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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />
E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />
SEGUNDA PARTE<br />
24, 25 y 26 de abril<br />
XII<br />
Camila<br />
Horas y horas se pasaba en su cuarto ante el espejo. «El diablo se le va a asomar por<br />
mica», le gritaba su nana. «¿Más diablo que yo?», respondía Camila, el pelo en llamas negras<br />
alborotado, la cara trigueña lustrosa de manteca de cacao para despercudirse, náufragos los<br />
ojos verdes, oblicuos y jalados para atrás. La pura China Canales, como la apodaban en el<br />
colegio, aunque fuera con su gabacha de colegiala cerrada hasta las islillas, se veía más<br />
mujercita, menos fea, caprichuda y averiguadora.<br />
—Quince años —se decía ante el espejo—, y no paso de ser una burrita con muchos tíos y<br />
tías, primos y primas, que siempre han de andar juntos como insectos.<br />
Se tiraba del pelo, gritaba, hacía caras. Le caía mal formar parte de aquella nube de gente<br />
emparentada. Ser la nena. Ir con ellos a la parada. Ir con ellos a todas partes. A misa de doce,<br />
al Cerro del Carmen, a montarse al caballo rubio, a dar vueltas al Teatro Colón, a bajar y<br />
subir barrancos por El Sauce.<br />
Sus tíos eran unos espantajos bigotudos, con ruido de anillos en los dedos. Sus primos<br />
unos despeinados, gordinflones, plomosos. Sus tías unas repugnantes. Así los veía,<br />
desesperada de que unos —los primos— le regalaran cartuchos de caramelos con banderita,<br />
como a una chiquilla; de que otros —los tíos— la acariciaran con las manos malolientes a<br />
cigarro, tomándola de los cachetes con el pulgar y el índice para moverle la cara de un lado a<br />
otro —instintivamente Camila entiesaba la nuca—; o de que la besaran sus tías sin levantarse<br />
el velito del sombrero, sólo para dejarle en la piel sensación de telaraña pegada con saliva.<br />
Los domingos por la tarde se dormía o se aburría en la sala, cansada de ver retratos<br />
antiguos en un álbum de familia, fuera de los que pendían de las paredes tapizadas de rojo o<br />
se habían distribuido en esquineras negras, mesas plateadas y consolas de mármol, mientras<br />
su papá ronroneaba como mirando a la calle desierta por una ventana, o correspondía a los<br />
adioses de vecinos y conocidos que le saludaban al pasar. Uno allá cada año. Le rendían el<br />
sombrero. Era el general Canales. Y el general les contestaba con la voz campanuda:<br />
«¡Buenas tardes...» «Hasta luego...» «Me alegro de verlo...» «¡Cuídese mucho!...»<br />
Las fotografías de su mamá recién casada, a la que sólo se le veían los dedos y la cara —<br />
todo lo demás eran los tres reinos de la naturaleza, a la última moda en el traje hasta los<br />
tobillos, los mitones hasta cerca del codo, el cuello rodeado de pieles y el sombrero chorreando<br />
listones y plumas bajo una sombrilla de encajes alechugados—; y las fotografías de sus tías<br />
pechugonas y forradas como muebles de sala, el pelo como empedrado y diademitas en la<br />
frente; y las de las amigas de entonces, unas con mantón de manila, peineta y abanico, otras<br />
retratadas de indias con sandalias, güipil, tocoyal y un cántaro en el hombro, o fotografiadas<br />
con madrileña, lunares postizos y joyas, iban adormeciendo a Camila, untándola<br />
somnolencias de crepúsculo y presentimientos de dedicatoria: «Este retrato tras de ti como mi<br />
sombra.» «A todas horas contigo este pálido testigo de mi cariño.» «Si el olvido borra esas<br />
letras enmudecerá mi recuerdo.» Al pie de otras fotografías sólo se alcanzaba a leer entre<br />
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