br />

sentido de la palabra: “Apártate del mal y haz el bien”. Cada pasión tiene una virtud que le es<br />

contraria. Contra el orgullo, la humildad; contra el amor al dinero, la limosna; contra la lujuria,<br />

la templanza; contra el desánimo, la paciencia; contra la ira, la mansedumbre; contra el odio, la<br />

caridad. En resumen, cada pasión tiene su virtud contraria, como decimos.<br />

134. Os he dicho a menudo estas cosas. Hemos desechado las virtudes e introducido en su<br />

lugar las pasiones. De igual modo debemos esforzarnos no sólo por rechazar las pasiones, sino<br />

también por introducir de nuevo las virtudes y restablecerlas en su propio lugar. Por naturaleza<br />

poseemos las virtudes, que Dios nos ha dado. Al crear al hombre, Dios se las dio, según la<br />

palabra: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. “A nuestra imagen”, porque Dios<br />

creó el alma inmortal y libre; “a nuestra semejanza”, es decir, conforme a la virtud. Está escrito:<br />

“Sed misericordiosos, pues yo soy misericordioso”; “sed santos, porque yo soy santo”. El<br />

Apóstol dice: “Sed buenos los unos con los otros”. El Salmista dice también: “El Señor es bueno<br />

para quienes esperan en él”, y muchas otras expresiones similares. He ahí en qué consiste la<br />

semejanza. Al darnos la naturaleza, Dios nos dio las virtudes. Y las pasiones no nos son naturales:<br />

no tienen ser, ni substancia, y semejan a las tinieblas que no subsisten por ellas mismas, sino<br />

que son una pasión de la atmósfera, como dice san Basilio, pues no existen más que por la privación<br />

de la luz. Al alejarse de las virtudes por el amor del placer, el alma provocó el nacimiento<br />

de las pasiones, y luego las robusteció en ella.<br />

135. Como lo he dicho a propósito del campo, después del buen trabajo, debemos sembrar<br />

inmediatamente la buena semilla, para que produzca fruto. Por otra parte, el agricultor que<br />

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siembra su campo, al ir echando la semilla, debe cubrirla y hundirla en la tierra, si no, las aves<br />

vendrían a comerla y se perdería. Después de enterrarla, tendrá que esperar de la misericordia de<br />

Dios la lluvia y el desarrollo de los granos. Pues puede haberse dado mil trabajos para limpiar,<br />

arar la tierra y sembrar, si Dios no hace llover sobre la semilla, toda la faena resulta vana. Es así<br />

como debemos obrar. Si realizamos algún bien, cubrámoslo con la humildad y arrojemos en<br />

Dios nuestra debilidad, suplicándole que mire nuestros esfuerzos, ya que de otra suerte serían<br />

inútiles.<br />

136. Ocurre también que después de haber regado y hecho germinar la semilla, la lluvia no<br />

vuelve en el tiempo deseado; el germen entonces se seca y muere. Porque el grano germinado,<br />

como la semilla, tiene necesidad de lluvia, de un tiempo a otro, para crecer. De donde no se<br />

puede estar sin alguna inquietud. Incluso sucede a veces que, después de haberse desarrollado el<br />

grano y haberse formado la espiga, las langostas, el granizo u otra plaga destruye la cosecha. Lo<br />

mismo ocurre para el alma. Habiendo trabajado para purificarse de todas las pasiones y habiéndose<br />

aplicado para adquirir todas las virtudes, debe contar con la misericordia y la protección de<br />

Dios, no sea que, abandonada, perezca. Hemos dicho que la semilla, incluso después de haber<br />

germinado, crecido y formado el fruto, se seca y perece, si no vuelve a llover de tiempo en<br />

tiempo. Lo mismo ocurre para el hombre. Si, después de todo lo que él hizo, Dios le quita un<br />

momento su protección y lo abandona, él se pierde. Y este abandono se produce cuando el hombre<br />

obra contra su estado: por ejemplo, si, siendo piadoso, se deja llevar de la negligencia, o si,<br />

siendo humilde, se enorgullece. Dios no abandona tanto al negligente en su negligencia y al<br />

orgulloso en su orgullo, como a quienes caen en la negligencia o el orgullo, habiendo sido piadosos<br />

o humildes. Eso es pecar contra su estado y de ahí viene el abandono de parte de Dios.<br />

Por eso san Basilio juzga diferentemente la falta del que es piadoso y la falta del negligente.<br />

137. Después de haberse guardado de estos peligros, uno debe velar todavía, si hace algún<br />

bien, a no hacerlo por vanagloria, por deseo de agradar a los hombres o por otro motivo humano,<br />

para no perder completamente ese pequeño bien, como decíamos a propósito de las langostas,<br />

del granizo o de las otras plagas. El agricultor ni siquiera puede estar sin inquietud cuando<br />

la mies en el campo no sufrió ningún daño y fue preservada hasta la cosecha. Ya que puede<br />

suceder, después de haber bregado y cosechado su campo, que un malvado viene por odio a<br />

quemar la cosecha y destruirla completamente, reduciendo a nada toda su labor. No puede, pues,<br />

estar tranquilo antes de ver el grano bien limpio y guardado en el granero. Igualmente el hombre<br />

no debe estar sin inquietud aunque haya podido escapar a todos los peligros que hemos enumerado.<br />

Ocurre, en efecto, que después de lo dicho, el diablo logra extraviarlo, sea con pretensiones<br />

de justicia, sea con el orgullo, sea inspirándole pensamientos de infidelidad o de herejía; y no<br />

sólo reduce a nada todos sus trabajos, sino que además lo aleja de Dios. Lo que no logró hacerle<br />

con la acción, se lo hace con un solo pensamiento. Puesto que un solo pensamiento puede separarnos<br />

de Dios, si lo aceptamos y aprobamos. Quien quiera de veras salvarse, no debe estar sin<br />

inquietud hasta el último suspiro. Hay que trabajar mucho y estar atento, y pedir sin cesar a Dios<br />

que nos proteja y nos salve por su bondad, para gloria de su santo nombre. Amén.<br />

61


XIII. HAY QUE SOPORTAR LAS TENTACIONES SIN TURBARSE Y<br />

DANDO GRACIAS<br />

138. El abad Poemen dijo con razón que la marca del monje aparece en las tentaciones (Poemen<br />

13).<br />

El hombre que emprende de veras el servicio de Dios, debe “preparar su alma a la tentación”,<br />

como dice la Sabiduría (Sb 2,1), para no ser sorprendido ni turbado cuando ella llegue,<br />

creyendo que nada se produce sin la Providencia de Dios. Y donde actúa la Providencia de Dios,<br />

lo que sucede es necesariamente bueno y útil al alma. Todo lo que Dios nos hace, lo hace para<br />

nuestro bien, por amor y benevolencia para con nosotros. Por tanto, como dice el Apóstol (1 Ts<br />

5,18), debemos “dar gracias en todas las cosas” a su bondad y no desanimarnos nunca, ni aflojar<br />

ante nada de lo que nos sucede, sino recibir los acontecimientos sin turbarnos, con humildad y<br />

confianza en Dios, persuadidos, como he dicho, de que todo lo que Dios nos hace, lo hace por<br />

bondad, por amor, y que está bien hecho. Incluso es imposible que las cosas se hagan bien si no<br />

es precisamente Dios quien las dispone así en su misericordia.<br />

139. Si alguien tiene un amigo de quien sabe con certeza que le ama, cuanto le sobrevenga de<br />

parte de él, aunque sea cosa penosa, tiene por cierto que le fue hecho por amor, y nunca creerá<br />

que su amigo haya querido hacerle daño. ¡Cuánto más, respecto de Dios, nuestro Creador, que<br />

nos ha sacado de la nada al ser y que por nosotros se hizo hombre y murió, debemos tener esa<br />

convicción de que todo lo que nos hace, lo hace por bondad y por amor! Respecto de un amigo,<br />

puedo pensar que obra por afecto hacia mí y por mi bien, pero que no tiene necesariamente toda<br />

la inteligencia requerida para ocuparse de mis intereses y por tanto que podría quizás, sin querer,<br />

hacerme daño. Pero de Dios no podemos decir eso, ya que es la fuente de la sabiduría, sabe todo<br />

lo que nos es útil, y en vista de ello dispone todas las cosas hasta las más mínimas. Del amigo se<br />

puede decir también: me ama, quiere mi bien, es bastante inteligente para ocuparse de mis intereses,<br />

pero no tiene la posibilidad de ayudarme como desearía. Esto mismo tampoco podemos<br />

decirlo de Dios, ya que todo le es posible y nada le es imposible.<br />

Sabemos que Dios ama a su criatura y quiere su bien, es él mismo el origen de la sabiduría y<br />

conoce cómo ordenar las cosas, nada le es imposible, todo está sometido a su voluntad. Sabiendo<br />

también que todo lo que hace lo hace para favorecernos, debemos recibirlo, como hemos dicho,<br />

con acción de gracias, por venir de un Amo bienhechor y bueno, aunque nos sea penoso. Todo<br />

sucede por un justo juicio, y Dios que es misericordioso, no mira con indiferencia la penalidad<br />

que nos sobreviene.<br />

140. A menudo se propone esta cuestión: Si en las adversidades el sufrimiento nos lleva al<br />

pecado, ¿cómo puede pensarse que son para nuestro bien? En la ocurrencia no pecamos más que<br />

porque no tenemos resignación y no queremos soportar la más pequeña penalidad ni sufrir la<br />

más mínima contrariedad. Dios no permite que seamos probados más allá de nuestras fuerzas,<br />

como lo dice el Apóstol: “Dios es fiel; no permitirá que seáis tentados más allá de lo que podéis<br />

soportar” (1 Co 10,13). Somos nosotros los que no tenemos paciencia, que no queremos sufrir<br />

62


nada, que no soportamos cosa alguna con humildad. Por ello las tentaciones nos quebrantan:<br />

cuanto más nos esforzamos por evitarlas, tanto más nos abruman y descorazonan, sin que podamos<br />

librarnos.<br />

Quienes tienen que nadar en el mar y saben nadar, se hunden cuando les llega la ola y se<br />

dejan ir bajo ella hasta que haya pasado. Luego continúan nadando sin dificultad. Si quieren<br />

oponerse a la ola, ella los empuja y los rechaza a una buena distancia. Tan pronto como vuelven<br />

a nadar, una nueva ola les llega; si la resisten, de nuevo son empujados y rechazados: así sólo se<br />

fatigan y no avanzan. Si, al contrario, se hunden bajo la ola, como he dicho, si descienden bajo<br />

ella, ella pasará sin molestarles: ellos continuarán nadando mientras quieran y realizarán lo que<br />

tienen que hacer. Si uno se entretiene a afligirse, turbarse, acusar a todos, sufre él mismo, haciendo<br />

más agobiante para sí la tentación, y resulta que ésta no sólo no le aprovecha, sino que le<br />

daña.<br />

141. Las tentaciones son provechosas para quien las soporta sin turbarse. Incluso cuando una<br />

tentación nos asedia, no debemos turbarnos por ello. Si en ese momento uno se turba, es por<br />

ignorancia y por orgullo, porque no conoce el propio estado y huye del trabajo. “Si no progresamos,<br />

dicen los Padres, es porque ignoramos nuestros límites, no tenemos constancia en las obras<br />

que emprendemos, y queremos adquirir la virtud sin trabajo” (Apoft Nau 297). ¿Por qué el<br />

apasionado se extraña al ser molestado por una pasión? ¿Por qué se turba por ello, cuando la<br />

pone en acción? ¿La tienes y te turbas? Tienes las pruebas de ella y dices: “¿Por qué me atormenta?”<br />

Soporta, más bien, combate e invoca a Dios. Es imposible no sufrir por una pasión,<br />

cuando uno se dejó llevar a cometer sus actos. “Los instrumentos de las pasiones están en ti,<br />

decía el abad Sisoés. Devuélveles lo que tienes de ellas, y ellas se irán”. Por “instrumentos”<br />

entendía las causas de las pasiones. Mientras las amemos y nos sirvamos de ellas, es imposible<br />

que no seamos cautivos de los pensamientos apasionados, que nos constriñen, a pesar nuestro, a<br />

obrar según las pasiones, ya que voluntariamente nos hemos entregado en sus manos.<br />

142. Es lo que dice el Profeta a propósito de Efraín que “maltrató a su adversario”, es decir<br />

su conciencia, y “pisoteó el juicio” (Os 5,11): y dice: “Él deseó a Egipto y fue llevado forzado<br />

a los Asirios” (Os 7,11). Por “Egipto” los Padres entienden el deseo carnal, que nos inclina a<br />

dar gusto al cuerpo y hace al espíritu más sensual; por “Asirios” entienden los pensamientos<br />

apasionados que manchan y perturban el espíritu, lo llenan de imágenes impuras y lo fuerzan, a<br />

pesar de él, a cometer el pecado. Cuando uno se abandona deliberadamente a la voluptuosidad<br />

del cuerpo, necesariamente, aunque no lo quiera, será llevado forzosamente a los Asirios para<br />

servir allí a Nabucodonosor. Sabiendo esto, el Profeta se desolaba y decía: “No vayáis a Egipto”<br />

(Jr 49,19). ¿Qué hacéis, desgraciados? Humillaos un poco. Curvad los hombros, trabajad por el<br />

rey de Babilonia y morad en la tierra de vuestros padres”. Luego los anima diciendo: “No temáis<br />

al rey de Babilonia, porque Dios está con vosotros para libraros de su mano” (Jr 49,11).<br />

Les predice seguidamente la desgracia que les sobrevendrá si no obedecen a Dios: “Si vais a<br />

Egipto, no tendréis salida, reducidos a la esclavitud, objeto de maldiciones y ultrajes”. Ellos<br />

respondieron: “No quedaremos en este país. Iremos a Egipto, en donde no veremos más la<br />

guerra, en donde no oiremos más el sonido de la trompeta, en donde no pasaremos más hambre”<br />

