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ASTURIAS MIGUEL ANGEL. Senor Presidente

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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />

E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />

Algunos clientes, casi todos militares, pernoctaban en los salones del prostíbulo.<br />

—¿Qui-horas, son, vos? —gritó doña Chón de entrada al cantinero.<br />

Uno de los militares respondió:<br />

—Las seis y veinte, doña Chompipa...<br />

—¿Aquí estás vos, cuque buruque? ¡No te había visto!<br />

—Y veinticinco son en este reloj... —interpuso el cantinero.<br />

La nueva fue la curiosidad de todos. Todos la querían para esa noche. Fedina seguía en su<br />

obstinado silencio de tumba, con el cadáver de su hijo cubierto entre sus brazos, sin alzar los<br />

párpados, sintiéndose fría y pesada como piedra.<br />

—Vean —ordenó la Diente de Oro a las tres jóvenes gracias—; llévenla a la cocina para<br />

que la Manuela le dé un bocado, y hagan que se vista y se peine un poco.<br />

Un capitán de artillería, de ojos zarcos, se acercó a la nueva para hurgarle las piernas.<br />

Pero una de las tres gracias la defendió. Mas luego otro militar se abrazó a ella, como al<br />

tronco de una palmera, poniendo los ojos en blanco y mostrando sus dientes de indio<br />

magníficos, como n perro junto a la hembra en brama. Y la besó después, restregándole los<br />

labios aguardentosos en la mejilla helada y salobre de llanto seco. ¡Cuánta alegría de cuartel y<br />

de burdel! El calor de las rameras compensa el frío ejercicio de las balas.<br />

—¡Ve, cuque buruque, calientamicos, estate quieto!... —intervino doña Chón, poniendo<br />

fin a tanto desplante—. ¡Ah, sí, ¿verdá?, será cosa de echarle chachaguate...!<br />

Fedina no se defendió de aquellos manipuleos deshonestos, contentándose con apretar los<br />

párpados y cerrar los labios para librar su ceguera y su mutismo de tumba amenazados, no<br />

sin oprimir contra su oscuridad y su silencio, exprimiéndolo, el despojo de su hijo, que<br />

arrullaba todavía como un niño dormido.<br />

La pasaron a un patio pequeño donde la tarde se ahogaba en una pila poco a poco. Oíanse<br />

lamentos de mujeres, voces quebradizas, frágiles, cuchicheos de enfermas o colegialas, de<br />

prisioneras o monjas, risas falsas, grititos raspantes y pasos de personas que andan en medias.<br />

De una habitación arrojaron una baraja que se regó en abanico por el suelo. No se supo quién.<br />

Una mujer, con el cabello en desorden, sacó la cara por una puertecita de palomar y<br />

volviéndose a la baraja, como a la fatalidad misma, se enjugó una lágrima en la mejilla<br />

descolorida.<br />

Un foco rojo alumbraba la calle en la puerta de El Dulce Encanto. Parecía la pupila<br />

inflamada de una bestia. Hombres y piedras tomaban un tinte trágico. El misterio de las<br />

cámaras fotográficas. Los hombres llegaban a bañarse en aquella lumbrarada roja, como<br />

variolosos para que no les quedara la cicatriz. Exponían sus caras a la luz con vergüenza de<br />

que los vieran, como bebiendo sangre, y se volvían después a la luz de las calles, a la luz<br />

blanca del alumbrado municipal, a la luz clara de la lámpara hogareña con la molestia de<br />

haber velado una fotografía.<br />

Fedina seguía sin darse cuenta de nada de lo que pasaba, con la idea de su inexistencia<br />

para todo lo que no fuera su hijo. Los ojos más cerrados que nunca, así mismo los labios, y el<br />

cadáver siempre contra sus senos pletóricos de leche. Inútil decir todo lo que hicieron sus<br />

compañeras para sacarla de aquel estado antes de llegar a la cocina.<br />

La cocinera, Manuela Calvario, reinaba desde hacía muchos años entre el carbón y la<br />

basura de El Dulce Encanto y era una especie de Padre Eterno sin barbas y con los fustanes<br />

almidonados. Los carrillos fláccidos de la respetable y gigantesca cocinera se llenaron de una<br />

sustancia aeriforme que pronto adquirió forma de lenguaje al ver aparecer a Fedina.<br />

—¡Otra sinvergüenza!... Y ésta, ¿de dónde sale?... ¿Y qué es lo que trae ahí tan<br />

agarrado...?<br />

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