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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />
E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />
VIII<br />
El titiritero del Portal<br />
A las detonaciones y alaridos del Pelele, a la fuga de Vásquez y su amigo, mal vestidas de<br />
luna corrían las calles por las calles sin saber bien lo que había sucedido y los árboles de la<br />
plaza se tronaban los dedos en la pena de no poder decir con el viento, por los hilos<br />
telefónicos, lo que acababa de pasar. Las calles asomaban a las esquinas preguntándose por el<br />
lugar del crimen y, como desorientadas, unas corrían hacia los barrios céntricos y otras hacia<br />
los arrabales. ¡No, no fue en el Callejón del Judío, zigzagueante y con olas, como trazado por<br />
un borracho! ¡No en el Callejón de Escuintilla, antaño sellado por la fama de cadetes que<br />
estrenaban sus espadas en carne de gendarmes malandrines, remozando historias de<br />
mosqueteros y caballerías! ¡No en el Callejón del Rey, el preferido de los jugadores, por donde<br />
reza que ninguno pasa sin saludar al rey! ¡No en el Callejón de Santa Teresa, de vecindario<br />
amargo y acentuado declive! ¡No en el Callejón del Consejo, ni por la Pila de La Habana, ni<br />
por las Cinco Calles, ni por el Martinico...!<br />
Había sido en la Plaza Central, allí donde el agua seguía lava que lava los mingitorios<br />
públicos con no sé qué de llanto, los centinelas golpea que golpea las armas y la noche gira que<br />
gira en la bóveda helada del cielo con la Catedral y el cielo.<br />
Una confusa palpitación de sien herida por los disparos tenía el viento, que no lograba<br />
arrancar a soplidos las ideas fijas de las hojas de la cabeza de los árboles.<br />
De repente abrióse una puerta en el Portal del Señor y como ratón asomó el titiritero. Su<br />
mujer lo empujaba a la calle, con curiosidad de niña de cincuenta años, para que viera y le<br />
dijera lo que sucedía. ¿Qué sucedía? ¿Qué habían sido aquellas dos detonaciones tan<br />
seguiditas? Al titiritero le resultaba poco gracioso asomarse a la puerta en paños menores por<br />
las novelerías de doña Venjamón, como apodaban a su esposa, sin duda porque él se llamaba<br />
Benjamín, y grosero cuando ésta en sus embelequerías y ansia de saber si habían matado a<br />
algún turco empezó a clavarle entre las costillas las diez espuelas de sus dedos para que<br />
alargara el cuello lo más posible.<br />
—¡Pero, mujer, si no veo nada! ¡Cómo querés que te diga! ¿Y qué son esas exigencias?<br />
—¿Qué decís?... ¿Fue por onde los turcos?<br />
—Digo que no veo nada, que qué son esas exigencias...<br />
—¡Hablá claro, por amor de Dios!<br />
Cuando el titiritero se apeaba los dientes postizos, para hablar movía la boca chupada<br />
como ventosa.<br />
—¡Ah!, ya veo, esperá; ¡ya veo de qué se trata!<br />
—¡Pero, Benjamín, no te entiendo nada! —y casi jirimiqueando—. ¿Querrés entender<br />
que no te entiendo nada?<br />
—¡Ya veo, ya veo!... ¡Allá, por la esquina del Palacio Arzobispal, se está juntando gente!<br />
—¡Hombre, quitá de la puerta, porque ni ves nada —sos un inútil— ni te entiendo una<br />
palabra!<br />
Don Benjamín dejó pasar a su esposa, que asomó desgreñada, con un seno colgando sobre<br />
el camisón de indiana amarilla y el otro enredado en el escapulario de la Virgen del Carmen.<br />
—¡Allí... que llevan la camilla! —fue lo último que dijo don Benjamín.<br />
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