(Jr 49,13-14). Allí se fueron y sirvieron gustosos a Faraón, pero fueron luego llevados por la<br />

fuerza a los Asirios y vinieron a ser sus esclavos, a su pesar.<br />

63


143. Prestad atención a estas palabras. Quien no ha realizado los actos de una pasión, aunque<br />

sus pensamientos le hagan la guerra, está al menos en su propia ciudad, es libre y tiene a Dios<br />

para ayudarle. Si se humilla ante él y lleva con acción de gracias el yugo de la penosa tentación,<br />

luchando aunque sea poco, el auxilio de Dios le librará. Si, al contrario, huye del trabajo y<br />

busca el placer corporal, entonces será llevado por fuerza al país de los Asirios para servirles a<br />

pesar suyo. Y el profeta dice entonces a los Israelitas: “Orad por la vida de Nabucodonosor,<br />

porque de su vida depende vuestra salvación” (Ba 1,11-12). Nabucodonosor, es decir no desanimarse<br />

ante la prueba de la tentación que sobreviene, ni recalcitrar contra ella, sino soportarla<br />

humildemente, sufrirla como algo debido, creer que no se merece ser liberado de esa carga, sino<br />

más bien ver prolongar la tentación y hacerse más fuerte, con la certeza de que, aunque la causa<br />

de ella no se perciba por el momento, nada puede venir de Dios que no sea razonable y justo.<br />

Tal era el hermano que se afligía y lloraba porque Dios le había quitado la tentación: “Señor,<br />

decía, ¿no soy digno de sufrir un poco?” Está escrito también que un discípulo de un gran anciano<br />

fue un día tentado de fornicación. El anciano viéndolo sufrir, le dijo: “Quieres que pida a<br />

Dios que te alivie de ese combate? –Si sufro, Padre, respondió el discípulo, al menos veo en mí<br />

el fruto de ello. Pide, pues, más bien a Dios que me dé paciencia”.<br />

144. He ahí quienes quieren de veras salvarse. En eso consiste llevar el yugo con humildad y<br />

orar por la vida de Nabucodonosor. Por eso el Profeta dice: “Porque de su vida depende la<br />

salvación”. Decir como aquel hermano: “Veo en mí el fruto de mi sufrimiento”, equivale a<br />

decir: “De su vida depende mi salvación”. El anciano lo muestra bien al responder al hermano:<br />

“Hoy sé que estás en el camino del progreso y que me superas”.<br />

En efecto, cuando alguien combate para no pecar y lucha incluso contra los pensamientos<br />

apasionados que le sobrevienen al espíritu, es humillado y quebrantado en la lucha, pero el sufrimiento<br />

de los combates le purifica poco a poco y le retorna al estado natural. Como hemos<br />

dicho, es ignorancia y orgullo turbarse cuando se está asediado por una pasión. Uno debe más<br />

bien reconocer humildemente sus límites y esperar en la oración que Dios tenga misericordia. El<br />

que no es tentado y que ignora el tormento de las pasiones, no lucha tampoco para purificarse.<br />

El Salmo dice también a este propósito: “Aunque los pecadores broten como hierba y se descubran<br />

todos los que obran mal, serán aniquilados para siempre” (Sal 91,8). “Los pecadores que<br />

brotan como hierba” son los pensamientos apasionados. Porque la hierba es frágil y sin fuerza.<br />

Cuando los pensamientos apasionados broten en el alma, entonces “se descubren todos los que<br />

obran mal”, es decir se revelan las pasiones, “para ser aniquiladas para siempre”. Cuando las<br />

pasiones se manifiestan a quienes combaten, son aniquiladas por ellos.<br />

145. Considerad el encadenamiento de estas palabras. Primero, nacen los pensamientos apasionados,<br />

luego se muestran las pasiones, y entonces son aniquiladas. Todo esto se aplica a los<br />

que combaten. Pero nosotros que cometemos el pecado y fomentamos siempre las pasiones, no<br />

sabemos cuando nacen los pensamientos apasionados, ni cuando se manifiestan las pasiones para<br />

combatirlas. Estamos todavía abajo, en Egipto, miserablemente ocupados en hacer ladrillos para<br />

Faraón. Al menos, ¿quién nos concederá darnos cuenta de nuestra amarga esclavitud, para humillarnos<br />

con ello y hacer que nos esforcemos por obtener misericordia?<br />

Cuando los hijos de Israel estaban en Egipto al servicio de Faraón, hacían ladrillos. Los que<br />

hacen ladrillos están constantemente curvados, con la mirada fija en la tierra. Igualmente, si el<br />

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alma sirve al diablo y comete el pecado, el diablo pisotea su entendimiento, le impide todo pensamiento<br />

espiritual y la obliga a considerar y realizar siempre las cosas terrestres. Con los ladrillos<br />

que habían hecho, los hijos de Israel construyeron luego para Faraón tres ciudades fortificadas:<br />

Pitón, Ramesés y On, que es Heliópolis: es decir el amor del placer, el amor del dinero y el<br />

amor de la gloria, origen de todos los pecados.<br />

146. Cuando Dios envió a Moisés para hacerles salir de Egipto y librarles de la esclavitud de<br />

Faraón, éste hizo todavía más pesados sus trabajos y les dijo: “Sois unos perezosos, ¡holgazanes!<br />

Por eso decís: Vamos a ofrecer sacrificios al Señor nuestro Dios”. Del mismo modo, cuando el<br />

diablo ve que Dios se inclina sobre un alma para ejercer en ella su misericordia y aliviarla de sus<br />

pasiones, sea mediante la palabra, sea por medio de sus siervos, entonces también él la abruma<br />

más aún, bajo el peso de las pasiones, y la ataca con más violencia. Sabiendo esto, los Padres<br />

confortan al hombre con sus enseñanzas y no le dejan ser presa del espanto. Uno dice: “¿Caíste?<br />

levántate. ¿Caes de nuevo? Levántate de nuevo, etc…” Otro explica: “La fuerza de quienes<br />

quieren adquirir las virtudes, consiste en no desanimarse cuando caen, y reafirmar su resolución”.<br />

En resumen, cada uno a su manera, de una u otra forma, tiende la mano a los que son<br />

atacados y atormentados por el enemigo. Al hacer esto, los Padres se inspiraban en las palabras<br />

de la sagrada Escritura: “El que cae, ¿no se levanta? Y el que se extravía, ¿no retorna? Volveos<br />

a mí, hijos míos, y os curaré las heridas, dice el Señor” (Jr 8,4 y 3,22). Asimismo otros textos<br />

semejantes.<br />

147. Cuando la mano de Dios se hizo gravosa para Faraón y sus súbditos y él consintió en<br />

dejar partir a los hijos de Israel, dijo a Moisés: “Id a sacrificar al Señor, vuestro Dios, pero<br />

dejad aquí vuestras ovejas y bueyes”, figura de los pensamientos del espíritu de los que Faraón<br />

quería permanecer dueño, esperando así hacer volver a los hijos de Israel. Pero Moisés respondió:<br />

“No, debes darnos lo necesario para ofrecer sacrificios y holocaustos al Señor, nuestro<br />

Dios. Nuestros rebaños vendrán con nosotros. No quedará de ellos ni una pezuña”. Cuando,<br />

conducidos por Moisés, los hijos de Israel abandonaron Egipto y pasaron el mar Rojo, Dios,<br />

queriendo que fuesen a las setenta palmeras y a las doce fuentes de agua, los condujo primeramente<br />

a Mera, y el pueblo se desesperó al no encontrar qué beber, porque el agua era amarga.<br />

Luego, de Mera, Dios los condujo al lugar de las setenta palmeras y de las doce fuentes de agua.<br />

148. Así el alma que cesó de cometer el pecado y atravesó el mar espiritual debe ante todo<br />

sufrir el combate y muchas aflicciones, y a través de las pruebas entrará en el santo reposo.<br />

“Nos es preciso pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de los Cielos”. Las<br />

tribulaciones excitan la misericordia de Dios para con el alma, como los vientos hacen llover. Y<br />

como la lluvia frecuente hace pudrir el brote todavía tierno y destruye el fruto, mientras que los<br />

vientos lo hacen secar poco a poco y le devuelven el vigor, así ocurre al alma: el relajamiento,<br />

el descuido y el reposo la debilitan y disipan; las tentaciones, al contrario, la recogen y la unen<br />

a Dios. “Señor, dice el Profeta, en las tribulaciones nos hemos acordado de ti” (Is 26,1). Como<br />

hemos dicho, no hay que turbarse ni desanimarse en las tentaciones, sino ser pacientes, dar<br />

gracias y pedir sin cesar a Dios con humildad, que tenga piedad de nuestra debilidad y que nos<br />

proteja contra toda tentación para gloria suya. Amén.<br />

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XIV. LA EDIFICACIÓN Y LA ARMONÍA DE LAS VIRTUDES EN EL AL-<br />

MA<br />

149. La Escritura dice de las comadronas que dejaban vivir los bebés varones de los Israelitas:<br />

“Por haber temido a Dios, hicieron casas”. ¿Se trata de casas materiales? Pero, ¿cómo<br />

podría decirse que construyeron tales casas por haber temido a Dios, cuando, al contrario, se nos<br />

enseña que es ventajoso por temor de Dios abandonar incluso las casas que poseemos (Mt<br />

19,29)? No se trata, pues, de una casa material, sino de la casa del alma, que se construye mediante<br />

la observancia de los mandamientos de Dios. Con esta palabra la Escritura nos enseña que<br />

el temor de Dios dispone al alma a guardar los mandamientos y que por ellos se edifica la casa<br />

del alma. Vigilémonos, pues, hermanos. Tengamos también nosotros el temor de Dios, y construyamos<br />

casas, para encontrar en ellas abrigo durante la mala estación, en caso de lluvia, de<br />

relámpagos y de truenos, porque la mala estación es una gran miseria para quien no tiene albergue.<br />

150. ¿Cómo se edifica la casa del alma? Podemos aprenderlo exactamente en conformidad<br />

con la casa material. El que quiere construir una casa, ha de asegurarla de todos sus lados, debe<br />

levantar sus cuatro costados y no limitarse a uno solo, descuidando los otros; de lo contrario, no<br />

lograría nada, sino que perdería su trabajo y todos los gastos serían vanos. Así ocurre con el<br />

alma. Uno no debe descuidar ningún elemento de su edificio, sino hacer que se levante de manera<br />

igual y armoniosa. Es lo que dijo el abad Juan: “Deseo que el hombre tome un poco de cada<br />

virtud y no haga como algunos, que se agarran a una sola virtud, se encastillan en ella y no<br />

ejercitan más que ésa, descuidando las otras”. Tal vez se destacan en esa virtud y, consecuentemente,<br />

no son molestados por la pasión opuesta. Sin embargo, las otras pasiones les engañan y<br />

los oprimen, y ellos no se preocupan por ello y se imaginan poseer algo grandioso. Semejan a un<br />

hombre que construiría un muro solo y lo levantaría tanto como le sería posible, y que, considerando<br />

su altura, pensaría haber hecho una gran cosa, sin darse cuenta de que la primera ráfaga<br />

de viento lo tiraría por tierra, ya que se halla solo, sin el apoyo de los otros muros. Por lo demás,<br />

no se puede hacer un albergue con un solo muro, pues uno estaría al descubierto de todos<br />

los demás lados. Por tanto, no se ha de obrar así, sino que, quien quiere construir una casa para<br />

abrigarse en ella, debe construirla de cada lado y asegurarla de todos los costados.<br />

151. Ved cómo: primero, debe poner los cimientos, es decir la fe. Porque “sin la fe, dice el<br />

Apóstol, es imposible agradar a Dios” (Hb 11,6). Luego, sobre los cimientos, debe construir un<br />

edificio bien proporcionado. ¿Tiene la ocasión de obedecer? Ponga una piedra de obediencia.<br />

¿Un hermano se irrita contra él? Ponga una piedra de paciencia. ¿Tiene que practicar la templanza?<br />

Ponga una piedra de templanza. Y así para cada virtud que se presente, debe poner una<br />

piedra en su edificio, y elevarlo de esa manera todo alrededor, con una piedra de compasión,<br />

una piedra de abnegación de la voluntad, una piedra de mansedumbre, y así lo demás… Sobre<br />

todo ha de prestar atención a la constancia y al ánimo, que son las piedras angulares: ésas son las<br />

que dan solidez a la construcción, trabando los muros entre sí e impidiéndoles que se inclinen y<br />

se separen. Sin ellas no es posible perfeccionar ninguna virtud, ya que el alma sin ánimos no<br />

66


tiene tampoco constancia, y sin constancia nadie puede hacer bien cosa alguna. Por eso dijo el<br />

Señor: “Salvaréis vuestras almas mediante vuestra constancia” (Lc 21,19).<br />

El constructor debe todavía colocar cada piedra con mortero, porque si pusiera las piedras<br />

unas sobre otras sin mortero, se desunirían y caería la casa. El mortero es la humildad, pues está<br />

hecho de la tierra, que todos pisan. Una virtud sin humildad no es virtud, como dijo el Geronticón:<br />

“Como no puede construirse un navío sin clavos, así es imposible salvarse sin humildad”.<br />

Por tanto, si se hace algún bien, hay que hacerlo humildemente, para conservarlo con la humildad.<br />

La casa debe también tener lo que se llama armadura: se trata de la discreción que consolida<br />

la casa, une las piedras entre sí y robustece la construcción, al par que le da buena apariencia.<br />

El techo es la caridad, que es el acabamiento de las virtudes como el techo es el acabamiento<br />

de la casa (Col 3,14). Después del techo, hay la balaustrada de la terraza. ¿Cuál es la balaustrada?<br />

Está escrito en la Ley: “Cuando construyáis una casa y le pongáis un techo en forma de<br />

terraza, lo rodearéis con una balaustrada, para que vuestros hijos pequeños no caigan del techo”<br />

(Dt 22,8). La balaustrada es la humildad, corona y guardiana de todas las virtudes. Del mismo<br />

modo que cada virtud debe estar acompañada de la humildad, como cada piedra está puesta<br />

sobre el mortero, según hemos dicho, así la perfección de la virtud tiene todavía necesidad de la<br />

humildad y es, progresando por medio de ella, como los santos llegan naturalmente a la humildad.<br />

