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ASTURIAS MIGUEL ANGEL. Senor Presidente

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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />

E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />

VII<br />

Absolución arzobispal<br />

Genaro Rodas se detuvo junto a la pared a encender un cigarrillo. Lucio Vásquez asomó<br />

cuando rascaba el fósforo en la cajetilla. Un perro vomitaba en la reja del Sagrario.<br />

—¡Este viento fregado! —refunfuñó Rodas a la vista de su amigo.<br />

—¿Qué tal, vos? —saludó Vásquez, y siguieron andando.<br />

—¿Qué tal, viejo?<br />

—¿Para dónde vas?<br />

—¿Cómo para dónde vas? ¡Vos si que me hacés gracia! ¿No habíamos quedado de<br />

juntarnos por aquí, pues?<br />

—¡Ah! ¡Ah! Creí que te se había olvidado. Ya te voy a contar qué hubo de aquello. Vamos<br />

a meternos un trago. No sé, pero tengo ganas de meterme un trago. Venite, pasemos por el<br />

Portal a ver si hay algo.<br />

—No creo, vos, pero si querés pasemos; allí, desde que prohibieron que llegaran a dormir<br />

los pordioseros, ni gatos se ven de noche.<br />

—Por fortuna, decí. Atravesemos por el atrio de la Catedral, si te perece. Y qué aire el<br />

que se alborotó...<br />

Después del asesinato del coronel Parrales Sonriente, la Policía Secreta no desamparaba<br />

ni un momento el Portal del Señor; vigilancia encargada a los hombres más amargos. Vásquez<br />

y su amigo recorrieron el Portal de punta a punta, subieron por las gradas que caían a la<br />

esquina del Palacio Arzobispal y salieron por el lado de las Cien Puertas. Las sombras de las<br />

pilastras echadas en el piso ocupaban el lugar de los mendigos. Una escalera, y otra, y otra,<br />

advertían que un pintor de brocha gorda iba a rejuvenecer el edificio. Y en efecto, entre las<br />

disposiciones del Honorable Ayuntamiento encaminadas a testimoniar al <strong>Presidente</strong> de la<br />

República su incondicional adhesión, sobresalía la de pintura y aseo del edificio que había<br />

sido teatro del odioso asesinato, a costa de los turcos que en él tenían sus bazares hediondos a<br />

cacho quemado. «Que paguen los turcos, que en cierto modo son culpables de la muerte del<br />

coronel Parrales Sonriente, por vivir en el sitio en que se perpetró el crimen», decían,<br />

hablando en plata, los severos acuerdos edilicios. Y los turcos, con aquellas contribuciones de<br />

carácter vindicativo, habrían acabado más pobres que los pordioseros que antes dormían a<br />

sus puertas sin la ayuda de amigos cuya influencia les permitió pagar los gastos de pintura,<br />

aseo y mejora del alumbrado del Portal del Señor, con recibos por cobrar al Tesoro Nacional,<br />

que ellos habían comprado por la mitad de su valor.<br />

Pero la presencia de la Policía Secreta les aguó la fiesta. En voz baja se preguntaban el<br />

porqué de aquella vigilancia. ¿No se licuaron los recibos en los recipientes llenos de cal? ¿No<br />

se compraron a sus costillas brochas grandes como las barbas de los Profetas de Israel?<br />

Prudentemente, aumentaron en las puertas de sus almacenes, por dentro, el número de<br />

trancas, pasadores y candados.<br />

Vásquez y Rodas dejaron el Portal por el lado de las Cien Puertas. El silencio ordeñaba el<br />

eco espeso de los pasos. Adelante, calle arriba, se colaron en una cantina llamada El Despertar<br />

del León. Vásquez saludó al cantinero, pidió dos copas y vino a sentarse al lado de Rodas, en<br />

una mesita, detrás de un cancel.<br />

—Contá, pues, vos, qué hubo de mi lío —dijo Rodas.<br />

—¡Salú! —Vásquez levantó la copa de aguardiante blanco.<br />

—¡A la tuya, viejito!<br />

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