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ASTURIAS MIGUEL ANGEL. Senor Presidente

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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />

E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />

La esposa de Rodas no sabía qué hacer. La palabras de aquel hombre endemoniado<br />

escondían una amenaza inmediata, tremenda, algo así como la muerte. La temblaban las<br />

mandíbulas, los dedos, las piernas... Al que le tiemblan los dedos diríase que ha sacado los<br />

huesos, y que sacude como guantes, las manos. Al que le tiemblan las mandíbulas sin poder<br />

hablar está telegrafiando angustias. Y al que le tiemblan las piernas va de pie en un carruaje<br />

que arrastran, como alma que se lleva el diablo, dos bestias desbocadas.<br />

—¡Señor! —imploró.<br />

—¡Vea que no es juguete! ¡A ver, pronto! ¿Dónde está el general? Una puerta se abrió a lo<br />

lejos para dar paso al llanto de un niño. Un llanto caliente, acongojado...<br />

—¡Hágalo por su hijo!<br />

Ni bien el auditor había dicho así y la Niña Fedina, erguida la cabeza, buscaba por todos<br />

lados a ver de dónde venía el llanto.<br />

—Desde hace dos horas está llorando, y es en balde que busque dónde está... ¡Llora de<br />

hambre y se morirá de hambre si usted no me dice el paradero del general!<br />

Ella se lanzó por una puerta, pero le salieron al paso tres hombres, tres bestias negras que<br />

sin gran trabajo quebraron sus pobres fuerzas de mujer. En aquel forcejeo inútil se le soltó el<br />

cabello, se le salió la blusa de la faja y se le desprendieron las enaguas. Pero qué le importaba<br />

que los trapos se le cayeran. Casi desnuda volvió arrastrándose de rodillas a implorar del<br />

Auditor que le dejara dar el pecho a su mamoncito.<br />

—¡Por la Virgen del Carmen, señor —suplicó abrazándose al zapato del licenciado—; sí,<br />

por la Virgen del Carmen, déjeme darle de mamar a mi muchachito; vea que está que ya no<br />

tiene fuerzas para llorar, vea que se me muere; aunque después me mate a mí!<br />

—¡Aquí no hay Vírgenes del Carmen que valgan! ¡Si usted no me dice dónde está oculto el<br />

general, aquí nos estamos, y su hijo hasta que reviente de llorar!<br />

Como loca se arrodilló ante los hombres que guardaban la puerta. Luego luchó con ellos.<br />

Luego volvió a arrodillarse ante el Auditor, a quererle besar los zapatos.<br />

—¡Señor, por mi hijo!<br />

—Pues por su hijo: ¿dónde está el general? ¡Es inútil que se arrodille y haga toda esa<br />

comedia, porque si usted no responde a lo que le pregunto, no tenga esperanza de darle de<br />

mamar a su hijo!<br />

Al decir esto, el Auditor se puso de pie, cansado de estar sentado. El amanuense se<br />

chupaba las muelas, con la pluma presta a tomar la declaración que no acababa de salir de los<br />

labios de aquella madre infeliz.<br />

—¿Dónde está el general?<br />

En las noches de invierno, el agua llora en las reposaderas. Así se oía el llanto del niño,<br />

gorgoriteante, acoquinado.<br />

—¿Dónde está el general?<br />

Niña Fedina callaba como una bestia herida, mordiéndose los labios sin saber qué hacer.<br />

—¿Dónde está el general?<br />

Así pasaron cinco, diez, quince minutos. Por fin el Auditor, secándose los labios con un<br />

pañuelo de orilla negra, añadió a todas sus preguntas la amenaza:<br />

—¡Pues si no me dice, va a molernos un poco de cal viva a ver si así se acuerda del camino<br />

que tomó ese hombre!<br />

—¡Todo lo que quieran hago; pero antes déjenme que... que... que le dé de mamar al<br />

muchachito! ¡Señor, que no sea así, vea que no es justo! ¡Señor, la criaturita no tiene la culpa!<br />

¡Castígueme a mí como quiera!<br />

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