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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />
E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />
La respuesta fue siempre la misma; el interminable ladrar del perro. ¿Qué les hizo ella,<br />
que ella ignoraba, para que no le abrieran la puerta de su casa? Llamó de nuevo. Su<br />
esperanza renacía a cada aldabonazo. ¿Qué iba a ser de ella si la dejaban en la calle? De sólo<br />
pensarlo se le dormía el cuerpo. Llamó y llamó. Llamó con saña, como si diera de martillazos<br />
en la cabeza de un enemigo. Sentía los pies pesados, la boca amarga, la lengua como estropajo<br />
y en los dientes la bullidora picazón del miedo.<br />
Una ventana hizo ruido de rasguño y hasta se adivinaron voces. Todo su cuerpo se<br />
recalentó. ¡Ya salían, bendito sea Dios! Le agradaba separarse de aquel hombre cuyos ojos<br />
negros despedían fosforescencias diabólicas, como los de los gatos; de aquel individuo<br />
repugnante a pesar de ser bello como un ángel. En ese momentito, el mundo de la casa y el<br />
mundo de la calle, separados por la puerta, se rozaban como dos astros sin luz. La casa<br />
permite comer el pan en oculto —el pan comido en oculto es suave, enseña la sabiduría—;<br />
posee la seguridad de lo que permanece y apareja la consideración social, y es como retrato<br />
familiar, en el que el papá se esmera en el nudo de la corbata, la mamá luce sus mejores joyas<br />
y los niños están peinados con Agua Florida legítima. No así la calle, mundo de<br />
inestabilidades, peligroso, aventurado, falso como los espejos, lavadero público de suciedades<br />
de vecindario.<br />
¡Cuántas veces había jugado de niña en aquella puerta! ¡Cuántas otras, en tanto su papá y<br />
su tío Juan conversaban de sus asuntos, ya para despedirse, ella se había entretenido en mirar<br />
desde allí los aleros de las casas vecinas, recortados como lomos escamosos sobre el azul del<br />
cielo!<br />
—¿No oyó usted que salieron por esa ventana? ¿Verdad que sí? Pero no abren. O... nos<br />
equivocaríamos de casa... ¡Tendría gracia!<br />
Y soltando el tocador se bajó del andén para verle la cara a la casa. No se había<br />
equivocado. Sí que era la de su tío Juan «Juan Canales. Constructor», decía en la puerta una<br />
placa de metal. Como un niño, hizo pucheros y soltó el llanto. Los caballitos de sus lágrimas<br />
arrastraban desde lo más remoto de su cerebro la idea negra de que era verdad lo que afirmó<br />
Cara de Ángel al salir de El Tus-Tep. Ella no quería creerlo, aunque fuera cierto.<br />
La neblina vendaba las calles. Estuquería de natas con color de pulque y olor a verdolaga.<br />
—Acompáñame a casa de mis otros tíos; vamos primero a ver a mi tío Luis, si le parece.<br />
—Adonde usted diga...<br />
—Véngase, pues... —el llanto le caía de los ojos como una lluvia—; aquí no me han<br />
querido abrir...<br />
Y echaron adelante. Ella volviendo la cabeza a cada paso —no abandonaba la esperanza<br />
de que por último abrieran— y Cara de Ángel, sombrío. Ya vería don Juan Canales; era<br />
imposible que él dejara sin venganzas semejante ultraje. Cada vez más lejos, el perro seguía<br />
ladrando. Pronto desapareció todo consuelo. Ni el perro se oía ya. Frente al Cuño encontraron<br />
un cartero borracho. Iba arrojando las cartas a mitad de la calle como dormido. Casi no<br />
podía dar un paso. De vez en vez alzaba los brazos y reía con cacareo de ave doméstica, en<br />
lucha con los alambres de sus babas enredados en los botones del uniforme. Camila y Cara de<br />
Ángel, movidos por el mismo resorte, se pusieron a recogerle las cartas y a ponérselas en la<br />
mochila, advirtiéndole que no las botara de nuevo.<br />
—¡Mu... uchas gra... cias...; le es... digo... que mu... uchas... gra... cias!— deletreaba las<br />
palabras, recostado en un bastión del Cuño. Después, cuando aquéllos le dejaron, ya con las<br />
cartas en el bolso, se alejó cantando:<br />
¡Para subir al cielo<br />
se necesita,<br />
una escalera grande<br />
y una chiquita!<br />
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