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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />
E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />
XL<br />
Gallina ciega<br />
... «¡Hace tantas horas que se fue!» El día del viaje se cuentan las horas hasta juntar<br />
muchas, las necesarias para poder decir: «¡Hace tantos días que se fue!» Pero dos semanas<br />
después se pierde la cuenta de los días y entonces: «¡Hace tantas semanas que se fue!» Hasta<br />
un mes. Luego se pierde la cuenta de los meses. Hasta un año. Luego se pierde la cuenta de los<br />
años...<br />
Camila atalayaba al cartero en una de las ventanas de la sala, oculta tras las cortinillas<br />
para que no la vieran desde la calle; había quedado encinta y cosía ropitas de niño.<br />
El cartero se anunciaba, antes de aparecer, como un loco que jugara a tocar en todas las<br />
casas. Toquido a toquido se iba acercando hasta llegar a la ventana. Camila dejaba la costura<br />
al oírlo venir, y al verlo el corazón le saltaba del corpiño a agitar todas las cosas en señal de<br />
gusto. ¡Ya está aquí el cartero que espero! «Mi adorada Camila. Dos puntos...»<br />
Pero el cartero no tocaba... Sería que... Tal vez más tarde... Y reanudaba la costura,<br />
tarareando canciones para espantarse la pena.<br />
El cartero pasaba de nuevo por la tarde. Imposible dar puntada en el espacio de tiempo<br />
que ponía en llegar de la ventana a la puerta. Fría, sin aliento, hecha todo oídos, se quedaba<br />
esperando el toquido, y al convencerse de que nada había turbado la casa en silencio, cerraba<br />
los ojos de miedo, sacudida por amagos de llanto, vómitos repentinos y suspiros. ¿Por qué no<br />
salió a la puerta? Acaso... Un olvido del cartero —¿y a santo de qué es cartero?— y que<br />
mañana puede traerla como si tal cosa...<br />
Casi arranca la puerta al día siguiente por abrir a las volandas. Corrió a esperar al<br />
cartero, no sólo para que no la olvidara, sino también para ayudar a la buena suerte. Pero<br />
éste, que ya se pasaba como todos los días, se le fue de las preguntas vestido de verde alberja,<br />
el que dicen color de la esperanza, con sus ojos de sapo pequeñitos y sus dientes desnudos de<br />
maniquí para estudiar anatomía.<br />
Un mes, dos meses, tres, cuatro...<br />
Desapareció de las habitaciones que daban a la calle sumergida por el peso de la pena, que<br />
se la fue jalando hacia el fondo de la casa. Y es que se sentía un poco cachivache, un poco leña,<br />
un poco carbón, un poco tinaja, un poco basura.<br />
«No son antojos, son pruritos», explicó una vecina algo comadre a las criadas que le<br />
consultaron el caso más por tener que contar que por pedir remedio, pues en lo de remedio<br />
ellas sabían lo suyo para no quedarse atrás; candelas a los santos y alivio de la necesidad por<br />
disminución del peso de la casa, que iban descargando de las cositas de valor.<br />
Pero un buen día la enferma salió a la calle. Los cadáveres flotan. Refundida en un<br />
carruaje, hurtando los ojos a los conocidos —casi todos escondían la cara para no decirle<br />
adiós— estuvo ir e ir adonde el <strong>Presidente</strong>. Su desayuno, almuerzo y comida era un pañuelo<br />
empapado en llanto. Casi se lo comía en la antesala. ¡Cuánta necesidad, a juzgar por el gentío<br />
que esperaba! Los campesinos, sentados en la orillita de las sillas de oro. Los de la ciudad más<br />
adentro, gozando del respaldo. A las damas se les cedían los sillones en voz baja. Alguien<br />
hablaba en una puerta. ¡El <strong>Presidente</strong>! De pensarlo se acalambraba. Su hijo le daba pataditas<br />
en el vientre, como diciéndole: «¡Vámonos de aquí!» El ruido de los que cambiaban de<br />
postura. Bostezos. Palabritas. Los pasos de los oficiales del Estado Mayor. Los movimientos<br />
de un soldado que limpiaba los vidrios de una ventana. Las moscas. Las pataditas del ser que<br />
llevaba en el vientre. «¡Ay, tan bravo! ¡Qué son esas cóleras! ¡Estamos en hablarle al<br />
<strong>Presidente</strong> para que nos diga qué fue de ese señor que no sabe que usted existe y que cuando<br />
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