Os lo digo siempre: “Cuanto más uno se acerca a Dios, tanto más se da cuenta de que es<br />

pecador” (Apof Matoés, 2).<br />

¿Quiénes son los niños pequeños de los que dice la Ley: “para que no caigan del techo”? Son<br />

los pensamientos que nacen en el alma: hay que guardarlos mediante la humildad para que no<br />

caigan del techo, es decir de la perfección de las virtudes.<br />

152. Ved la casa concluida. Tiene su armadura, tiene el techo y, en fin, la balaustrada. En<br />

resumen, la casa está terminada. ¿No le falta nada? Sí. Hemos omitido una cosa. ¿Cuál? Que el<br />

constructor sea hábil. Si no, la construcción, al estar mal construida, un día caerá por tierra. El<br />

constructor hábil es el que obra “con ciencia”. Uno puede entregarse al trabajo de las virtudes,<br />

pero, como no lo hace con ciencia, pierde su trabajo y queda en la incoherencia, sin lograr terminar<br />

su obra; se coloca una piedra y se la quita. Acontece incluso que se pone una y se quitan<br />

dos. Por ejemplo, un hermano te dice una palabra desagradable o hiriente. Tú guardas silencio y<br />

haces una metania: has puesto una piedra. Después, vas a decir a otro hermano: “Fulano me<br />

ultrajó, me dijo esto y esto. No sólo no le dije nada, sino que le hice una metania”. He ahí:<br />

habías puesto una piedra, y quitas dos. También se puede hacer una metania con el deseo de ser<br />

alabado, hallándose la humildad unida a la vanagloria. Se pone y se quita una piedra. El que<br />

hace una metania con ciencia, se persuade realmente que cometió una falta, está convencido de<br />

haber sido la causa del mal. En esto consiste hacer una metania con ciencia. Otro practica el<br />

silencio, pero no con ciencia, porque cree que hace un acto de virtud. Él no hace nada en absoluto.<br />

Quien se calla con ciencia se juzga indigno de hablar, como dicen los Padres, y ése es el<br />

silencio practicado con ciencia. Todavía otro no tiene demasiado alta opinión de sí mismo y cree<br />

hacer una cosa grandiosa al humillarse: no se da cuenta de que no hace nada, pues no obra con<br />

ciencia. No tener demasiado alta opinión de sí con ciencia, es tenerse por nada e indigno de ser<br />

contado entre los hombres, como el abad Moisés que se decía a sí mismo: “Sucio negro, tú no<br />

eres un hombre y ¿te presentas entre los hombres?”<br />

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153. Otro ejemplo: Uno cuida un enfermo, pero con miras a la recompensa. Ése no obra<br />

tampoco con ciencia. Si le sobreviene algo desagradable, renuncia al punto a su buena obra y no<br />

la puede realizar, porque no la cumplía con ciencia. Al contrario, el que cuida un enfermo con<br />

ciencia, lo hace para adquirir compasión y entrañas de misericordia. Si tiene esa intención,<br />

puede sobrevenir una prueba del exterior, puede incluso impacientarse contra él el enfermo; lo<br />

soporta sin turbarse, atento a su objetivo y sabiendo que el enfermo le hace más bien a él que él<br />

al enfermo. Creedme: quien cuida a un enfermo con ciencia, es aliviado de las pasiones y de las<br />

tentaciones. Conocí a un hermano atormentado por un deseo vergonzoso, y que fue liberado de<br />

él por haber cuidado con ciencia a un enfermo que padecía de disentería. Envagro cuenta también<br />

que un hermano perturbado por sueños nocturnos, fue liberado de ellos por un gran anciano<br />

que le prescribió el cuidado de los enfermos junto con el ayuno. Al hermano que le preguntaba<br />

la razón de ello, respondió: “Nada extingue esas pasiones como la misericordia”.<br />

El que se libra a la ascesis por vanagloria, o imaginándose que practica la virtud, no lo hace<br />

tampoco con ciencia. Por eso se atreve a despreciar a su hermano, creyéndose él ser algo. No<br />

sólo pone una piedra y quita dos, sino que, juzgando al prójimo, corre el riesgo de hacer caer el<br />

muro entero. El que se mortifica con ciencia, no se tiene por virtuoso y no quiere que le alaben<br />

como asceta, sino que lo hace por mortificación y espera obtener la templanza y mediante ésta<br />

alcanzar la humildad.<br />

Porque según los Padres, “el camino de la humildad son los trabajos corporales realizados<br />

con ciencia”, etc… En una palabra, se ha de practicar cada virtud de modo a adquirirla y trasformarla<br />

en costumbre. Entonces, como hemos dicho, se es un buen y hábil constructor, capaz de<br />

construir sólidamente su casa.<br />

154. El que con la ayuda de Dios quiere llegar al estado de perfección, no ha de decir: “Las<br />

virtudes son elevadas; no puedo alcanzarlas”. Esto sería hablar como hombre que no espera el<br />

auxilio de Dios o que falta de interés por hacer el más mínimo bien. Examinemos la virtud que<br />

queráis, y veréis que el éxito depende de nosotros si queremos. Así dice la Escritura: “Amarás<br />

a tu prójimo como a ti mismo”. No mires lo alejado que estás de esta virtud y no te pongas a<br />

temer y decir: “¿Cómo puedo amar al prójimo como a mí mismo? ¿Cómo puedo preocuparme<br />

de sus penas como de las mías, sobre todo las que están ocultas en su corazón y que yo no las<br />

veo ni conozco como las mías?” No fomentes tales pensamientos y no imagines que la virtud es<br />

sobremanera difícil. Comienza siempre por obrar, poniendo la confianza en Dios. Muéstrale tu<br />

deseo y tu buena voluntad, y verás cómo te concederá el auxilio necesario para tener éxito.<br />

Una comparación: Supón dos escaleras, una levantada hacia el cielo, la otra descendiendo a<br />

los infiernos. Tú estás en la tierra entre esas dos escaleras. No vayas a decir: “¿Cómo podré<br />

volar de la tierra y encontrarme al primer impulso en la cima de la escalera?” Eso no es posible,<br />

ni Dios te lo pide. Pero al menos ten cuidado de no descender: no hagas mal al prójimo, no lo<br />

hieras, no hables mal de él, no lo ultrajes, no lo desprecies. Luego comienza a hacer algún bien,<br />

confortando a tu hermano con una palabra, testimoniándole compasión, dándole una cosa que él<br />

necesita. Y así, escalón tras escalón, llegarás, con la ayuda de Dios, a la cumbre de la escalera.<br />

Pues es ayudando a tu prójimo como llegarás también a querer su aprovechamiento y su ventaja<br />

como para ti, y eso es “amar a su prójimo como a sí mismo”: Si buscamos, encontraremos; y si<br />

pedimos a Dios, él nos iluminará. El Señor dice en el Evangelio: “Pedid y se os dará; buscad y<br />

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hallaréis; llamad, y se os abrirá”. Dice: “Pedid”, para que imploremos con la oración. “Buscad”,<br />

examinando cómo obtener la virtud, lo que ella nos aporta, lo que debemos hacer para<br />

adquirirla. Hacer cada día ese examen es poner en práctica el “buscad y hallaréis”. “Llamad”<br />

significa cumplir los mandamientos, porque se llama con las manos y las manos significan la<br />

práctica.<br />

Debemos, pues, no sólo pedir, sino también buscar y practicar, esforzándonos por estar<br />

“dispuestos para toda obra buena”, como dice el Apóstol (2 Tm 3,17). ¿Qué quiere decir esto?<br />

Si alguien quiere construir un barco, primero prepara todo lo que le es necesario, hasta los más<br />

pequeños trozos de madera, incluso la pez y la estopa. O bien, si una mujer quiere montar un<br />

bastidor, prepara todo hasta la aguja más pequeña y el hilo más insignificante. Tener así preparado<br />

todo lo necesario para una cosa, es lo que se dice “estar presto”.<br />

155. Estemos nosotros también “prestos para toda obra buena”, enteramente dispuestos para<br />

cumplir la voluntad de Dios con ciencia, como lo quiere él y según su voluntad. El Apóstol dijo:<br />

“El bien que Dios quiere, lo que le es agradable, lo que es perfecto”. ¿Qué quería decir con<br />

esto?<br />

Todo sucede, sea por la permisión de Dios, sea por su voluntad, como dijo el Profeta: “Yo,<br />

el Señor, hago la luz y creo las tinieblas” (Is 45,7). Y también: “No hay mal en la ciudad que el<br />

Señor no lo haya hecho” (Am 3,6). Por “mal” él comprende todas las desgracias, es decir las<br />

pruebas que sobrevienen para nuestra corrección, a causa de nuestra malicia: hambre, peste,<br />

sequía, enfermedades, guerras. Estos males no llegan en virtud de la buena voluntad de Dios,<br />

sino por su permisión: él permite que nos sean infligidos para nuestro provecho. Por tanto, Dios<br />

no quiere que los queramos, ni que concurramos con ellos. Por ejemplo, si la voluntad de Dios<br />

permite la destrucción de una ciudad, por eso no quiere que vayamos a ponerle fuego e incendiarla,<br />

o tomar las hachas y demolerla. Y si Dios permite que un hermano esté afligido y caiga<br />

enfermo, no quiere por ello que nosotros vayamos a afligirle o que digamos: “Ya que es la<br />

voluntad de Dios que este hermano esté enfermo, no lo tratemos con misericordia”. Dios no<br />

quiere eso, no quiere que cooperemos con su voluntad cuando ésta es de esa manera. Desea que<br />

seamos buenos cuando no quiere que queramos lo que él hace. Entonces, ¿a qué quiere que<br />

apliquemos la voluntad? Al bien que él quiere, a lo que es según su buena voluntad, como he<br />

dicho, es decir todo lo que es objeto de un precepto: amarse los unos a los otros, ser complaciente,<br />

dar la limosna, etc… Eso es “el bien que Dios quiere”.<br />

¿Qué se ha de entender por “lo que le es agradable”? Incluso cumpliendo una buena acción,<br />

no se hace necesariamente lo que es agradable a Dios. Me explico. Por ejemplo, un hombre que<br />

encuentra una huérfana pobre y bonita. Encantado por su belleza, la recoge y la educa por ser<br />

huérfana. Eso es lo que Dios quiere y es una cosa buena, pero no “lo que le es agradable”. “Lo<br />

que es agradable a Dios” es la limosna hecha, no con un pensamiento humano, sino a causa del<br />

bien mismo y por compasión. He ahí “lo que es agradable a Dios”.<br />

En fin, “lo que es perfecto” es la limosna hecha no con parsimonia, ni lentitud ni frialdad,<br />

sino con todo lo que se puede y de todo corazón. Es dar como si se sintiese uno mismo obligado.<br />

He ahí “lo que es perfecto”. Es así como se hace según dice el Apóstol, “el bien que Dios<br />

quiere, lo que le es agradable, lo que es perfecto”. Eso es obrar con ciencia.<br />

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156. Se debe conocer el bien de la limosna y su virtud, que es grande y tiene incluso el poder<br />

de quitar los pecados, según la palabra del Profeta: “El rescate del hombre es su propia riqueza”<br />

(Pr 13,8). Y en otra parte: “Redime tus pecados con limosnas” (Dn 4,24). El Señor mismo dijo:<br />

“Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36). Él no dijo: “Ayunad<br />

como ayuna vuestro Padre celestial”. Tampoco: “Sed pobres, como es pobre vuestro Padre<br />

celestial”; sino: “Sed misericordiosos, como es misericordioso vuestro Padre celestial”. Porque<br />

es esa virtud la que imita de un modo especial a Dios; es propia de Dios. Como decíamos, hay<br />

que tener siempre fijos los ojos en ese objetivo y dar limosna con ciencia. Existe una gran variedad<br />

de motivos en la práctica de la limosna: éste la hace para que su campo sea bendecido, y<br />

Dios bendice su campo; aquel, por la salvación de su navío, y Dios salva su navío; otro, por sus<br />

hijos, y Dios los protege; otro todavía, para ser honrado, y Dios le procura el honor. Dios no<br />

rechaza a nadie y da a cada uno lo que él quiere, con tal que no dañe a su alma. Pero todos esos<br />

han recibido su recompensa, no han reservado nada ante Dios, ya que el objetivo que se proponían<br />

no era el provecho del alma. ¿Tú diste la limosna para que tu campo sea bendecido? Dios lo<br />

ha bendecido. ¿Tú diste la limosna pensando en tus hijos? Dios los guardó. ¿Tú diste la limosna<br />

buscando el honor? Dios te concedió el honor. Por tanto, ¿qué te debe Dios? Te dio el salario<br />

por el que tú actuaste.<br />

157. Otro da la limosna para ser preservado del castigo venidero. Éste obra por su alma.<br />

Obra según Dios, pero no como Dios quiere, porque está todavía en la condición servil: el esclavo<br />

no hace gustosamente la voluntad de su amo, sino porque teme ser castigado. Él igualmente<br />

da la limosna para ser preservado del castigo y Dios le preserva. Otro da la limosna para recibir<br />

una recompensa. Eso está mejor, pero no es tampoco como Dios quiere; él no se halla todavía<br />

en la disposición propia del hijo. Como el mercenario que no cumple la voluntad de su amo más<br />

que para ganar su salario, él también obra por una remuneración.<br />

Como dice san Basilio, hay tres disposiciones con las que podemos obrar el bien. Recuerdo<br />

habéroslas dicho. O bien, lo obramos por temor del castigo, y estamos en el estado de esclavitud.<br />

O bien, lo hacemos en vista de la recompensa, y estamos en la disposición del mercenario.<br />

O, en fin, lo hacemos por razón del bien mismo, y entonces estamos en la disposición del hijo.<br />

Porque el hijo no hace la voluntad de su padre por temor, ni con el deseo de recibir de él una<br />

remuneración, sino porque quiere servirle, honrarle y contentarlo. Es así cómo debemos dar la<br />

limosna: mirando al bien en sí mismo, teniendo compasión los unos de los otros como nuestros<br />

propios miembros, favoreciendo a los otros como si fuéramos los favorecidos, dando como si<br />

nosotros recibiésemos. Ésa es la limosna hecha con ciencia y es así como nos hallaremos en la<br />

disposición de hijos, como decíamos.<br />

158. Nadie puede decir: “Soy pobre y no tengo con qué dar limosna”. Porque si no puedes<br />

dar como los ricos que echaban sus dones en el tesoro, da dos piececitas, como la viuda. Dios<br />

las recibirá de ti más gustoso que los dones de los ricos. ¿No tienes ni siquiera las dos piececitas?<br />

