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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />
E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />
El Auditor estuvo un momento sin saber qué actitud debía tomar. Lo desarmaban la<br />
tranquilidad de Vásquez, su voz de guitarrilla, sus ojos de lince. Para ganar tiempo, volvióse<br />
al amanuense:<br />
—Escriba...<br />
Y con voz trémula agregó:<br />
—Escriba que Lucio Vásquez declara que él asesinó al Pelele, con la complicidad de<br />
Genaro Rodas.<br />
—Si ya está escrito —respondió el amanuense entre clientes.<br />
—Lo que veo —objetó Lucio, sin perder la calma, y con un tonito zumbón que hizo<br />
morderse los labios al Auditor— es que el Licenciado no sabe muchas cosas. ¿A qué viene esta<br />
declaración? No hay duda que yo me iba a manchar las manos por un baboso así...<br />
—¡Respete al tribunal, o lo rompo!<br />
—Lo que le estoy diciendo lo veo muy en su lugar. Le digo que yo no iba a ser tan orejón<br />
de matar a ése por el placer de matarlo, y que al obrar así obedecía órdenes expresas del<br />
Señor <strong>Presidente</strong>...<br />
—¡Silencio! ¡Embustero! ¡Ja...! ¡Aliviados estábamos!<br />
Y no concluyó la frase porque en ese momento entraban los carceleros a Rodas colgando<br />
de los brazos, con los pies arrastrados por el suelo, como un trapo, como el lienzo de la<br />
Verónica.<br />
—¿Cuántos fueron? —preguntó el Auditor al alcaide, que sonreía al amanuense con el<br />
vergajo enrollado en el cuello como la cola de un mono.<br />
—¡Doscientos!<br />
—Pues...<br />
El amanuense sacó al Auditor del embarazo en que estaba: —Yo decía que le dieran otros<br />
doscientos... —murmuró juntando las palabras para que no le entendieran.<br />
El Auditor oyó el consejo:<br />
—Sí, alcaide; vea que le den otros doscientos, mientras yo sigo con éste.<br />
«¡Este será tu cara, viejo, cara de asiento de bicicleta!», pensó Vásquez.<br />
Los carceleros volvieron sobre sus pasos arrastrando la afligida carga, seguidos del<br />
capataz. En el rincón del suplicio le embrocaron sobre un petate. Cuatro le sujetaron las<br />
manos y los pies, y los otros le apalearon. El capataz llevaba la cuenta, Rodas se encogió a los<br />
primeros latigazos, pero ya sin fuerzas, no como cuando hace un momento le empezaron a<br />
pegar, que revolcábase y bramaba de dolor. En las varas de membrillo húmedas, flexibles de<br />
color amarillento verdoso, salían coágulos de sangre de las heridas de la primera tanda que<br />
empezaban a cicatrizar. Ahogados gritos de bestia que agoniza sin conciencia clara de su<br />
dolor fueron los últimos lamentos. Juntaba la cara al petate, áfono, con el gesto contraído y el<br />
cabello en desorden. Su queja acuchillante se confundía con el jadear de los carceleros que el<br />
capataz, cuando no pegaban duro, castigaba con la verga.<br />
—¡Aliviados estábamos, Lucio Vásquez, con que cada hijo de vecino que cometiese un<br />
acto delictuoso fuera a salir libre con sólo afirmar que había sido de orden del Señor<br />
<strong>Presidente</strong>! ¿Dónde está la prueba? El Señor <strong>Presidente</strong> no está loco para dar una orden así.<br />
¿Dónde está el papel en que consta que se le ordenó a usted proceder contra ese infeliz en<br />
forma tan villana y cobarde?<br />
Vásquez palideció, y, mientras buscaba la respuesta, se puso las manos temblorosas en los<br />
bolsillos del pantalón.<br />
—En los tribunales, ya sabe usted que cuando se habla es con el papel al canto; si no,<br />
¿adónde íbamos a parar? ¿Dónde está esa orden?<br />
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