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ASTURIAS MIGUEL ANGEL. Senor Presidente

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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />

E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />

XIX<br />

Las cuentas y el chocolate<br />

El Auditor de Guerra acabó de tomar su chocolate de arroz con una doble empinada de<br />

pocillo, para beberse hasta el asiento; luego se limpió el bigote color de ala de mosca con la<br />

manga de la camisa y, acercándose a la luz de la lámpara, metió los ojos en el recipiente para<br />

ver si se lo había bebido todo. Entre sus papelotes y sus códigos mugrientos, silencioso y feo,<br />

miope y glotón, no se podía decir, cuando se quitaba el cuello, si era hombre o mujer aquel<br />

Licenciado en Derecho, aquel árbol de papel sellado, cuyas raíces nutríanse de todas las clases<br />

sociales, hasta de las más humildes y miserables. Nunca, sin duda, vieran las generaciones un<br />

hambre tal de papel sellado. Al sacar los ojos del pocillo, que examinó con el dedo para ver si<br />

no había dejado nada, vio asomar por la única puerta de su escritorio a la sirvienta, espectro<br />

que arrastraba los pies como si los zapatos le quedaran grandes, poco a poco, uno tras otro,<br />

uno tras otro.<br />

—.Ya te bebiste el chocolate, dirés!<br />

—¡Sí, Dios te lo pague, estaba muy sabroso! A mí me gusta cuando por el tragadero le<br />

pasa a uno el pusunque.<br />

—¿Dónde pusiste la taza? —inquirió la sirvienta, buscando entre los libros que hacían<br />

sombra sobre la mesa.<br />

—¡Allí! ¿No la estás viendo?<br />

—Ahora que decís eso, mirá, ya estos cajones están llenos de papel sellado. Mañana, si te<br />

parece, saldré a ver qué se vende.<br />

—Pero que sea con modo, para que no se sepa. La gente es muy fregada.<br />

—¡Vos estás creyendo que no tengo dos dedos de frente! Hay como sobre cuatrocientas<br />

fojas a veinticinco centavos, como doscientas de a cincuenta... Las estuve contando mientras<br />

que se calentaban mis planchas ahora en la tardecita.<br />

Un toquido en la puerta de la calle le cortó la palabra a la sirvienta.<br />

—¡Qué manera de tocar, imbéciles! —respingó el Auditor. —Si así tocan siempre... A<br />

saber quién será... Muchas veces estoy yo en la cocina y hasta allá llegan los toquidotes...<br />

La sirvienta dijo estas últimas palabras ya para salir a ver quién llamaba. Parecía un<br />

paraguas la pobre, con su cabeza pequeña y sus enaguas largas y descoloridas.<br />

—¡Que no estoy! —le gritó el Auditor—. Y mirá, mejor si salís por la ventana...<br />

Transcurridos unos momentos volvió la vieja, siempre arrastrando los pies, con una carta.<br />

—Esperan contestación...<br />

El Auditor rompió el sobre de mal modo; pasó los ojos por la tarjetita que encerraba y<br />

dijo a la sirvienta con el gesto endulzado:<br />

—¡Que está recibida!<br />

Y ésta, arrastrando los pies, volvió a dar la respuesta al muchacho que había traído el<br />

mandado, y cerró la ventana a piedra y lodo.<br />

Tardó en volver; andaba bendiciendo las puertas. Nunca acababa de llevarse la taza sucia<br />

de chocolate.<br />

En tanto, aquél, arrellanado en el sillón, releía con sus puntos y sus comas la tarjetita que<br />

acababa de recibir. Era de un colega que le proponía un negocio. La Chón Diente de Oro —le<br />

decía el Licenciado Vidalitas—, amiga del Señor <strong>Presidente</strong> y propietaria de un acreditado<br />

establecimiento de mujeres públicas, vino a buscarme esta mañana a mi bufete, para decirme<br />

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