Al menos tienes fuerza y puedes ejercer la misericordia cuidando a tu hermano enfermo. Si<br />

tampoco puedes hacer esto, te es posible dirigir a tu hermano una palabra de aliento. Ejercita,<br />

pues, con él la caridad de palabra y escucha al que dice: “Una palabra es un bien superior a una<br />

dádiva” (Si 18,16). Supongamos que incluso no puedes dar la limosna de una palabra, tu puedes,<br />

cuando tu hermano está irritado contra ti, tener piedad de él y soportarle durante su cólera,<br />

70


viéndolo atormentado por el enemigo común, y, en lugar de decirle una palabra que le excite<br />

todavía más, puedes guardar silencio y ejercer la misericordia respecto a su alma, arrancándosela<br />

al enemigo. También puedes, si tu hermano pecó contra ti, tener misericordia de él y perdonarle<br />

la falta, para obtener tú mismo perdón de parte de Dios, ya que está dicho: “Perdonad y se os<br />

perdonará”. Así ejerces la caridad para con el alma de tu hermano, perdonándole las faltas que<br />

cometió contra ti. Dios nos dio el poder, si queremos, de perdonarnos los pecados los unos a los<br />

otros. No pudiendo ejercer la misericordia para con el cuerpo de tu hermano, lo haces respecto<br />

a su alma. Y, ¿qué mayor misericordia que ésa? Como el alma es más preciosa que el cuerpo,<br />

así la misericordia respecto al alma es superior a la misericordia respecto al cuerpo. Por tanto,<br />

nadie puede decir: “No tengo la posibilidad de practicar la misericordia”. Cada uno puede hacerlo<br />

según sus medios y su condición, con tal que tenga cuidado de realizar con ciencia el bien<br />

que hace, como lo hemos explicado a propósito de cada virtud. El que obra con ciencia, hemos<br />

dicho, es constructor experimentado y hábil que construye sólidamente su casa, y de él dice el<br />

Evangelio: “El hombre sensato construye su casa sobre roca” y nada puede tambalearla.<br />

Que el Dios de bondad nos conceda comprender, y practicar lo que comprendemos para que<br />

estas palabras no nos sirvan de condenación en el día del juicio. A él sea la gloria por los siglos.<br />

Amén.<br />

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XV. LOS SANTOS AYUNOS<br />

159. En la Ley, Dios había prescrito a los hijos de Israel ofrecer cada año el diezmo de todos<br />

sus bienes. Al hacerlo, eran benditos en todas sus obras. Los santos Apóstoles, que lo sabían,<br />

para procurar a nuestras almas un auxilio bienhechor, decidieron trasmitirnos ese precepto bajo<br />

una forma más excelente y más elevada, a saber la ofrenda del diezmo de los días mismos de<br />

nuestra vida; dicho de otra manera, su consagración a Dios, para ser también nosotros benditos<br />

en nuestras obras y expiar cada año las faltas de todo el año. Habiendo hecho el cálculo, santificaron<br />

para nosotros, de los trescientos sesenta y cinco días del año, las siete semanas de ayuno.<br />

Ellos no asignaron para el ayuno más que siete semanas. Fueron los Padres los que, luego, se<br />

pusieron de acuerdo para añadir otra semana, a la vez para, de antemano, ejercitar y disponer a<br />

los que van a entregarse a la penalidad del ayuno y para honrar los ayunos con la cifra de la<br />

santa Cuarentena que nuestro Señor pasó ayunando. Porque las ocho semanas son cuarenta días,<br />

si se les resta los sábados y los domingos, sin tener en cuenta el ayuno privilegiado del Sábado<br />

Santo que es sagrado entre todos y el único ayuno de un sábado en el año. Pero las siete semanas,<br />

sin los sábados y los domingos, hacen treinta y cinco días. Añadiendo el ayuno del Sábado<br />

Santo y la mitad (de un día) constituida por la noche gloriosa y luminosa, se obtienen treinta y<br />

seis días y medio, que es exactamente la décima parte de los trescientos sesenta y cinco días del<br />

año. La décima parte de trescientos es treinta; la décima parte de sesenta, seis; y la décima parte<br />

de cinco, medio día: lo cual hace treinta y seis días y medio, como decíamos. Por así decir, es el<br />

diezmo de todo el año que los santos Apóstoles consagraron a la penitencia, para purificar las<br />

faltas del año entero.<br />

160. Hermanos, dichoso el que en esos días santos se guarda bien y como conviene; porque<br />

si, como hombre, hubiera pecado por debilidad o por negligencia, Dios dio precisamente esos<br />

santos días para que, ocupándose cuidadosamente de su alma con vigilancia y humildad, y haciendo<br />

penitencia durante ese tiempo, él se purifique de los pecados de todo el año. Entonces su<br />

alma es aliviada de su carga, se acerca con pureza al santo día de la resurrección y, hecho un<br />

hombre nuevo por la penitencia de esos santos ayunos, participa a los santos Misterios sin incurrir<br />

en condenación, permanece en el gozo y la alegría espiritual, celebrando con Dios toda la<br />

cincuentena de la santa Pascua, que es “la resurrección del alma”, como se ha dicho; y, para<br />

hacerlo notar, no doblamos las rodillas en la iglesia durante todo el tiempo pascual.<br />

161. Quien quiera ser purificado de los pecados de todo el año gracias a esos días, debe ante<br />

todo guardarse de la indiscreción en la comida, porque, según los Padres, la indiscreción en los<br />

alimentos engendra todo mal en el hombre. Debe también tener cuidado de no romper el ayuno<br />

sin una gran necesidad, y no rebuscar manjares agradables, ni sobrecargarse con un exceso de<br />

alimento o de bebidas. Hay dos clases de gula. Uno puede estar tentado por la delicadeza de la<br />

comida: no quiere comer mucho, pero desea manjares sabrosos. Cuando un goloso come un<br />

alimento que le agrada, está tan dominado por el placer que lo guarda largo tiempo en la boca,<br />

saboreándolo más y más, y no lo traga más que a disgusto por razón de la concupiscencia que<br />

siente. Es lo que se llama la “laimargia” o “golosina”. Otro está tentado por la cantidad, no<br />

72


desea manjares agradables y no se preocupa de su sabor. Sean buenos o malos, no tiene más<br />

deseo que comer. Sean los que sean los manjares, su único deseo es llenar el vientre. Es lo que<br />

se llama la “gastrimargia” o “glotonería”. Voy a deciros la razón de esos nombres. “Margainein”<br />

significa entre los autores paganos “estar fuera de sí”, y el insensato es llamado “margos”.<br />

Cuando sobreviene a alguien esta enfermedad y esta locura de querer llenar el vientre, se<br />

la llama “gastrimargia”, es decir “locura del vientre”. Cuando se trata solamente del placer de<br />

la boca, se le llama “laimargia”, es decir “locura de la boca”.<br />

162. El que quiere purificarse de sus pecados, debe con toda circunspección, evitar los desórdenes,<br />

porque ellos no proceden de una necesidad del cuerpo, sino de la pasión, y son pecado si<br />

se les tolera. En el uso legítimo del matrimonio y en la fornicación el acto es el mismo; es la<br />

intención la que hace la diferencia: en el primer caso, se unen para tener hijos, y en el segundo<br />

para satisfacer la voluptuosidad. Igualmente en el uso de la comida, es una misma acción la de<br />

comer por necesidad y la de comer por placer, pero el pecado está en la intención. Come por<br />

necesidad el que, habiéndose fijado una ración diaria, la disminuye, si, por la pesadez que ella le<br />

causa, se da cuenta de que hay que reducir algo. Si, al contrario, esa ración, lejos de producir<br />

pesadez, no mantiene su cuerpo y debe ser ligeramente aumentada, él añade un pequeño suplemento.<br />

De esa manera, valora justamente su necesidad y se acomoda luego a lo que se fijó, no<br />

por placer, sino con el objetivo de mantener las fuerzas del cuerpo. El alimento además hay que<br />

tomarlo dando gracias, juzgándose en el corazón ser indigno de tal socorro; cuando algunos, sin<br />

duda a causa de una necesidad o de una urgencia, son objeto de cuidados particulares, uno no<br />

debe prestar atención a eso, ni buscar él mismo el bienestar, ni simplemente pensar que el bienestar<br />

es inofensivo para el alma.<br />

163. Cuando yo estaba en el monasterio (del abad Seridos), iba a ver un día a uno de los<br />

ancianos (allí había muchos muy ancianos). Encontré al hermano encargado de servirle comiendo<br />

con él y le dije aparte: “Hermano, presta atención. Estos ancianos que tú ves comer y que<br />

tienen aparentemente algo de alivio, son como hombres que han adquirido una bolsa y no han<br />

cesado de trabajar y de meter en ella dinero, hasta que estuvo llena. Después de haberla sellado,<br />

continuaron a trabajar y han reunido todavía miles de otras monedas, para tener con que pagar<br />

en caso de necesidad, guardando lo contenido en la bolsa. Así estos ancianos no cesaron de<br />

trabajar y de reunir tesoros. Después de haberlos sellado, continuaron ganando otros medios de<br />

los que pueden deshacerse en el momento de la enfermedad o de la vejez, guardando íntegros<br />

sus tesoros. Pero nosotros, ni siquiera hemos ganado la bolsa; ¿cómo vamos a hacer dispendios?”<br />

Por eso, le dije, aunque comamos por necesidad, debemos considerarnos indignos de<br />

todo alivio, indignos incluso de la vida monástica, y tomar con temor lo necesario. Y así, no<br />

será para nosotros un motivo de condenación.<br />

164. Hemos hablado sobre la templanza en la comida. Pero no debemos limitarnos a vigilar<br />

nuestro régimen alimenticio. Hay que evitar igualmente todo otro pecado y ayunar también con<br />

la lengua como en la comida, absteniéndonos de la maledicencia, de la mentira, de las charlas,<br />

de las injurias, de la cólera, en una palabra de toda falta cometida con la lengua. Del mismo<br />

modo, hay que practicar el ayuno de los ojos, no mirando las vanidades, evitando la parrhesia en<br />

la vista, no fijándose en una persona faltando a la modestia. Hay también que prohibir a las<br />

manos y a los pies toda mala acción. Practicando así un ayuno agradable a Dios, como dice san<br />

73


Basilio, absteniéndonos de todo mal que se comete con cada uno de los sentidos, nos aproximaremos<br />

del santo día de la Resurrección, renovados, purificados y dignos de participar en los<br />

santos Misterios, como ya hemos dicho. Primero saldremos al encuentro de nuestro Señor y lo<br />

acogeremos con palmas y ramos de olivo, cuando, sentado en un asno, haga su entrada en la<br />

ciudad santa.<br />

165. “Sentado en un asno”, ¿qué quiere decir? El Señor se sienta en un asno, para que el<br />

alma hecha estúpida y semejante a los animales sin razón, como dice el Profeta (Sal 48,21), se<br />

convierta por el Verbo de Dios y se someta a su divinidad. Y, ¿qué significa “ir al encuentro<br />

con palmas y ramos de olivo”? Cuando alguien fue a guerrear contra su enemigo y vuelve victorioso,<br />

todos los suyos van a su encuentro con palmas, para acogerlo como vencedor. La palma<br />

es símbolo de la victoria. Por otra parte, cuando alguien sufre una injusticia y quiere recurrir a<br />

quien puede vengarla, lleva ramas de olivo, pidiendo a gritos misericordia y socorro, porque el<br />

olivo es símbolo de la misericordia. Por tanto, iremos también nosotros al encuentro de Cristo<br />

nuestro Señor con palmas, como al encuentro de un vencedor, ya que él venció al enemigo por<br />

nosotros, y con ramos de olivo implorando su misericordia, para que, como él venció por nosotros,<br />

seamos también nosotros victoriosos por su medio, pidiéndoselo, y para que nos hallemos<br />

arbolando sus emblemas de victoria, en honor no sólo de la victoria que él obtuvo por nosotros,<br />

sino también de la que habremos obtenido nosotros por su medio, gracias a las oraciones de<br />

todos los santos. Amén.<br />

74


XVI. EXPLICACIÓN DE ALGUNAS PALABRAS DE SAN GREGORIO<br />

CANTADAS POR PASCUA<br />

166. Gustoso os diría algunas palabras sobre las estrofas que cantamos para que no estéis<br />

distraídos con la melodía, sino que vuestro espíritu se ponga de acuerdo con el sentido de las<br />

palabras. ¿Qué acabamos de cantar?<br />

“Es el día de la Resurrección,<br />

hagamos de nosotros mismos una ofrenda.”<br />

En otro tiempo en las fiestas o asambleas, los hijos de Israel presentaban dones al Señor,<br />

según la Ley: sacrificios, holocaustos, ofrendas de primicias, etc… San Gregorio nos exhorta a<br />

hacer como ellos una fiesta al Señor; nos invita a ello diciendo:<br />

“Es el día de la Resurrección.”<br />

Dicho de otra manera, es el día de la fiesta santa, es el día de la divina asamblea, el día de la<br />

Pascua de Cristo. ¿Qué es la Pascua de Cristo? Los hijos de Israel realizaron la Pascua, el<br />

“pasaje”, cuando salieron de Egipto, y ahora la Pascua que nos manda celebrar san Gregorio, es<br />

la que realiza el alma que sale del Egipto espiritual, es decir, del pecado. Cuando pasa del pecado<br />

a la virtud, realiza el “pasaje” en honor del Señor, según la expresión de Envagro: “La Pascua<br />

del Señor es la salida del mal”.<br />

167. Hoy es la Pascua del Señor, día de fiesta resplandeciente, día de la Resurrección de<br />

Cristo, que clavó el pecado a la cruz, que murió por nosotros y que resucitó. Traigamos también<br />

nosotros dones al Señor, ofrezcamos sacrificios y holocaustos, no de bestias irracionales, que<br />

