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ASTURIAS MIGUEL ANGEL. Senor Presidente

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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />

E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />

—¡Esperen! ¡Espérense! —dijo al poner el ojo en la rendija—. ¡El Auditor ya dio<br />

contraorden, ya no están registrando, nos hemos salvado!<br />

De dos pasos se plantó la fondera en la puerta para ver con propios ojos lo que Lucio le<br />

anunciaba con tanta alegría.<br />

—¡Mirujeá tú, Señor Crucificado!... —susurró la fondera.<br />

—¿Quién es ésa, vos?<br />

—¡La posolera, no estás viendo! —y agregó retirando el cuerpo de la mano codiciosa de<br />

Vásquez—. ¡Estate quieto, vos, hombre! ¡Estate quieto! ¡Estate quieto! ¡A la perra con vos!<br />

—¡Pobre, choteá cómo la traen!<br />

—¡Como si el tranvía le hubiera pasado encima!<br />

—¿Por qué harán turnio los que se mueren?<br />

—¡Quitá, no quiero ver!<br />

Una escolta, al mando de un capitán con la espada desenvainada, había sacado de casa de<br />

Canales a la Chabelona, la infeliz sirvienta. El Auditor ya no pudo interrogarla. Veinticuatro<br />

horas antes, esta basura humana ahora agonizante era el alma de un hogar donde por toda<br />

política el canario urdía sus intrigas de alpiste, el chorro en la pila sus círculos concéntricos, el<br />

general sus interminables solitarios, y Camila sus caprichos.<br />

El Auditor saltó al carricoche seguido de un oficial. Humo se hizo el vehículo en la<br />

primera esquina. Vino una camilla cargada por cuatro hombres desguachipados y sucios,<br />

para llevar al anfiteatro el cadáver de la Chabelona. Desfilaron las tropas hacia uno de los<br />

castillos y la Masacuata abrió el establecimiento. Vásquez ocupaba su habitual banquita,<br />

disimulando mal la pena que le produjo la captura de la esposa de Genaro Rodas, con la<br />

cabeza hecha un horno de cocer ladrillos, el flato del tóxico por todas partes, hasta sentir que<br />

le volvía la borrachera por momentos, y la sospecha de la fuga del general.<br />

Niña Fedina acortaba mientras tanto el camino de la cárcel en lucha con los de la escolta,<br />

que a cada paso la bajaban a empellones de la acera a mitad de la calle. Se dejaba maltratar<br />

sin decir nada, pero, de pronto, andando, andando, como rebasada su paciencia, le dio a uno<br />

de todos un bofetón en la cara. Un culatazo, respuesta que no esperaba, y otro soldado que le<br />

pegó por detrás, en la espalda, le hicieron trastabillar, golpearse los dientes y ver luces.<br />

—¡Calzonudos!... ¡Para lo que les sirven las armas!... ¡Deberían tener más vergüenza! —<br />

intervino una mujer que volvía del mercado con el canasto lleno de verduras y frutas.<br />

—¡Shó! —le gritó un soldado.<br />

—¡Será tu cara, machetón!<br />

—¡Vaya, señora! Señora, siga su camino; ligerito siga su camino; ¿o no tiene oficio? —le<br />

gritó un sargento.<br />

—¡Seré como ustedes, cebones!<br />

—¡Cállese —intervino el oficial—, o la rompemos!<br />

—¡La rompemos, qué mismas! ¡Eso era lo único que nos faltaba, ishtos que ái andan y<br />

que parecen chinos de tan secos, con los codos de fuera y los pantalones comidos del fundillo!<br />

¡Repasearse quisieran en uno y que uno se quedara con el hocico callado! ¡Partida de<br />

piojosos..., ajar a la gente por gusto!<br />

Y entre los transeúntes que la miraban asustados, poco a poco se fue quedando atrás la<br />

desconocida defensora de la esposa de Genaro Rodas. En medio de la patrulla seguía hacia la<br />

cárcel, trágica, descompuesta, sudorosa, barriendo el suelo con las barbas de su pañolón de<br />

burato.<br />

El carricoche del Auditor de Guerra asomó a la esquina de casa del licenciado Abel<br />

Carvajal, en el momento en que éste salía de bolero y leva hacia palacio. El Auditor dejó el<br />

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