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ASTURIAS MIGUEL ANGEL. Senor Presidente

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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />

E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />

Apresuradamente, Niña Fedina empezó a rezar: «¡Acordaos, oh misericordiosísima<br />

Virgen María, que jamás se ha oído decir que haya sido abandonado de vos ninguno de<br />

cuantos han acudido a vuestro amparo, implorando vuestro auxilio y reclamando vuestra<br />

protección! Yo, animada con tal confianza, acudo a vos, oh Madre Virgen de las Vírgenes, a<br />

vos me acerco y llorando mis pecados me postro delante de vuestros pies. No desechéis mis<br />

súplicas, oh Virgen María; antes bien oídlas propicia y acogedlas. Amén.» La sombra le<br />

apretaba la garganta. No pudo rezar más. Se dejó caer y con los brazos, que fue sintiendo<br />

muy largos, muy largos, abarcó la tierra helada, todas las tierras heladas, de todos los presos,<br />

de todos los que injustamente sufren persecución por la justicia, de los agonizantes y<br />

caminantes... Y ya fue de decir la letanía...<br />

Ora pronobis...<br />

Ora pronobis...<br />

Ora pronobis...<br />

Ora pronobis...<br />

Ora pronobis...<br />

Ora pronobis...<br />

Ora pronobis...<br />

Ora pronobis...<br />

Poco a poco, se incorporó. Tenía hambre. ¿Quién le daría de mamar a su hijo? A gatas<br />

acercóse a la puerta, que golpeó en vano.<br />

Ora pronobis...<br />

Ora pronobis...<br />

Ora pronobis...<br />

A lo lejos se oyeron sonar doce campanadas...<br />

Ora pronobis...<br />

Ora pronobis...<br />

En el mundo de su hijo...<br />

Ora pronobis...<br />

Doce campanadas, las contó bien... Reanimada, hizo esfuerzos para pensarse libre y lo<br />

consiguió. Viose en su casa, entre sus cosas y sus conocidos, diciendo a la Juanita: «¡adiós, me<br />

alegro de verla!», saliendo a llamar a palmotadas a la Gabrielita, atalayando el carbón,<br />

saludando con una reverencia a don Timoteo. Su negocio se le antojaba como algo vivo, como<br />

algo hecho de ella y de todos...<br />

Fuera, seguía la fiesta, la manta de las vistas en lugar del patíbulo y la vuelta al parque de<br />

los esclavos atados a la noria.<br />

Cuando menos lo esperaba se abrió la puerta del calabozo. El ruido de los cerrojos la hizo<br />

recoger los pies, como si de pronto se hubiera sentido a la orilla de un precipicio. Dos hombres<br />

la buscaron en la sombra y, sin dirigirle la palabra, la empujaron por un corredor estrecho,<br />

que el viento nocturno barría a soplidos, y por dos salas en tinieblas, hacia un salón<br />

alumbrado. Cuando ella entró, el Auditor de Guerra hablaba con el amanuense en voz baja.<br />

«¡Éste es el señor que le toca el armonio a la Virgen del Carmen! —se dijo Niña Fedina—.<br />

Ya me parecía conocerle cuando me capturaron; lo he visto en la iglesia. ¡No debe ser mal<br />

hombre!...»<br />

Los ojos del Auditor se fijaron en ella con detenimiento. Luego la interrogó sobre sus<br />

generales: nombre, edad, estado, profesión, domicilio. La mujer de Rodas contestó a estas<br />

cuestiones con entereza, agregando por su parte, cuando el amanuense aún escribía su última<br />

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