Cristo no quiere, ya que está escrito: “No has querido sacrificios ni ofrendas de animales, y no<br />

has aceptado holocaustos de terneros y de corderos” (Hb 10,5-6; Sal 39,7). Y en Isaías: “¿Qué<br />

me importa la multitud de vuestros sacrificios? Dice el Señor…” (Is 1,11). Puesto que el Cordero<br />

de Dios fue inmolado por nosotros, como dice el Apóstol: “Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado<br />

por nosotros” (1 Co 5,7), para quitar el pecado del mundo, y puesto que “se hizo por nosotros<br />

maldición, según la palabra: Maldito quien pende del madero, para rescatarnos de la maldición<br />

de la Ley” (Ga 3,13) y para “hacer de nosotros hijos”, debemos por nuestra parte ofrecerle<br />

un don que le agrade. Pero para agradar a Cristo, ¿qué don, qué sacrificio debemos ofrecerle en<br />

este día de la Resurrección, ya que no quiere sacrificios de animales irracionales? San Gregorio<br />

también nos lo enseña, porque después de haber dicho:<br />

añade:<br />

“Es el día de la Resurrección”<br />

“Hagamos de nosotros mismos una ofrenda”.<br />

De manera semejante dice el Apóstol: “Ofreced vuestros cuerpos como víctima viviente,<br />

santa, agradable a Dios: ése es el culto que la razón os pide”.<br />

168. ¿Cómo debemos ofrecer a Dios nuestros cuerpos como víctima viviente y santa? Al no<br />

75


hacer más “los dictados de la carne y de nuestra imaginación” (Ef 2,3), sino “vivir según el<br />

espíritu, sin realizar los deseos carnales” (Ga 5,16). En esto consiste el “mortificar los miembros<br />

terrestres” (Col 3,5). Esa víctima se dice que es “viviente, santa y agradable a Dios”. ¿Por<br />

qué se la llama “víctima viviente” Porque el animal destinado al sacrificio es degollado y muere<br />

en ese instante, mientras que los santos que se ofrecen ellos mismos a Dios, se sacrifican viviendo<br />

cada día, como dice David: “Por ti, somos entregados a la muerte, como ovejas del matadero”<br />

(Sal 43,22). Eso es lo que dice san Gregorio:<br />

“Hagamos de nosotros mismos una ofrenda”,<br />

es decir, sacrifiquémonos, démonos muerte todo el día, como todos los santos, por Cristo nuestro<br />

Dios, por él que murió por nosotros. Pero, ¿cómo se dieron muerte los santos? “No amando<br />

al mundo ni lo que es del mundo”, dicen las Cartas católicas (1 Jn 2,15), renunciando a “la<br />

codicia de la carne, a la codicia de los ojos y al orgullo de la vida” (1 Jn 2,16), es decir, al amor<br />

del placer, al amor del dinero y a la vanagloria, tomando la cruz y siguiendo a Cristo, crucificando<br />

el mundo en ellos mismos y crucificándose al mundo. A este propósito dice el Apóstol:<br />

“Los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus concupiscencias”.<br />

He ahí cómo los santos se dieron muerte.<br />

169. Y, ¿cómo se ofrecieron? No viviendo para sí mismos, y sometiéndose a los mandamientos<br />

divinos, renunciando a su voluntad por el mandamiento y el amor de Dios y del prójimo.<br />

“He aquí que hemos abandonado todo y te hemos seguido”, decía san Pedro. ¿Qué había abandonado?<br />

Él no tenía ni bienes, ni riquezas, ni oro, ni dinero. No poseía más que su red, y aún en<br />

mal estado, nota san Juan Crisóstomo. Pero él renunció, como lo dice, a toda su voluntad, a<br />

toda la codicia de este mundo, y es evidente que si tuviera riquezas o bienes superfluos, los<br />

habría también despreciado. Luego, tomando su cruz, siguió a Cristo, según esta palabra: “No<br />

soy yo ya quien vivo, es Cristo quien vive en mí”. He ahí cómo los santos se ofrecieron, mortificando<br />

en sí mismos toda codicia y toda voluntad propia, y viviendo sólo para Cristo y sus<br />

mandamientos.<br />

170. Del mismo modo, también nosotros<br />

“Hagamos de nosotros mismos una ofrenda”,<br />

como nos exhorta san Gregorio. Él quiere que seamos<br />

“La cosa más preciosa para Dios”.<br />

Sí, en verdad, de todas las criaturas visibles, el hombre es la más preciosa. Las otras el Creador<br />

las hizo existir con una palabra: “Que exista esto”, y aquello existió. “Que aparezca la<br />

tierra”, y apareció. “Que se presenten las aguas”, etc. Pero el hombre, lo hizo y lo modeló con<br />

sus propias manos, ordenó para su servicio y para su bien todas las otras criaturas, haciéndolo su<br />

rey, y le proporcionó el goce de las delicias del Paraíso. Y, cosa todavía más admirable, cuando<br />

por su propia falta el hombre cayó de aquella condición, Dios lo volvió a ella con la sangre de<br />

su propio Hijo. Así de todas las criaturas visibles, el hombre es “para Dios la más preciosa”, y<br />

no sólo la más preciosa, sino (prosigue san Gregorio)<br />

“la más próxima”,<br />

ya que dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Y también: “Dios creó al<br />

76


hombre. Lo creó a su propia imagen y sopló en su rostro un soplo de vida”. Nuestro Señor<br />

mismo, al venir entre nosotros, tomó la naturaleza del hombre, una carne humana, un espíritu<br />

humano, en una palabra se hizo hombre en todo salvo el pecado, introduciendo de este modo al<br />

hombre en su familiaridad y apropiándoselo por así decir. Por tanto, es muy exacto lo que san<br />

Gregorio dijo del hombre: que es “para Dios la cosa más preciosa y la más próxima”.<br />

171. Luego añade más claramente todavía:<br />

“Demos a la imagen<br />

su cualidad de imagen”.<br />

¿Cómo? Aprendámoslo del Apóstol: “Purifiquémonos, dice él, de toda mancha de la carne y<br />

del espíritu” (2 Co 7,1). Purifiquemos nuestra imagen, tal cual la hemos recibido; lavémosla de<br />

la suciedad del pecado, para que su belleza resplandezca en las virtudes. De esa belleza David<br />

decía en su oración: “Señor, graciosamente diste resplandor a mi belleza” (sal 29,8). Purifiquemos,<br />

pues, nuestra cualidad de imagen, porque Dios la quiere en nosotros tal como nos la dio<br />

“sin mancha ni arruga ni nada semejante” (Ef 5,27).<br />

“Demos a la imagen su cualidad de imagen.<br />

Reconozcamos nuestra dignidad”.<br />

Aprendamos de qué inmensos bienes fuimos gratificados y a la imagen de quien hemos sido<br />

creados. No ignoremos los dones magníficos que nos vinieron de Dios por sola su bondad, y no<br />

por nuestros méritos. Sepamos que hemos sido hechos a la imagen de Dios.<br />

“Honremos el arquetipo”.<br />

No ofendamos la imagen de Dios según la que hemos sido formados. Quién quisiera pintar el<br />

retrato de un rey, ¿se atrevería a poner en él un color descolorido? Sería despreciar al soberano<br />

y atraerse un castigo. Al contrario, se emplean colores preciosos y brillantes, dignos verdaderamente<br />

del retrato del rey, añadiendo incluso a veces panes de oro. Se esfuerza uno por poner, en<br />

la medida de lo posible, todos los ornamentos regios, para que, al verse en el retrato una perfecta<br />

semejanza, parezca verse al modelo, al rey mismo, al ser tan magnífica y brillante su imagen.<br />

Nosotros también evitemos deshonrar a nuestro arquetipo. Somos a imagen de Dios. Hagamos<br />

pura y preciosa nuestra imagen, digna del arquetipo. Porque si se le castiga al que deshonró el<br />

retrato de un rey, que es solamente un ser visible y de nuestra misma raza, ¿qué castigo mereceremos<br />

si despreciamos la imagen divina en nosotros y no le damos su cualidad pura que le es<br />

propia, como pide san Gregorio? Honremos, pues, el arquetipo.<br />

172.<br />

“Sepamos el sentido del misterio,<br />

y por qué Cristo murió”.<br />

El sentido del misterio de la muerte de Cristo, es éste: con el pecado habíamos borrado nuestra<br />

cualidad de imagen y así nos habíamos dado muerte, como dice el Apóstol, “por nuestras<br />

transgresiones y nuestras faltas” (Ef 2,1). Pero Dios, que nos había hecho a su imagen, se conmovió<br />

de compasión por su criatura y su imagen, se hizo hombre por nosotros y aceptó la muerte<br />

por todos, para devolvernos, a nosotros que estábamos muertos, a la vida de la que habíamos<br />

77


sido despojados por la trasgresión. Subido a su santa cruz, crucificando el pecado, por cuya<br />

causa habíamos merecido ser expulsados del Paraíso, “condujo cautiva la cautividad”, como dice<br />

la Escritura (Sal 67,19; Ef 4,8).<br />

“Condujo cautiva la cautividad”, ¿qué quiere decir? Por la trasgresión de Adán el enemigo<br />

nos había hecho cautivos y nos tenía en su poder. Al partir del cuerpo, las almas humanas iban<br />

desde entonces al infierno, ya que el Paraíso estaba cerrado. Cristo subido a lo alto de la cruz<br />

santa y vivificadora, nos sacó por su propia sangre de la cautividad a la que nos había reducido<br />

el enemigo debido a la trasgresión. En otros términos, nos arrancó de las manos del enemigo y,<br />

a su vez, nos llevó, por así decir, en cautividad, después de haber vencido y destruido al que nos<br />

tenía cautivos. He ahí lo que significa “conducir cautiva la cautividad”. Ése es “el sentido del<br />

misterio”: Cristo murió por nosotros para devolvernos a la vida, a nosotros que estábamos muertos,<br />

como dice el santo. Fuimos arrancados del infierno por el amor de Cristo, y desde entonces<br />

está en nuestro poder volver al Paraíso, puesto que el enemigo no es ya nuestro dueño y no nos<br />

tiene en esclavitud como antes.<br />

173. Hermanos, estemos atentos simplemente y evitemos el pecado. Con frecuencia os he<br />

dicho que todo pecado nos hace de nuevo esclavos del enemigo, porque voluntariamente nos<br />

abajamos y nos hacemos esclavos nosotros mismos. ¿No es una vergüenza y una gran desgracia<br />

irnos de nuevo a arrojar al infierno, después de que Cristo nos liberó con su sangre y que nosotros<br />

hemos aprendido todo eso? ¿No somos dignos de un castigo todavía más terrible y más<br />

lamentable? Que Dios en su amor tenga piedad de nosotros y nos conceda tener despierto el<br />

espíritu para comprenderlo y ayudarnos nosotros mismos, y hallar así algo de piedad el día del<br />

juicio.<br />

78


XVII. EXPLICACIÓN DE ALGUNAS PALABRAS DE SAN GREGORIO<br />

CANTADAS A LA OCASIÓN DE LOS SANTOS MÁRTIRES<br />

174. Hermanos, está bien cantar extractos de los santos teóforos, ya que en todas partes y<br />

siempre desean enseñarnos todo lo que concurre a la iluminación de nuestras almas. En ello<br />

encontramos también la ocasión de aprender cada vez por medio de palabras apropiadas el sentido<br />

mismo del aniversario que se celebra, trátese de una fiesta del Señor, de los santos mártires o<br />

de los Padres, es decir de cualquier solemnidad. Debemos, pues, cantar con atención y aplicar<br />

nuestro espíritu al significado de las palabras de los santos, para que no cante sólo la boca, como<br />

dice el Geronticón, sino nuestro corazón con la boca. Con el cántico precedente, según pudimos,<br />

hemos aprendido algo sobre la santa Pascua. Veamos ahora lo que san Gregorio quiere enseñarnos<br />

también sobre los santos mártires. En el salmo en su honor, que acabamos de recitar y que<br />

está sacado de sus discursos, se dice:<br />

“Víctimas vivientes, holocaustos racionales”.<br />

175. ¿Qué quiere decir: “Víctimas vivientes”? “Víctima” es lo que se ofrece en sacrificio a<br />

Dios, por ejemplo un cordero, un toro u otro animal cualquiera. ¿Por qué san Gregorio dice de<br />

los mártires “víctimas vivientes”? El cordero presentado para el sacrificio, primero es degollado<br />

y muerto; luego es despedazado, cortado en trozos y ofrecido a Dios. Pero los mártires estaban<br />

vivos cuando fueron despedazados, desollados, torturados, cortados en trozos en su carne. Los<br />

verdugos les cortaban a veces las manos, los pies, la lengua, les arrancaban los ojos, les desgarraban<br />

los costados de modo que quedaban al descubierto la forma y la disposición de sus entrañas.<br />

Y todos estos tormentos, los santos, como dije, los soportaban en vida y guardando su<br />

espíritu: por esa razón se les llama “víctimas vivientes”.<br />

Y ¿por qué “holocaustos racionales ”? Porque el holocausto es diferente del sacrificio. Se<br />

puede ofrecer una parte de un animal, solamente sus primicias, es decir, como está escrito en la<br />

Ley, el hombro derecho, el lóbulo del hígado, los dos riñones y otras partes similares. El que<br />

ofrece eso, realiza un sacrificio, una ofrenda de primicias. Eso es lo que se llama sacrificio. Al<br />

contrario, el holocausto se realiza cuando se ofrecen enteros el cordero, el toro o cualquier otra<br />

víctima, y se consumen completamente por el fuego, como está dicho: “La cabeza con los pies<br />

y los intestinos”. Sucedía que incluso se quemaba la piel y los excrementos. En una palabra,<br />

todo en absoluto. Eso es lo que se llama un holocausto. Así realizaban los hijos de Israel los<br />

sacrificios y los holocaustos según la Ley.<br />

176. Esos sacrificios y holocaustos eran símbolos de las almas que quieren salvarse y ofrecerse<br />

a Dios. Voy a deciros a este propósito algunas ideas expresadas por los Padres, para que,<br />

aprendiéndolas, elevéis un poco vuestros pensamientos, y vuestras almas saquen provecho.<br />

