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ASTURIAS MIGUEL ANGEL. Senor Presidente

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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />

E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />

XXIV<br />

Casa de mujeres malas<br />

—¡Indi-pi, a pa!<br />

—¿Yo-po? Pe-pe, ro-po, chu-pu, la-pa...,<br />

—¿Quitín-qué?<br />

—¡Na-pa, la-pa!<br />

—¡Na-pa, la-pa!<br />

—... ¡Chu-jú!<br />

—¡Cállense, pues, cállense! ¡Qué cosas! Que desde que Dios amanece han de estar ahí<br />

chalaca, chalaca; parecen animales que no entienden —gritó la Diente de Oro.<br />

Vestía su excelencia blusa negra y naguas moradas y rumiaba la cena en un sillón de cuero<br />

detrás del mostrador de la cantina.<br />

Pasado un rato, habló a una criada cobriza de trenzas apretadas y lustrosas:<br />

—¡Ve, Pancha, diciles a las mujeres que se vengan para acá; no es ése el modo, va a venir<br />

gente y ya deberían estar aquí aplastadas! ¡Siempre hay que andar arriando a éstas, por la<br />

gran chucha!<br />

Dos muchachas entraron corriendo en medias.<br />

—¡Quietas ustedes! ¡Consuelo! ¡Ah, qué bonitas las chiquitillas! ¡Chu-Malía, con sus<br />

juegos!... Y mirá, Adelaida —¡Adelaida, se te está hablando!—, si viene el mayor es bueno que<br />

le quités la espada en prenda de lo que nos debe. ¿Cuánto debe a la casa, vos, jocicón?<br />

—Nuevecientos cabales, más treinta y seis que le di anoche —contestó el cantinero.<br />

—Una espada no vale tanto: bueno..., ni que fuera de oro, pero pior es nalgas. ¡Adelaida!,<br />

¿es con la paré, no es con vos, verdá?<br />

—Sí, doña Chón, si ya oí... —dijo entre risa y risa Adelaida Peñal, y siguió jugando con su<br />

compañera, que la tenía cogida por el moño.<br />

El surtido de mujeres de El Dulce Encanto ocupaba los viejos divanes en silencio. Altas,<br />

bajas, gordas, flacas, viejas, jóvenes, adolescentes, dóciles, hurañas, rubias, pelirrojas, de<br />

cabellos negros, de ojos pequeños, de ojos grandes, blancas, morenas, zambas. Sin parecerse,<br />

se parecían; eran parecidas en el olor; olían a hombre, todas olían a hombre, olor acre de<br />

marisco viejo. En las camisitas de telas baratas les bailaban los senos casi líquidos. Lucían, al<br />

sentarse despernancadas, los caños de las piernas flacas, las ataderas de colores gayos, los<br />

calzones rojos a las veces con tira de encaje blanco, o de color salmón pálido y remate de<br />

encaje negro.<br />

La espera de las visitas las ponía irascibles. Esperaban como emigrantes, con ojos de<br />

reses, amontonadas delante de los espejos. Para entretener la nigua, unas dormían, otras<br />

fumaban, otras devoraban pirulíes de menta, otras contaban en las cadenas de papel azul y<br />

blanco del adorno del techo, el número aproximado de cagaditas con lentitud y sin decoro.<br />

Casi todas tenían apodo. Mojarra llamaban a la de ojos grandes; si era de poca estatura,<br />

Mojarrita, y si ya era tarde y jamona, Mojarrona. Chata, a la de nariz arremangada; Negra, a<br />

la morena; Prieta, a la zamba; China, a la de ojos oblicuos; Canche, a la de pelo rubio;<br />

Tartaja, a la tartamuda.<br />

Fuera de estos motes corrientes, había la Santa, la Marrana, la Patuda, la Mielconsebo, la<br />

Mica, la Lombriz, la Paloma, la Bomba, la Sintripas, la Bombasorda.<br />

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