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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />
E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />
XX<br />
Coyotes de la misma loma<br />
Genaro Rodas, que no había podido arrancarse de los ojos con el llanto la mirada del<br />
Pelele, compareció ante el Auditor baja la frente y sin ración de ánimo por las desgracias de<br />
su casa y por el desaliento que en el más templado deja la falta de libertad. Aquél mandó<br />
retirarle las esposas y, como se hace con un criado, le ordenó que se acercara.<br />
—Hijito —le dijo al cabo de un largo silencio que por sí sólo era una reconvención—, lo sé<br />
todo, y si te interrogo es porque quiero oír de tu propia boca cómo estuvo la muerte de ese<br />
mendigo en el Portal del Señor...<br />
—Lo que pasó... —rompió a hablar Genaro precipitadamente, pero luego se detuvo, como<br />
asustado de lo que iba a decir. —Sí, lo que pasó...<br />
—¡Ay, señor, por el amor de Dios, no me vaya a hacer nada! ¡Ay, señor! ¡Ay, no! ¡Yo le<br />
diré la verdad, pero por vida suya señor, no me vaya a hacer nada!<br />
—¡No tengás cuidado, hijito; la ley es severa con los criminales empedernidos, pero<br />
tratándose de un muchachote!... ¡Perdé cuidado, decime la verdad!<br />
—¡Ay, no me vaya a hacer nada, vea que tengo miedo!<br />
Y al hablar así se retorcía suplicante, como defendiéndose de una amenaza que flotaba en<br />
el aire contra él.<br />
—¡No, hombre!<br />
—Lo que pasó... Fue la otra noche, ya sabe usted cuándo. Esa noche yo quedé citado con<br />
Lucio Vásquez al costado de la Catedral, subiendo por onde los chinos. Yo, señor, andaba<br />
queriendo encontrar empleo y este Lucio me había dicho que me iba a buscar trabajo en la<br />
Secreta. Nos juntamos como se lo consigno y al encontrarnos, que qué tal, que aquí que allá,<br />
aquél me invitó a tomar un trago en una cantina que viene quedando arribita de La Plaza de<br />
Armas y que se llama El despertar del León. Pero ahí está que el trago se volvieron dos, tres,<br />
cuatro, cinco, y para no cansarlo...<br />
—Sí, sí... —aprobó el Auditor, al tiempo de volver la cabeza al amanuense pecoso que<br />
escribía la declaración del reo.<br />
—Entonces, usté verá, resultó con que no me había conseguido el empleo en la Secreta.<br />
Entonces le dije yo que no tuviera cuidado. Entonces resultó que... ¡ah, ya me acuerdo!, que él<br />
pagó los tragos. Y entonces ya salimos los dos juntos otra vez y nos fuimos para el Portal del<br />
Señor, donde Lucio me había dicho que estaba de turno en espera de un mudo con rabia que<br />
me contó después que tenía que tronarse. Tanto es así que yo le dije: ¡me zafo! Entonces nos<br />
fuimos para el Portal. Yo me quedé un poco atrás, ya para llegar. Él atravesó la calle paso a<br />
paso, pero al llegar a la boca del Portal salió volando. Yo corrí detrás de él creyendo que nos<br />
venían persiguiendo. Pero qué... Vásquez arrancó de la pared un bulto, era el mudo; el mudo;<br />
al sentirse cogido, gritó como si le hubiera caído una paré encima. Aquí ya fue sacando el<br />
revólver y, sin decirle nada, le disparó el primer tiro, luego otro... ¡Ay, señor, yo no tuve la<br />
culpa, no me vaya a hacer nada, yo no fui quien lo mató! Por buscar trabajo, señor..., vea lo<br />
que me pasa... Mejor me hubiera quedado de carpintero... ¡Quién me metió a querer ser<br />
policía!<br />
La mirada gélida del Pelele volvió a pegársele entre los ojos a Rodas. El Auditor, sin<br />
cambiar el gesto, oprimió en silencio un timbre. Se oyeron pasos y asomaron por una puerta<br />
varios carceleros precedidos de un alcaide.<br />
—Vea, alcaide, que le den doscientos palos a éste.<br />
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