Según ellos, el hombro representa el vigor y las manos, la acción, como hemos dicho ya otra<br />

vez. Siendo el hombro la fuerza de la mano, se ofrecía la fuerza de la mano derecha, es decir la<br />

práctica de las buenas obras, porque la derecha significa para los Padres el bien. Cuanto a todas<br />

las demás partes de que hemos hablado, el lóbulo del hígado, los dos riñones y su grasa, la anca<br />

79


y la grasa de los muslos, el corazón, las costillas y lo restante, son igualmente símbolos. Dice el<br />

Apóstol: “Todas las cosas les sucedieron en figura y fueron escritas para instrucción nuestra” (1<br />

Co 10,11). Voy a daros la explicación. Según san Gregorio, el alma esta formada de tres partes;<br />

comprende la potencia apetitiva, la potencia irascible y la potencia racional. Se ofrecía el lóbulo<br />

del hígado. Y los Padres vieron en el hígado la sede de los deseos. Siendo el lóbulo la extremidad<br />

superior, se ofrecía así simbólicamente la parte más alta de la potencia apetitiva, dicho de<br />

otro modo, sus primicias, lo que ella tiene de mejor y de más precioso. Esto quiere decir: no<br />

amar nada más que a Dios y preferir el deseo de Dios a todo otro deseo, ya que se le ofrecía,<br />

como hemos dicho, la parte más preciosa. Los riñones y su grasa, la anca, la grasa de los muslos<br />

tienen por analogía la misma significación, porque también ahí, según los Padres, reside el<br />

deseo. Así todas esas partes son símbolos de la potencia apetitiva. El corazón simboliza la potencia<br />

irascible, porque es, según los Padres, la sede de la cólera. San Basilio lo indica al decir:<br />

“La cólera es la ebullición y la agitación de la sangre en torno al corazón”. Las costillas, en fin,<br />

son figura de la potencia racional, porque ése es el simbolismo que le atribuyen los Padres al<br />

pecho. Así dicen que por esa razón Moisés, revistiendo a Aarón con las vestiduras de sumo<br />

sacerdote, le puso sobre el pecho el racional, según el precepto de Dios. Por tanto, como hemos<br />

dicho, todas esas partes de la víctima son símbolos del alma que, con la ayuda de Dios, se purifica<br />

por la práctica y vuelve a su estado de naturaleza. Envagro dice que el alma racional obra<br />

según la naturaleza cuando su parte apetitiva desea la virtud, su parte irascible lucha por obtenerla<br />

y su parte racional se entrega a la contemplación de los seres.<br />

177. De este modo, cuando los hijos de Israel ofrecían en sacrificio un cordero, un toro u<br />

otro animal, sacaban esas partes de la víctima y las colocaban en el altar, ante el Señor. Eso es<br />

lo que se llama un sacrificio, mientras que el holocausto consiste en ofrecer la víctima entera y<br />

en quemarla completamente. Como hemos dicho antes, al ser integral, definitivo, completo, el<br />

holocausto es símbolo de los perfectos, de quienes dicen: “He aquí que hemos abandonado todo<br />

y te hemos seguido”. Es a este grado de perfección al que invitaba el Señor a aquel que le decía:<br />

“Todo eso lo he guardado desde mi juventud”, porque le responde: “Una sola cosa te falta<br />

todavía”. –¿Cuál? –Ésta: “Toma tu cruz y sígueme”. Es de esta manera como los santos mártires<br />

se ofrecieron enteramente a Dios, ofreciéndose no sólo a sí mismos, sino también lo que les<br />

pertenecía y lo que les rodeaba. Según san Basilio, “una cosa es lo que somos, otra lo que es<br />

nuestro, otra lo que está en torno de nosotros”, como os he dicho ya en otra ocasión. Somos el<br />

espíritu y el alma; nuestro es el cuerpo; en torno a nosotros están las riquezas y las demás cosas<br />

materiales. Los santos se ofrecieron a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus<br />

fuerzas, según está escrito: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y<br />

con todo tu espíritu”. Ellos despreciaron no sólo hijos, esposas, honor, riquezas y todo lo demás,<br />

sino también hasta su propio cuerpo. Por eso se les llama “holocaustos”, y “holocaustos<br />

racionales” porque el hombre es un animal racional, y<br />

“víctimas perfectas para Dios”.<br />

178. Pues el salmo continúa: “Ovejas conocedoras de Dios y conocidas por Dios”.<br />

“Conocedoras de Dios”: ¿Cómo? El Señor mismo nos lo mostró diciendo: “Mis ovejas escuchan<br />

mi voz; conozco mis ovejas y ellas me conocen”. ¿Qué quiere decir: “Mis ovejas escuchan<br />

mi voz”? Que ellas obedecen a mi palabra, guardan mis mandamientos, y de este modo me<br />

80


conocen. Por la observancia de los mandamientos, los santos se aproximan de Dios y son conocidos<br />

por él. Pero, si Dios conoce todo, las cosas ocultas y misteriosas, incluso las que no existen,<br />

¿por qué san Gregorio llama a los santos “ovejas conocidas por Dios”? Porque, al aproximarse<br />

de él por los mandamientos, según dije, es como ellos conocen a Dios y son conocidos<br />

por él. Puede decirse que cuanto más uno se aparta y se aleja de alguien, tanto más lo ignora, y<br />

tanto más es ignorado por él. Igualmente del que se aproxima, se dirá que lo conoce y que es<br />

conocido por él. Es en este sentido como se dice también de Dios que él ignora a los pecadores,<br />

en cuanto que los pecadores se alejan de él. Por eso el Señor mismo les dijo: “En verdad os digo<br />

que no os conozco”. Por consiguiente, cuanto más adquieren virtudes los santos por los mandamientos,<br />

tanto más se acercan de Dios, y cuanto más se acercan de Dios, tanto mejor lo conocen<br />

y son conocidos por él.<br />

179. “Su redil es inaccesible a los lobos”.<br />

Se llama “redil” al recinto en donde el pastor reúne y guarda sus ovejas para que no sean<br />

desgarradas por los lobos, ni robadas por los ladrones. Si el redil tiene una brecha por algún<br />

lado, será fácil a los lobos y a los ladrones penetrar por ella para realizar sus malas intenciones.<br />

El redil de los santos está asegurado y guardado por todas partes. “Allí, dice el Señor, los ladrones<br />

no hacen agujeros ni roban”, y no pueden maquinar ninguna obra mala. Roguemos, hermanos,<br />

para merecer, también nosotros, pastar con ellos y encontrarnos en el lugar de su gozo<br />

bienaventurado y de su reposo. Porque, aunque no alcancemos la perfección de los santos y no<br />

seamos dignos de estar en su gloria, podemos al menos no ser excluidos del Paraíso, a condición<br />

de estar vigilantes y hacernos alguna violencia, como dice san Clemente: “Si uno no es coronado,<br />

esfuércese al menos por no estar lejos de quienes son coronados”. En el palacio, hay grandes<br />

e ilustres funcionarios, por ejemplo: los senadores, los patricios, los generales, los gobernadores,<br />

los silenciarios. Éstos reciben grandes sumas. Pero en el mismo palacio hay también otros<br />

que sirven por un módico salario y se dice igualmente de ellos que están al servicio del emperador,<br />

están también al interior del palacio y, sin tener la gloria de los grandes, al menos están allí<br />

dentro. Además, sucede que, avanzando poco a poco, obtienen funciones importantes y altas<br />

dignidades. Nosotros, del mismo modo, evitemos cuidadosamente cometer pecado, para escapar<br />

al menos del infierno. Así, podremos, gracias al amor de Cristo por nosotros, obtener incluso la<br />

entrada en el Paraíso, por las oraciones de todos sus santos. Amén.<br />

81


SENTENCIAS DIVERSAS DEL MISMO<br />

ABAD DOROTEO<br />

202.<br />

1. Es imposible que, quien mantiene su propio parecer o su pensamiento personal, se someta o<br />

se adapte al bien del prójimo.<br />

2. Estando apasionados, no debemos en absoluto fiarnos de nuestro propio corazón: porque una<br />

regla torcida hace torcido incluso lo que es recto.<br />

3. Quien no desprecia todo lo material, la gloria, el reposo del cuerpo, e incluso las pretensiones<br />

de justicia, no puede abnegar su voluntad, ni liberarse de la cólera y de la tristeza, ni procurar<br />

el reposo de los demás.<br />

4. No es una gran cosa no juzgar e incluso tratar con compasión al que está afligido y se arroja<br />

a tus pies; pero es una gran cosa no juzgar al que te contradice apasionado, no probar resentimiento<br />

contra él, y ni siquiera aprobar al que le juzga, y alegrarte con el que es preferido a ti.<br />

5. No busques el afecto de los demás. Porque quien lo busca es perturbado si no lo obtiene. Más<br />

bien testimonia caridad al prójimo y proporciónale reposo y de este modo harás que el prójimo<br />

crezca en caridad.<br />

6. Si alguien hace una cosa según Dios, le sobrevendrá ciertamente la tentación; porque toda<br />

obra buena es precedida o seguida de la tentación, y lo que es según Dios no está asegurado<br />

mientras no sea probado por la tentación.<br />

7. Nada une tanto como alegrarse de las mismas cosas y tener los mismos sentimientos.<br />

8. Es propio de la humildad no despreciar la buena acción del prójimo. Hay que aceptarla con<br />

agradecimiento por pequeña e insignificante que sea.<br />

9. En todo lo que me acontece, prefiero se haga según el gusto del prójimo, aunque fracase<br />

siguiendo su parecer, más bien que tener éxito siguiendo mi propio parecer.<br />

10. En toda ocasión es bueno concederse algo menos de lo necesario, porque no conviene estar<br />

plenamente satisfecho.<br />

11. En todo lo que me sucedió, jamás quise conducirme según la prudencia humana: en cada<br />

cosa hago siempre lo poco que puedo, y luego abandono todo a Dios.<br />

12. Quien no tiene voluntad propia, hace siempre lo que quiere. Puesto que no tiene voluntad<br />

propia, le satisface cuanto sucede, y resulta que hace constantemente su voluntad, porque no<br />

quiere que las cosas sean como quiere él, sino que las quiere como ellas son.<br />

13. No se debe corregir a un hermano en el mismo momento en que peca; ni tampoco en otro<br />

momento, si se hace por venganza.<br />

14. El amor según Dios es más poderoso que el amor natural.<br />

82


15. No se debe hacer el mal ni siquiera de broma. Porque se hace primero de broma y luego, sin<br />

querer, uno allí se queda.<br />

16. No hay que querer liberarse de una pasión con la intención de evitar el tormento, sino porque<br />

uno la detesta verdaderamente, como se ha dicho: “Los detesté con un odio perfecto”<br />

(Sal 138,22).<br />

17. Es imposible airarse contra el prójimo si uno se yergue primero contra sí en el corazón y si<br />

no ha despreciado al prójimo, juzgándose superior a él.<br />

18. Si uno se turba cuando es censurado o corregido a propósito de una pasión, es signo de que<br />

obraba voluntariamente. Soportar al contrario sin turbación la censura o la corrección, muestra<br />

que uno era arrastrado o que seguía la pasión inconscientemente.<br />

83


CARTAS DIVERSAS DEL MISMO ABAD DOROTEO<br />

1. A los que habitaban las celdas y que le habían preguntado sobre los encuentros mutuos<br />

180. Los Padres dicen que quedar en la celda es una mitad, e ir a ver a los ancianos la otra<br />

mitad. Esta palabra significa que en la celda, como fuera de la celda, hay que observar la misma<br />

vigilancia y saber por qué se debe guardar la soledad y por qué se debe también ir a ver a los<br />

Padres o a los hermanos. Porque si el monje está atento a ese objetivo, obra conforme a lo que<br />

han dicho los Padres. Cuando está en la celda, ora, medita, trabaja manualmente y vigila sus<br />

pensamientos en cuanto puede. Cuando va a ver a los otros, reflexiona y se da cuenta de su<br />

estado: ve si gana o no al encontrarse con los hermanos y si es capaz de volver a su celda sin<br />

haber sufrido daño. Si ve que lo ha sufrido, reconoce su debilidad y constata que no ha adquirido<br />

todavía nada en la soledad. Vuelve humillado a su celda, llora, hace penitencia, invoca a<br />

Dios por su debilidad y permanece así atento a sí mismo. Luego, va de nuevo hacia los hombres<br />

y ve si vuelve a caer en las mismas faltas o en otras; vuelve a su celda, se entrega nuevamente a<br />

la penitencia, al llanto, implorando a Dios por su estado. Porque la celda enseña, y los hombres<br />

ponen a prueba. Los Padres tienen razón al decir que permanecer en la celda es una mitad, e ir<br />

a ver a los ancianos es la otra mitad.<br />

181. Cuando vais los unos a ver a los otros, debéis saber por qué dejáis la celda, y no salir<br />

jamás inconsideradamente. Según los Padres “quien circula sin motivo, pierde su trabajo”. El<br />

que emprende una cosa, debe necesariamente proponerse un fin y saber por qué obra. ¿Qué<br />

objetivo debemos proponernos cuando vamos a vernos los unos a los otros? Ante todo la caridad,<br />

ya que se ha dicho: “Ves a tu hermano, ves al Señor tu Dios”. Además, oír la palabra de<br />

Dios. Es cierto que la palabra se anima más en la asamblea: con frecuencia lo que no sabe uno,<br />

lo pregunta otro. En fin, el conocimiento del propio estado, como he dicho ya. Supongamos, por<br />

ejemplo, que uno va a comer con los otros. Uno se observa y ve, cuando se presenta un manjar<br />

excelente y apetitoso, si es capaz de contenerse y no tomar de él, o si trata de tener más que su<br />

hermano y tomar una cantidad mayor. Si la comida se sirve en porciones, ¿no se apresura a<br />

tomar la mayor para dejar la más pequeña a su hermano? Porque hay quienes no se sonrojan de<br />

extender la mano para empujar la porción pequeña delante de su hermano y poner la grande<br />

delante de ellos. ¿Qué diferencia hay entre la grande y la pequeña? ¿Qué hay de considerable<br />

entre las dos para que se deje resbalar al pecado rivalizando con su hermano por cosas tan fútiles?<br />

