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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />
E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />
que llevaba encima tiesos de sangre y tierra. El silencio fundía los pasos de los últimos<br />
transeúntes, los golpecitos de las armas de los centinelas y las pisadas de los perros callejeros<br />
que, con el hocico a ras del suelo, hurgaban en busca de huesos, los papeles y las hojas de<br />
tamales que a orillas del Portal arrastraba el viento.<br />
Don Lucho llenó otra vez las copas dobles que llamaban «dos pisos».<br />
—¿Cómo es eso de te se pone? —decía Vásquez entre dos escupidas, con la voz más aguda<br />
que de costumbre—. ¿No te estoy contando, pues, que estaba yo hoy como a las nueve, más<br />
serían, tal vez las nueve y media, antes de venirme a juntar con voz, cortejeándome a la<br />
Masacuata, cuando entró a la cantina un tipo a beberse una cerveza? Aquélla se la sirvió<br />
volando. El tipo pidió otra y pagó con un billete de cien varas. Aquélla no tenía vuelto y fue a<br />
descambiar. Pero yo me hice una brochota grande, pues desde que vi entrar al traído se me<br />
puso que... que ahí había gato encerrado, y como si lo hubiera sabido, viejo: una patoja salió<br />
de la casa de enfrente y ni bien había salido, el tipo se había puesto las botas tras ella. Y ya no<br />
pude volar más vidrio, porque en eso regresó la Masacuata, y yo, ya sabés, me puse a<br />
querérmela luchar...<br />
—Y entonces las cien varas...<br />
—No, ya vas a ver. En lucha estábamos con aquélla, cuando el tipo regresó por el vuelto<br />
del billete, y como nos encontró abrazados, se hizo de confianza y nos contó que estaba coche<br />
por la hija del general Canales y que pensaba robársela hoy en la noche, si era posible. La hija<br />
del general Canales era la patoja, que había salido a ponerse de acuerdo con él. No sabés<br />
cómo me rogó para que yo le ayudara en el volado, pero yo qué iba a poder, con esta<br />
cuidadera del Portal...<br />
—¡Qué largos!, ¿verdá, vos?<br />
Rodas acompañó esta exclamación con un chisguetazo de saliva. —Y como a ese traído yo<br />
me lo he visto parado muchas veces por la Casa Presidencial...<br />
—¡Me zafo, debe ser familia...!<br />
—No, ¡qué va a ser!, ni por donde pasó el zope. Lo que sí me extraña es la prisota que se<br />
cargaba por robarse a la muchacha ésa hoy mismo. Algo sabe de la captura del general y<br />
querrá armarse de traída cuando los cuques carguen con el viejo.<br />
—Sin jerónimo de duda, en lo que estás vos...<br />
—¡Metámonos el ultimátum y nos vamos a la mierda!<br />
Don Lucho llenó las copas y los amigos no tardaron en vaciarlas. Escupían sobre gargajos<br />
y chencas de cigarrillos baratos.<br />
—¿Como cuánto le debemos, don Lucho?<br />
—Son dieciséis con cuatro...<br />
—¿De cada uno? —intervino Rodas.<br />
—¡No, cómo va a ser eso; todo junto! —respondió el cantinero, mientras Vásquez le<br />
contaba en la mano algunos billetes y cuatro monedas de níquel.<br />
—¡Hasta la vista, don Lucho!<br />
—¡Don Luchito, ya nos vemos!<br />
Estas voces se confundieron con la voz del cantinero, que se acercó a despedirles hasta la<br />
puerta.<br />
—¡Ah, la gran flauta, qué frío el que hace...! —exclamó Rodas al salir a la calle,<br />
clavándose las manos en las bolsas del pantalón.<br />
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