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ASTURIAS MIGUEL ANGEL. Senor Presidente

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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />

E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />

IX<br />

Ojo de vidrio<br />

El pequeño comercio de la ciudad cerraba sus puertas en las primeras horas de la noche,<br />

después de hacer cuentas, recibir el periódico y despachar a los últimos clientes. Grupos de<br />

muchachos se divertían en las esquinas con los ronrones que atraídos por la luz revoloteaban<br />

alrededor de los focos eléctricos. Insecto cazado era sometido a una serie de torturas que<br />

prolongaban los más belitres a falta de un piadoso que le pusiera el pie para acabar de una<br />

vez. Se veía en las ventanas parejas de novios entregados a la pena de sus amores, y patrullas<br />

armadas de bayonetas y rondas armadas de palos que al paso del jefe, hombre tras hombre,<br />

recorrían las calles tranquilas. Algunas noches, sin embargo, cambiaba todo. Los pacíficos<br />

sacrificadores de ronrones jugaban a la guerra organizándose para librar batallas cuya<br />

duración dependía de los proyectiles, porque no se retiraban los combatientes mientras<br />

quedaban piedras en la calle.<br />

La madre de la novia, con su presencia, ponía fin a las escenas amorosas haciendo correr<br />

al novio, sombrero en mano, como si se le hubiera aparecido el Diablo. Y la patrulla, por<br />

cambiar de paso, la tomaba de primas a primeras contra un paseante cualquiera,<br />

registrándole de pies a cabeza y cargando con él a la cárcel, cuando no tenía armas, por<br />

sospechoso, vago, conspirador, o, como decía el jefe, porque me cae mal...<br />

La impresión de los barrios pobres a estas horas de la noche era de infinita soledad, de<br />

una miseria sucia con restos de abandono oriental, sellada por el fatalismo religioso que le<br />

hacía voluntad de Dios. Los desagües iban llevándose la luna a flor de tierra, y el agua de<br />

beber contaba, en las alcantarillas, las horas sin fin de un pueblo que se creía condenado a la<br />

esclavitud y al vicio.<br />

En uno de estos barrios se despidieron Lucio Vásquez y su amigo.<br />

—¡Adiós, Genaro!... —dijo aquél requiriéndole con los ojos para que guardara el<br />

secreto—, me voy volando porque voy a ver si todavía es tiempo de darle una manita al traído<br />

de la hija del general.<br />

Genaro se detuvo un momento con el gesto indeciso del que se arrepiente de decir algo al<br />

amigo que se va; luego acercóse a una casa —vivía en una tienda— y llamó con el dedo.<br />

—¿Quién? ¿Quién es? —reclamaron dentro.<br />

—Yo... —respondió Genaro, inclinando la cabeza sobre la puerta, como el que habla al<br />

oído de una persona bajita.<br />

—¿Quién yo? —dijo al abrir una mujer.<br />

En camisón y despeinada, su esposa, Fedina de Rodas, alzó el brazo levantando la candela<br />

a la altura de la cabeza, para verle la cara.<br />

Al entrar Genaro, bajó la candela, y dejó caer los aldabones con gran estrépito y<br />

encaminóse a su cama, sin decir palabra. Frente al reloj plantó la luz para que viera el<br />

resinvergüenza a qué horas llegaba. Éste se detuvo a acariciar al gato que dormía sobre la<br />

tilichera, ensayando a silbar un aire alegre.<br />

—¿Qué hay de nuevo que tan contento? —gritó Fedina sobándose los pies para meterse<br />

en la cama.<br />

—¡Nada! —se apresuró a contestar Genaro, perdido como una sombra en la oscuridad de<br />

la tienda, temeroso de que su mujer le conociera en la voz la pena que traía.<br />

—¡Cada vez más amigo de ese policía que habla como mujer!<br />

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