También se considerará si se puede retener y no comer demasiado. Cuando uno se halla,<br />

como suele suceder, ante manjares variados, ¿no se atraca hasta la saciedad? ¿Se guarda de la<br />

parrhesia? ¿No se sufre al ver a su hermano más estimado y mejor tratado que uno? Si se ve a<br />

un hermano que se disipa con otro, que habla mucho o que se relaja bajo cualquier punto, ¿no se<br />

presta atención a él? ¿No se le juzga? O más bien, ¿no se mira a los hermanos fervientes, esforzándose<br />

a hacer lo que se dijo del abad Antonio?: el bien que veía en cada uno de los que iba a<br />

visitar, lo recogía y lo guardaba: de éste, la mansedumbre; de aquel, la humildad; de otro, el<br />

84


amor de la soledad; y así se hallaban en él las virtudes de todos. Eso es lo que debemos hacer<br />

también nosotros, y para ello debemos visitarnos los unos a los otros. De vuelta en nuestras<br />

celdas, debemos examinarnos para darnos cuenta de lo que hemos aprovechado y en lo que<br />

hemos faltado. En los puntos en que constatamos haber sido preservados, demos gracias a Dios:<br />

fue por su protección que hemos salido sin detrimento. Y por nuestras faltas, hagamos penitencia,<br />

derramemos lágrimas, deploremos nuestro estado.<br />

182. Cada uno recibe provecho o perjuicio de su propio estado. Nadie puede dañarnos; si<br />

sufrimos algún daño, eso proviene de nuestro estado, como dije. Como no ceso de repetíroslo,<br />

de todo podemos sacar bien o mal, si queremos. Voy a poneros un ejemplo, para que comprendáis<br />

que es así. Un individuo se estaciona en la noche, en algún sitio; no digo un monje, sino<br />

cualquier habitante de la ciudad. Tres hombres pasan junto a él. Uno piensa, al verlo: “Éste<br />

espera a alguien para ir a fornicar”; otro: “Éste es un ladrón”; y el tercero: “Este hombre llamó<br />

a su amigo de la casa vecina y espera a que baje para ir a orar con él a algún lugar”. Así los tres<br />

vieron al mismo hombre en el mismo sitio, y, sin embargo, no tuvieron el mismo pensamiento<br />

a propósito de él. Uno imaginó esto, el otro, aquello, y el tercero todavía otra cosa: cada cual<br />

según su propio estado. Sucede como con los cuerpos melancólicos y débiles que convierten en<br />

mal humor todos los alimentos que absorben, incluso cuando el alimento es sano. La falta no<br />

está en el alimento, sino, como dije, en el mismo cuerpo, que, al ser de mala complexión, actúa<br />

necesariamente según su temperamento y altera los alimentos. Igualmente, si el alma es débil,<br />

todo le hace mal; incluso le daña lo que es útil. Imaginad que se echa un poco de ajenjo en un<br />

recipiente de miel. ¿No se estropea el recipiente entero, haciendo amarga toda la miel? Es lo que<br />

hacemos nosotros: derramamos un poco de nuestra amargura y destruimos el bien del prójimo,<br />

mirándolo según nuestro estado y cambiándolo según la mala disposición que hay en nosotros.<br />

Los que tienen buenas costumbres, semejan a un hombre cuyo cuerpo es sano. Aunque coma<br />

una cosa nociva, la trasforma según su temperamento en buenos humores y el mal alimento no le<br />

hace daño. Como dije, es que su cuerpo es sano y asimila el alimento según su temperamento.<br />

Como decíamos del cuerpo que por su mala complexión trasforma la buena comida en humores<br />

malos, éste a su vez, conforme a su buena disposición, convierte la comida mala en buenos<br />

humores. He aquí un ejemplo que lo hará comprender. El cerdo posee un cuerpo de muy buena<br />

complexión. Su comida se compone de algarrobas, huesos de dátiles y desperdicios. Sin embargo,<br />

gracias a su buen complexión transforma esos alimentos en carne suculenta. Así nosotros, si<br />

tenemos buenas costumbres y un buen estado de alma, podemos, lo repito, sacar provecho de<br />

todo, incluso de aquello que no es provechoso de suyo. El libro de los Proverbios dice muy<br />

bien: “El que mira con dulzura, alcanzará misericordia” (Pr 12,13). Y en otro lugar: “Todas las<br />

cosas son contrarias para el insensato” (Pr 14,7).<br />

183. Oí decir de un hermano que, al ir a ver a otro, si encontraba su celda descuidada y en<br />

desorden, se decía entre sí: “¡Qué dichoso es este hermano al estar completamente desapegado<br />

de la cosas de la tierra y elevar su espíritu tan alto, que no tiene ni quisiera tiempo para arreglar<br />

su celda!” Si luego iba junto a otro hermano y encontraba su celda arreglada, limpia y perfectamente<br />

en orden, se decía: “La celda del hermano está tan limpia como su alma. El estado de su<br />

alma es como el estado de su celda”. Nunca decía de nadie: “Éste es un desordenado”, o “éste<br />

es frívolo”. Gracias a su estado excelente, sacaba provecho de todo.<br />

85


Que Dios en su bondad nos conceda a nosotros también un buen estado para que podamos<br />

aprovecharnos de todo y no pensar jamás mal del prójimo. Si nuestra malicia nos inspira juicios<br />

o sospechas, trasformemos pronto eso en un buen pensamiento. Porque no ver el mal del prójimo,<br />

engendra, con la ayuda de Dios, la bondad.<br />

2. A los superiores del monasterio y a sus discípulos, acerca de cómo los superiores deben<br />

dirigir a los hermanos y cómo éstos deben estarles sumisos.<br />

184. Si eres superior, cuida de los hermanos con un corazón severo y entrañas de misericordia,<br />

enseñándoles con obras y palabras lo que hay que practicar, sobre todo con las obras, pues<br />

los ejemplos son mucho más eficaces. Sé modelo incluso en los trabajos manuales, si puedes, o<br />

si eres débil, por el buen estado del alma y los frutos del espíritu enumerados por el Apóstol:<br />

caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de<br />

todas las pasiones. Por razón de las faltas que se produzcan, no te irrites más de la cuenta, pero<br />

muestra, sin perturbarte, el mal que resulta de ellas, y, si es necesario reprochar, hazlo con el<br />

modo que conviene, esperando el momento oportuno. No mires demasiado las faltas pequeñas,<br />

como un juez riguroso; no hagas continuamente reprimendas lo cual es insoportable y la costumbre<br />

conduce a la insensibilidad y al desprecio. No mandes imperiosamente, sino propón con<br />

humildad la cosa al hermano: esta manera de obrar es estimulante y más persuasiva, y proporciona<br />

la paz al prójimo.<br />

185. Si un hermano te resiste y te has turbado en ese momento, guarda la lengua para no<br />

decir nada encolerizado y no permitas que tu corazón se excite contra él. Acuérdate más bien de<br />

que él es tu hermano, un miembro de Cristo y una imagen de Dios, amenazada por nuestro<br />

enemigo común. Ten piedad de ella, por temor de que el diablo no se acapare de ella por razón<br />

de la cólera, no la haga morir por el rencor, y que un alma por la que Cristo murió, perezca a<br />

causa de tu negligencia. Acuérdate de que tú estás sometido también al mismo juicio de la cólera.<br />

Que tu propia debilidad te haga compasivo para con tu hermano. Da gracias por tener una<br />

ocasión de perdonar, para obtener también tú el perdón de Dios por tus faltas más grandes y más<br />

numerosas. Porque se ha dicho: “Perdonad y seréis perdonados”. ¿Temes hacer daño a tu hermano<br />

con tu paciencia? El Apóstol ordena vencer el mal con el bien, y no el mal con el mal. Por<br />

su parte, los Padres dicen: “Si, al reprochar a otro, te turbaste por la cólera, es tu propia pasión<br />

que tú satisfaces”, y nadie sensato destruye su casa para construir la del vecino.<br />

186. Si tu perturbación persiste, violenta tu corazón, y ora en estos términos: Oh Dios lleno<br />

de bondad, que amas las almas, que, en tu inefable bondad, nos has sacado de la nada al ser para<br />

hacernos participar de tus bienes, y que, por la sangre de tu Hijo único, nuestro Salvador, nos<br />

has llamado de nuevo, a nosotros que nos habíamos apartado de tus mandamientos; ven ahora en<br />

ayuda de nuestra debilidad e impón silencio a la perturbación de nuestro corazón, como en otro<br />

tiempo al mar alborotado. No seas en un solo instante privado de tus dos hijos, condenados a<br />

muerte por el pecado, y no tengas que decirnos: “¿Para qué sirvió verter mi sangre y descender<br />

hasta la muerte?” (Sal 29,10). Y: “En verdad, os lo he dicho, no os conozco”, porque nuestras<br />

lámparas estuvieran apagadas por falta de aceite. Sosegado el corazón con esta oración, puedes<br />

luego con prudencia y humildad, según el precepto del Apóstol, reprender, censurar, exhortar (2<br />

Tm 4,2), y con compasión curar y enderezar a tu hermano, cual a un miembro enfermo. Enton-<br />

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ces el hermano por su parte recibirá la corrección con toda confianza, condenando él mismo su<br />

dureza. Con tu propia paz, habrás sosegado su corazón. Que nada te aleje de la santa doctrina de<br />

Cristo: “Aprended de mí, que os hablo, y soy manso y humilde de corazón”. Ante todo hay que<br />

esmerarse en guardar un estado sosegado, de manera que el corazón no se turbe, ni siquiera con<br />

justo motivo o a propósito de un mandato, convencidos de que cumplimos todos los mandamientos<br />

con miras a la caridad y a la pureza del corazón. Si tratas así a tu hermano, oirás la voz<br />

divina que te dice: “Si separas lo precioso de lo vil, serás como mi boca” (Jr 15,19).<br />

187. En cuanto a ti, que estás bajo la obediencia, no te fíes jamás de tu corazón, porque las<br />

antiguas pasiones lo han cegado. Evita siempre seguir tu propio juicio y no decidas por ti mismo,<br />

sin pedir consejo. No te imagines ni juzgues que tus pensamientos son más razonables y<br />

más justos que los de tu superior, no te constituyas en censor de sus acciones, un censor que tan<br />

frecuentemente se engañó. Eso es una astucia del Maligno para obstaculizar la sumisión confiada<br />

en todo y la salvación que ella causa con seguridad. Descansa en esa sumisión, y seguirás sin<br />

peligro ni engaño el camino de los Padres. Esfuérzate en todo y vence tu voluntad. Cuando, por<br />

la gracia de Cristo, hayas adquirido la costumbre de vencerte, lo harás sin esfuerzo y sin trabajo.<br />

Así, todo sucederá según tu deseo, ya que no querrás más que las cosas sean como tú quieres,<br />

sino que las querrás como ellas son, y de este modo estarás en paz con todos. Esto al menos en<br />

las cosas que no implican la violación de un mandamiento de Dios o de los Padres. Lucha por<br />

hallar en todo algo que censurarte a ti mismo y mantén firme la “apsefistón” con ciencia. Cree<br />

que todo lo que nos concierne, hasta los más pequeños detalles, depende de la Providencia de<br />

Dios, y soportarás sin turbarte lo que te suceda. Cree que el desprecio y los ultrajes son para tu<br />

alma remedios a tu orgullo y ora por quienes te maltratan, pues son verdaderos médicos para ti.<br />

Persuádete de que quien detesta la humillación, detesta la humildad, y que quien huye de las<br />

personas irritantes, huye de la mansedumbre. No trates de conocer el mal de tu prójimo y no<br />

aceptes sospechas contra él. Si la malicia humana te incita a ellas, apresúrate a transformarlas en<br />

un buen pensamiento. Da gracias por todo, y conserva la bondad y la santa caridad.<br />

Ante todo, guardemos todos nuestra conciencia en todos los puntos, respecto a Dios, respecto<br />

al prójimo y a las cosas materiales. Antes de decir o hacer algo, examinemos con cuidado si es<br />

conforme a la voluntad de Dios. Luego, después de haber orado, hablemos o obremos, y pongamos<br />

ante Dios nuestra impotencia. Y que su bondad nos acompañe en todo.<br />

3. Al que tiene el cargo de procurador<br />

188. Si no quieres caer en la ira y el rencor, guárdate de todo apego a las cosas materiales, no<br />

revindiques como tuyo el más mínimo objeto, y no lo desprecies tampoco como si fuera insignificante<br />

o sin valor. Dalo si te lo piden, y no te perturbes si lo rompen o lo destruyen por negligencia<br />

o desprecio. Debes actuar así, no como despreciando los bienes del monasterio, porque<br />

tienes el deber de cuidarte de ellos con todas tus fuerzas y con todo el celo, sino para guardar tu<br />

paz y tu serenidad, haciendo siempre ante Dios lo que te es posible. Lo alcanzarás si administras<br />

esos bienes, no como si fueran tuyos, sino como consagrados a Dios, y sólo confiados a tu cuidado;<br />

esto, en efecto, dispone, por una parte, a no apegarse a ellos, como he dicho, y de otra<br />

parte a no despreciarlos. Si no prestas atención a esto, estate seguro de que no cesarás de turbarte<br />

y de turbar a los demás.<br />

87


4. Al mismo<br />

189. Pregunta: Mi espíritu se alegra de tus palabras y quisiera hallarme en esas disposiciones.<br />

¿De dónde proviene que no me encuentro así en el momento de actuar?<br />

Respuesta: Es porque tú no las meditas sin cesar. Si quieres tenerlas en el momento oportuno,<br />

medítalas constantemente, insiste, y pon tu confianza en Dios de que progresarás. Une la oración<br />

a la meditación. Cuida los enfermos, ante todo para adquirir así la compasión, como lo he dicho<br />

muchas veces, luego, para que Dios suscite alguien para cuidarte cuando estés tú enfermo, porque<br />

