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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />
E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />
vivísimos colores, medias rojas, zapatos amarillos de tacón exageradamente alto, las enaguas<br />
arriba de las rodillas, dejando ver el calzón de encajes largos y sucios, y la blusa descotada<br />
hasta el ombligo. El peinado que llamaban colochera Luis XV, consistente en una gran<br />
cantidad de rizos mantecosos, que de un lado a otro recogía un listón verde o amarillo; el<br />
color de las mejillas, que recordaba los focos eléctricos rojos de las puertas de los prostíbulos.<br />
La vieja vestida de negro con pañolón morado, pujó al apearse del carruaje, asiéndose a una<br />
de las loderas con la mano regordeta y tupida de brillantes.<br />
—Que se espere el carruaje, ¿verdad, Niña Chonita? —preguntó la más joven de las tres<br />
jóvenes gracias, alzando la voz chillona, como para que en la calle desierta la oyeran las<br />
piedras.<br />
—Sí, pues, que se espere aquí —contestó la vieja.<br />
Y entraron las cuatro a la Casa Nueva, donde la portera las recibió con fiestas.<br />
Otras personas esperaban en el zaguán inhospitalario.<br />
—Ve, Chinta, ¿está el secretario?... —interrogó la vieja a la portera.<br />
—Si, doña Chón, acaba de venir.<br />
—Decíle, por vida tuya, que si me quiere recibir, que le traigo una ordencita que me<br />
precisa mucho.<br />
Mientras volvía la portera, la vieja se quedó callada. El ambiente, para las personas de<br />
cierta edad, conservaba su aire de convento. Antes de ser prisión de delincuentes había sido<br />
cárcel de amor. Mujeres y mujeres. Por sus murallones vagaba, como vuelo de paloma, la voz<br />
dulce de las teresas. Si faltaban azucenas, la luz era blanca, acariciadora, gozosa, y a los<br />
ayunos y cilicios sustituían los espineros de todas las torturas florecidos bajo el signo de la<br />
cruz y de las telarañas.<br />
Al volver la portera, doña Chón pasó a entenderse con el secretario. Ya ella había hablado<br />
con la directora. El Auditor de Guerra mandaba a que le entregaran, a cambio de los diez mil<br />
pesos —lo que no decía—, a la detenida Fedina de Rodas, quien, a partir de aquel momento,<br />
haría alta en El Dulce Encanto, como se llamaba el prostíbulo de doña Chón Diente de Oro.<br />
Dos toquidos como dos truenos resonaron en el calabozo donde seguía aquella infeliz<br />
acurrucada con su hijo, sin moverse, sin abrir los ojos, casi sin respirar. Sobreponiéndose a su<br />
conciencia, ella hizo como que no oía. Los cerrojos lloraron entonces. Un quejido de viejas<br />
bisagras oxidadas prolongóse como lamentación en el silencio. Abrieron y la sacaron a<br />
empellones. Ella apretaba los ojos para no ver la luz —las tumbas son oscuras por dentro—.<br />
Y así, a ciegas, con el tesoro de su muertecito apretado contra su corazón, la sacaron. Ya era<br />
una bestia comprada para el negocio más infame.<br />
—¡Se está haciendo la muda!<br />
—¡No abre los ojos por no vernos!<br />
—¡Es que debe tener vergüenza!<br />
—¡No querrá que le despierten a su, hijo!<br />
Por el estilo eran las reflexiones que la Chón Diente de Oro y las tres jóvenes gracias se<br />
hicieron en el camino. El carruaje rodaba por las calles desempedradas produciendo un ruido<br />
de todos los diablos. El auriga, un español con aire de quijote, enflaquecía a insultos los<br />
caballos, que luego, como era picador, le servirían en la plaza de toros. Al lado de éste hizo<br />
Niña Fedina el corto camino que separaba la Casa Nueva de las casas malas, como en la<br />
canción, en el más absoluto olvido del mundo que la rodeaba, sin mover los párpados, sin<br />
mover los labios, apretando a su hijo con todas sus fuerzas.<br />
Doña Chón se detuvo a pagar el carruaje. Las otras, mientras tanto, ayudaron a bajar a<br />
Fedina y con manos afables de compañeras, a empujoncitos, la fueron entrando a El Dulce<br />
Encanto.<br />
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