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ASTURIAS MIGUEL ANGEL. Senor Presidente

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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />

E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />

Por señas —ya las tres gracias, sin saber por qué, tampoco osaban hablar— le dijeron a la<br />

cocinera que salía de la cárcel, poniendo una mano sobre la otra en forma de reja.<br />

—¡Gallina pu... erca! —continuó aquélla. Y cuando las otras se marcharon, añadió—:<br />

¡Veneno te diera yo en lugar de comida! ¡Aquí está tu bocadito! ¡Aquí..., tomá..., tomá...!<br />

Y le propinó una serie de golpes en la espalda con el asador.<br />

Fedina se tendió por tierra con su muertecito sin abrir los ojos ni responder. Ya no lo<br />

sentía de tanto llevarlo en la misma postura. La Calvario iba y venía vociferando y<br />

persignándose.<br />

En una de tantas vueltas y revueltas sintió mal olor en la cocina. Regresaba del lavadero<br />

con un plato. Sin detenerse en pequeñas dio de puntapiés a Fedina gritando:<br />

—¡La que jiede es esta podrida! ¡Vengan a sacarla de aquí! ¡Llévensela de aquí! ¡Yo no la<br />

quiero aquí!<br />

A sus gritos alborotadores vino doña Chón y entre ambas, a la fuerza, como quebrándoles<br />

las ramas a un árbol, le abrieron los brazos a la infeliz que, al sentir que le arrancaban a su<br />

hijo, peló los ojos, soltó un alarido y cayó redonda.<br />

—El niño es el que jiede. ¡Si está muerto! ¡Qué bárbara!... —exclamó doña Manuela. La<br />

Diente de Oro no puso soplar palabra y mientras las prostitutas invadían la cocina, corrió al<br />

teléfono para dar parte a la autoridad. Todas querían ver y besar al niño, besarlo muchas<br />

veces, y se lo arrebataban de las manos, de las bocas. Una máscara de saliva de vicio cubrió la<br />

carita arrugada del cadáver, que ya olía mal. Se armó la gran lloradera y el velorio. El mayor<br />

Farfán intervino para lograr la autorización de la policía. Se desocupó una de las alcobas<br />

galantes, la más amplia; quemóse incienso para quitar a los tapices la hedentina de esperma<br />

viejo; doña Manuela quemó brea en la cocina, y en un charol negro, entre flores y linos, se<br />

puso al niño todo encogido, seco, amarillento, como un germen de ensalada china...<br />

A todas se les había muerto aquella noche un hijo. Cuatro cirios ardían. Olor de tamales y<br />

aguardiente, de carnes enfermas, de colillas y orines. Una mujer medio borracha, con un seno<br />

fuera y un puro en la boca, que tan pronto lo masticaba como lo fumaba, repetía, bañada en<br />

lágrimas:<br />

¡Dormite, niñito,<br />

cabeza de ayote,<br />

que si no te dormís<br />

te come el coyote!<br />

¡Dormite, mi vida,<br />

que tengo que hacer,<br />

lavar los pañales,<br />

sentarme a coser!<br />

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