“con la medida con que midáis seréis medidos”. Cuando te ocupes en hacer algo en conciencia<br />

según tus fuerzas, debes saber y persuadirte de que no conoces todavía el camino verdadero,<br />

y debes aceptar sin turbarte, sin pena y con gozo de que se te diga que te has equivocado en lo<br />

que pensabas hacer en conciencia. Porque el juicio de quienes son ciertamente más sabios que<br />

tú, corrige lo que es defectuoso o da seguridad a lo que está bien hecho. Esfuérzate por progresar<br />

para que, si te sucede una prueba corporal o espiritual, seas capaz de soportarla con paciencia,<br />

sin turbación ni agobio. Si se te acusa de haber hecho una cosa que tú no has hecho, no te<br />

turbes ni te irrites en modo alguno. Haz inmediatamente una metania al que te habla, diciéndole<br />

humildemente: “Perdóname y ora por mí”. Luego guarda silencio, como dicen los Padres. Si se<br />

te pregunta: “¿Es eso verdad o no?”, haz una metania con humildad y di con toda verdad lo que<br />

hay. Después de haber hablado, haz de nuevo una humilde metania y di de nuevo: “Perdóname<br />

y ora por mí”.<br />

5. Al mismo<br />

190. Pregunta: ¿Qué he de hacer, pues no tengo esa igualdad de ánimo en las relaciones con<br />

los hermanos?<br />

Respuesta: No puedes tenerla todavía. Esfuérzate al menos por no ofenderte en nada, por no<br />

juzgar a nadie, por no hablar mal de nadie, por no ocuparte de ninguna palabra, acción o gesto<br />

de un hermano que no te sea útil. Trata más bien de edificarte con todo. No busques aparecer en<br />

lo que dices o haces, y no desees la vanagloria. Guarda la libertad en tu conducta y en tus palabras,<br />

hasta en el más pequeño detalle. Ten presente que si alguien, combatido o atormentado por<br />

un pensamiento apasionado, lo pone en obra, endurece la pasión en sí, porque le da poder para<br />

combatirle y atormentarle más. Si al contrario, lucha y se opone a su pensamiento, obrando en<br />

contra de lo que él le sugiere, como he dicho con frecuencia, la pasión se debilita y se hace<br />

impotente para combatirle y atormentarle. Así, poco a poco, luchando con el auxilio de Dios,<br />

domina la pasión misma.<br />

6. Al mismo<br />

191. Pregunta: ¿Por qué el abad Poemen dice que hay tres cosas capitales: temer al Señor,<br />

orar al Señor y hacer bien al prójimo?<br />

Respuesta: El anciano dijo primero: “Temer al Señor”, porque el temor de Dios precede a<br />

toda virtud, por ser el temor del Señor el comienzo de la sabiduría (Sal 110,10), y también<br />

porque sin temor de Dios nadie logra adquirir una virtud ni hacer le menor bien, ya que “es<br />

siempre por el temor del Señor que uno se aparta del mal” (Pr 16,6).<br />

88


Luego dice el anciano, “orar al Señor”, porque, sin el auxilio de Dios, el hombre no puede ni<br />

adquirir una virtud ni realizar otro bien alguno, aunque, temiendo a Dios, lo quiera y se aplique<br />

en ello. Es preciso absolutamente nuestro esfuerzo y la colaboración de Dios. El hombre tiene,<br />

pues, siempre necesidad de orar para pedir a Dios que le ayude y que coopere con él en todo lo<br />

que hace.<br />

En fin, “hacer bien al prójimo” es la caridad. Ahora bien, quien teme al Señor y ora a Dios,<br />

es sólo útil para sí mismo. Por otra parte, toda virtud llega a la perfección por la caridad para<br />

con el prójimo. Por eso el anciano añade: “Hacer bien al prójimo”. Aunque se tema a Dios y se<br />

ore, se debe también ser útil al prójimo y hacerle bien. Porque en eso consiste, lo repito, practicar<br />

la caridad, que es la perfección de las virtudes, según la palabra del santo Apóstol (Rm<br />

13,10; 1 Co 13,13).<br />

7. A un hermano que le había preguntado sobre la insensibilidad del alma y el enfriamiento<br />

de la caridad<br />

192. Hermano, contra la insensibilidad del alma es útil leer continuamente las sagradas Escrituras,<br />

como también las sentencias “catanícticas” de los Padres teóforos, y guardar el pensamiento<br />

de los temibles juicios de Dios, y acordarse de que el alma saldrá del cuerpo y encontrará<br />

las terribles Potencias con las que hubo cometido el mal en esta corta y miserable vida y que<br />

tendrá también que comparecer ante el tribunal espantoso e incorruptible de Cristo, para dar<br />

cuenta ante Dios, ante todos sus ángeles y todas las criaturas, no sólo de sus acciones, sino incluso<br />

de las palabras y los pensamientos. Recuerda también constantemente las palabras que dirá<br />

el Juez temible y justo a quienes se encontrarán a su izquierda: “Alejaos de mí, malditos, id al<br />

fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles”. También es bueno acordarse de las grandes<br />

tribulaciones humanas, porque incluso el alma dura e insensible se esforzará por ablandarse y<br />

darse cuenta de su propia miseria.<br />

En cuanto al debilitamiento de tu caridad fraterna, proviene de que acoges los pensamientos<br />

de sospecha, te fías de tu propio corazón y no quieres sufrir nada contra tu voluntad. Debes,<br />

pues, en primer lugar, con la ayuda de Dios, no hacer caso alguno de tus sospechas y aplicarte<br />

con todas tus fuerzas a humillarte ante los hermanos y vencer tu voluntad propia en favor de<br />

ellos. Si uno de ellos te injuria o te aflige de otro modo, ora por él, como han dicho los Padres,<br />

con el pensamiento de que eso te proporciona grandes beneficios y es un médico que cura en ti<br />

el amor del placer. Así se sosegará tu ira, por ser la caridad, según los santos Padres, “un freno<br />

para la ira”. Pero ante todo, suplica a Dios que te dé un espíritu despierto y lúcido, para conocer<br />

“el bien que él quiere junto con la fuerza para estar preparado para toda obra buena.<br />

8. A un hermano atormentado por una tentación<br />

193. Hijo mío, ante todo ignoramos los designios de Dios y debemos abandonarle el gobierno<br />

de nosotros mismos; eso es lo debemos hacer sobre todo ahora. Si quieres juzgar con razonamientos<br />

humanos lo que se presenta, en vez de arrojar en Dios tu preocupación, te complicas la<br />

vida. Cuando vienen a atormentarte pensamientos contrarios, debes clamar a Dios: “Señor,<br />

como quieras y como sabes, arregla tú el asunto”. Porque la Providencia de Dios hace muchas<br />

cosas contrariamente a nuestros pensamientos y nuestras esperanzas, y lo que se esperaba de una<br />

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manera, por experiencia se ve presentarse de otro modo. Brevemente, en el momento de la<br />

tentación hay que permanecer paciente, orar, no querer o creer que dominaremos, como he<br />

dicho, los pensamientos demoníacos con razonamientos humanos. El abad Poemen, que lo sabía,<br />

afirmaba que el consejo de “no preocuparse del día de mañana”, se dirigía a un hombre tentado.<br />

Convencido de que eso es verdad, abandona, hijo mío, todo pensamiento personal, por prudente<br />

que sea, y mantén firme la esperanza en Dios “que obra infinitamente más de lo que pedimos o<br />

concebimos” (Ef 3,20). Podría responder a todo lo que decías, pero no quiero discutir contigo,<br />

ni tampoco conmigo mismo; prefiero que permanezcas en el camino de la esperanza en Dios,<br />

porque ese camino está más libre de preocupaciones y es más seguro. Que el Señor esté contigo.<br />

9. Al mismo<br />

194. Hijo mío, acuérdate del que dijo: “Es por muchas tribulaciones como tenemos que entrar<br />

en el Reino de los cielos “. No precisó: tales y tales tribulaciones, sino que dijo de una<br />

manera indeterminada: “Por muchas tribulaciones”. Soporta, pues, las que te sobrevienen, con<br />

acción de gracias, con ciencia, para hacerte agradable, si tienes pecados; si no los tienes, para<br />

purificarte de las pasiones o procurarte el Reino de los cielos. El Dios bueno y amigo de las<br />

almas, que, al mandar al viento y al mar, produjo una gran calma, mandará también a tu tentación,<br />

hijo mío. Que él te conceda abertura de espíritu para conocer las perversidades del enemigo.<br />

Amén.<br />

10. A un hermano aquejado por una prolongada enfermedad y por diversas desgracias<br />

195. Hijo mío, te lo pido: sé paciente y da gracias por todos los enojos que te sobrevienen en<br />

la enfermedad, conforme a esta palabra: Acepta todo lo que te sucede como un bien, para que la<br />

intención de la Providencia se realice en ti de acuerdo con su voluntad, hijo mío. Sé animoso,<br />

encuentra fuerza en el Señor y en sus designios para contigo. Dios esté contigo.<br />

11. A un hermano en la tentación<br />

196. La paz sea contigo en Jesucristo, hermano. Convéncete bien de que has dado ciertamente<br />

motivo para la tentación, aunque por el momento no encuentres la causa de ella. Censúrate, sé<br />

paciente y ora. Tengo confianza en que la ternura de Jesucristo, en su bondad, alejará la tentación.<br />

El Apóstol dice: “La paz de Dios, que sobrepasa toda inteligencia, guardará vuestros<br />

corazones” (Flp 4,7).<br />

12. Al mismo<br />

197. No te extrañes, hijo mío, si, en el camino que conduce hacia las cimas, caes en las espinas<br />

y a veces en el lodo, para encontrar luego el camino llano. Quienes se encuentran en el combate,<br />

caen y hacen caer a su vez. “La vida del hombre en la tierra, ha dicho el gran Job, ¿no es un<br />

tiempo de prueba?” (Jb 7,1). Otro santo declara: “El hombre que no fue probado, no está seguro”.<br />

Somos probados en el ejercicio de la fe, para que se conozca nuestro valor y aprendamos a<br />

combatir. “Es por muchas tribulaciones, dijo el Señor, como nos es preciso entrar en el Reino<br />

de los cielos” (Hch 14,22). Que la esperanza del término sea nuestro auxilio en medio de todos<br />

los acontecimientos. El santo Apóstol dice para purificarnos en la paciencia: “Dios es fiel: no<br />

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permitirá que seáis tentados más allá de vuestras fuerzas. Junto con la tentación dará los medios<br />

que os permitirán resistir” (1 Co 10,13). Que nuestro Señor, que es la Verdad, te consuele con<br />

estas palabras: “Tendréis que sufrir en el mundo, pero ¡ánimo!, yo vencí al mundo” (Jn 16,33).<br />

Medita esto constantemente. Acuérdate del Señor, y su bondad, hijo mío, te acompañará en<br />

todo, porque él es misericordia y conoce nuestra incapacidad. De nuevo él mandará a las olas y<br />

obrará la calma en tu alma, por las oraciones de sus santos.<br />

13. Al mismo<br />

198. Como las sombras siguen a los cuerpos, así las tentaciones siguen a los mandamientos.<br />

Como dice el gran Antonio, “nadie entrará en el Reino de los cielos sin haber sido tentado”. No<br />

te extrañes, pues, hijo mío, si, al ocuparte de tu salvación, encuentras de nuevo tentaciones y<br />

tribulaciones. Sé paciente simplemente sin turbarte y ora dando gracias de haber merecido ser<br />

probado respecto al mandamiento, para que tu alma sea ejercitada y su valor sea reconocido.<br />

Que el buen Dios te conceda la gracia de permanecer vigilante y paciente en el momento de la<br />

tentación.<br />

14. Al mismo<br />

199. El abad Poemen pensó justamente que el consejo de “no preocuparse del día de mañana”<br />

se dirigía a un hombre en la tentación. La palabra: “Arroja tu preocupación en el Señor”, se<br />

refiere a la misma situación. Aléjate, pues, hijo mío, de los pensamientos humanos y mantén<br />

firme la esperanza en Dios, que realiza mucho más de lo que imaginamos, y la esperanza en<br />

Dios te procurará el reposo. Que el Señor te ayude, hijo mío, por la oración de los santos. Tenemos<br />

que mantener alejados esos pensamientos, nosotros que no tenemos seguridad en la vida de<br />

mañana.<br />

15. Al mismo<br />

200. Somos la obra y la hechura de un Dios bueno y amigo de los hombres, que dijo: “Soy<br />

vivo, dice el Señor: no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva”. Y también:<br />

“No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” a la penitencia. Si esto es así y<br />

lo creemos, arrojemos en el Señor nuestra preocupación y él nos alimentará (Sal 54,23), es decir<br />

nos salvará. Porque él tiene cuidado de nosotros. Él consolará tu corazón, hijo mío, por las<br />

oraciones de los santos. Amén.<br />

16. A un hermano enfermo que tenía diversos pensamientos respecto a quienes se ocupaban<br />

de sus necesidades<br />

201. En nombre de Jesucristo, hermano, no tenemos derecho alguno sobre nuestro prójimo.<br />

Por caridad debemos superar y soportar esto. Nadie dice al prójimo: “¿Por qué no me amas?”<br />

Pero, haciendo él lo que promueve la caridad, impulsa al prójimo a la caridad. Cuanto a las<br />

necesidades corporales, si alguien merece ser aliviado, Dios inspirará incluso en el corazón de<br />

los sarracenos para que sean misericordiosos con él según lo necesite. Si no lo merece o si, para<br />

su corrección, no le es útil ser consolado, aunque se hiciera un nuevo cielo y una nueva tierra,<br />

no encontraría reposo. Por otra parte, decir que tú eres una carga para los hermanos, es recono-<br />

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cer una pretensión de justicia. Porque cuando uno ocasiona al prójimo, que quiere salvarse, el<br />

cumplimiento de un mandamiento de Dios, no se dice: “Yo le soy una carga”. Quien detesta las<br />

personas irritantes, detesta la mansedumbre. Quien huye de los fastidiosos, huye del descanso en<br />

Cristo. Que el buen Dios, hijo mío, nos proteja con su gracia por las oraciones de los santos.<br />

Amén.<br />

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