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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />
E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />
Y gastó una fortuna en telegramas al <strong>Presidente</strong>. No le contestó. Nada podían los<br />
ministros. El Subsecretario de la Guerra, hombre de suyo bondadoso con las damas, le rogó<br />
que no insistiera, que el pasaporte no se lo daban aunque metiera flota, que su marido había<br />
querido jugar con el Señor <strong>Presidente</strong> y que todo era inútil.<br />
Le aconsejaron que se valiera de aquel curita que parecía tener ranas, no almorranas,<br />
varón de mucha vara alta, o de una de las queridas del que montaba los caballos<br />
presidenciales, y como en ese tiempo corrió la noticia de que Cara de Ángel había muerto de<br />
fiebre amarilla en Panamá, no faltó quien la acompañara a consultar con los espiritistas para<br />
salir de duda.<br />
Éstos no se lo dejaron decir dos veces. La que anduvo un poco renuente fue la médium.<br />
«Eso de que encarne en mí el espíritu de uno que fue enemigo del Señor <strong>Presidente</strong> —decía—,<br />
no muy me conviene.» Y bajo la ropa helada le temblaban las canillas secas. Pero las súplicas,<br />
acompañadas de monedas, quebrantan piedras y untándole la mano la hicieron consentir. Se<br />
apagó la luz. Camila tuvo miedo al oír que llamaban al espíritu de Cara de Ángel, y la sacaron<br />
arrastrando los pies, casi sin conocimiento: había escuchado la voz de su marido, muerto,<br />
según dijo, en alta mar y ahora en una zona en donde nada alcanza a ser y todo es, en la mejor<br />
cama, colchones de agua con resortes de peces, y el no estar, la más sabrosa almohada.<br />
Enflaquecida, con arrugas de gata vieja en la cara cuando apenas contaba veinte años, ya<br />
sólo ojos, ojos verdes y ojeras grandes como sus orejas transparentes, dio a luz un niño, y por<br />
consejo del médico, al levantarse de la cama salió de temporada al campo. La anemia<br />
progresiva, la tuberculosis, la locura, la idiotez y ella a tientas por un hilo delgado, con un<br />
niño en los brazos, sin saber de su marido, buscándolo en los espejos, por donde sólo pueden<br />
volver los náufragos, en los ojos de su hijo o en sus propios ojos, cuando dormida sueña con él<br />
en Nueva York o en Singapur.<br />
Por entre los pinos de sombra caminante, los árboles fruteros de las huertas y los de los<br />
campos más altos que las nubes, aclaró un día en la noche de su pena; el domingo de<br />
Pentecostés, en que recibió su hijo sal, óleo, agua, saliva de cura y nombre de Miguel. Los<br />
cenzontles se daban el pico. Dos onzas de plumas y un sinfín de trinos. Las ovejas se<br />
entretenían en lamer las crías. ¡Qué sensación tan completa de bienestar de domingo daba<br />
aquel ir y venir de la lengua materna por el cuerpo del recental, que entremoría los ojos<br />
pestañosos al sentir la caricia! Los potrancos correteaban en pos de las yeguas de mirada<br />
húmeda. Los terneros mugían con las fauces babeantes de dicha junto a las ubres llenas. Sin<br />
saber por qué, como si la vida renaciera en ella, al concluir el repique del bautizo, apretó a su<br />
hijo contra su corazón.<br />
El pequeño Miguel creció en el campo, fue hombre de campo, y Camila no volvió a poner<br />
los pies en la ciudad.<br />
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