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ASTURIAS MIGUEL ANGEL. Senor Presidente

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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />

E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />

Paso a paso llegaron a las tiendas de la cárcel, en la esquina inmediata al Portal del Señor,<br />

y a instancias de Vásquez, que se sentía contento y estiraba los brazos como si se despegara de<br />

una torta de pereza, se detuvieron allí.<br />

—¡Éste sí que es el mero despertar del lión que tiene melena de tirabuzones! —decía<br />

desperezándose—. ¡Y qué lío el que se debe tener un lión para ser un lión! Y haceme el favor<br />

de ponerte alegre, porque ésta es mi noche alegre, ésta es mi noche alegre; soy yo quien te lo<br />

digo, ¡ésta es mi noche alegre!<br />

Y a fuerza de repetir así, con la voz aguda, cada vez más aguda, parecía cambiar la noche<br />

en pandereta negra con sonajas de oro, estrechar en el viento manos de amigos invisibles y<br />

traer al titiritero del Portal con los personajes de sus pantomimas a enzoguillarle la garganta<br />

de cosquillas para que se carcajeara. Y reía, reía ensayando a dar pasos de baile con las<br />

manos en las bolsas de la chaqueta cuta y cuando tomaba su risa ahogo de queja y ya no era<br />

gusto sino sufrimiento, se doblaba por la cintura para defender la boca del estómago. De<br />

pronto guardó silencio. La carcajada se le endureció en la boca, como el yeso que emplean los<br />

dentistas para tomar el molde de la dentadura. Había visto al Pelele. Sus pasos patearon el<br />

silencio del Portal. La vieja fábrica los fue multiplicando por dos, por ocho, por doce. El idiota<br />

se quejaba quedito y recio como un perro herido. Un alarido desgarró la noche. Vásquez, a<br />

quien el Pelele vio acercarse con la pistola en la mano, lo arrastraba de la pierna quebrada<br />

hacia las gradas que caían a la esquina del Palacio Arzobispal. Rodas asistía a la escena, sin<br />

movimiento, con el resuello espeso, empapado en sudor. Al primer disparo el Pelele se<br />

desplomó por la gradería de piedra. Otro disparo puso fin a la obra. Los turcos se encogieron<br />

entre dos detonaciones. Y nadie vio nada, pero en una de las ventanas del Palacio Arzobispal,<br />

los ojos de un santo ayudaban a bien morir al infortunado y en el momento en que su cuerpo<br />

rodaba por las gradas, su mano con esposa de amatista, le absolvía abriéndole el Reino de<br />

Dios.<br />

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