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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />
E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />
XXXIX<br />
El puerto<br />
Todo sosegaba en el recalmón que precedió al cambio de la marea, menos los grillos<br />
húmedos de sal con pavesa de astro en los élitro,, los reflejos de los faros, imperdibles<br />
perdidos en la oscuridad, y el prisionero que iba de un lado a otro, como después de un<br />
tumulto, con el pelo despenicado sobre la frente, las ropas en desorden, sin probar asiento,<br />
ensayando gestos como los que se defienden dormidos, entre ayes y medias palabras, de la<br />
mano de Dios que se los lleva, que los arrastra porque se necesitan para las llagas, para las<br />
muertes de repente, para los crímenes en frío, para que los despierten destripados.<br />
«¡Aquí el único consuelo es Farfán! —se repetía—. ¡Dónde no fuera el comandante! ¡Por<br />
lo menos que mi mujer sepa que me pegaron dos tiros, me enterraron y parte sin novedad!»<br />
Y se oía la machacadera del piso, un como martillo de dos pies, a lo largo del vagón<br />
clavado con estacas de centinelas de vista en la vía férrea, aunque él andaba muy lejos, en el<br />
recuerdo de los pueblecitos que acababa de recorrer, en el lodo de sus tinieblas, en el polvo<br />
cegador de sus días de sol, cebado por el terror de la iglesia y el cementerio, la iglesia y el<br />
cementerio, la iglesia y el cementerio. ¡No quedaron vivos más que la fe y los muertos!<br />
El reloj de la Comandancia dio una campanada. Tiritaron las arañas. La media, ahora<br />
que la aguja mayordoma estaba capoteando el cuarto para la media noche. Cachazudamente,<br />
el mayor Farfán enfundó el brazo derecho, luego el izquierdo, en la guerrera; y con la misma<br />
lentitud empezó a abrocharse por el botón del ombligo, sin parar mientes en nada de lo que<br />
allí tenía a la vista: un mapa con la república en forma de bostezo, una toalla con mocos secos<br />
y moscas dormidas, una tortuga, una escopeta, unas alforjas... Botón por botón hasta llegar al<br />
cuello. Al llegar al cuello alzó la cabeza y entonces toparon sus ojos con algo que no podía<br />
dejar de ver sin cuadrarse: el retrato del Señor <strong>Presidente</strong>.<br />
Acabó de abrocharse, pedorreóse, encendió un cigarrillo en el aliento del quinqué, tomó el<br />
fuete y... a la calle. Los soldados no le sintieron pasar; dormían por tierra, envueltos en sus<br />
ponchos, como momias; los centinelas le saludaron con las armas y el oficial de guardia se<br />
levantó queriendo escupir un gusano de ceniza, todo lo que le quedaba del cigarrillo en los<br />
labios dormidos, y apenas si tuvo tiempo para botárselo con el envés de la mano al saludar<br />
militarmente: «¡Parte sin novedad, señor!».<br />
En el mar entraban los ríos como bigotes de gato en taza de leche. La sombra licuada de<br />
los árboles, el peso de los lagartos cachondos, la calentura de los vidrios palúdicos, el llanto<br />
molido, todo iba a dar al mar.<br />
Un hombre con un farol se adelantó a Farfán al entrar al vagón. Seguíanles dos soldados<br />
risueños afanados en el desenredar a cuatro manos los lacitos para atar al preso. Lo ataron<br />
por orden de Farfán y le sacaron en dirección al pueblo, seguido de los centinelas de vista que<br />
guardaban el vagón. Cara de Ángel no opuso resistencia. En el gesto y la voz del mayor, en el<br />
primor que exigía de parte de los soldados, que ya sin eso lo trataban mal, para que lo hicieran<br />
a la pura baqueta, creía adivinar una maniobra del amigo para poderle ser útil después,<br />
cuando lo tuviera en la Comandancia, sin comprometerse de antemano. Pero no lo llevaban a<br />
la Comandancia. Al dejar la estación doblaron hacia el tramo más apartado de la línea férrea<br />
y en un furgón con el piso cubierto de estiércol, le hicieron subir a golpes. Le golpeaban sin<br />
que él diera motivo, como obedeciendo a órdenes recibidas anteriormente.<br />
—Pero ¿por qué me golpean, Farfán? —se volvió a gritar al mayor, que seguía el cortejo<br />
conversando con el del farol.<br />
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