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ASTURIAS MIGUEL ANGEL. Senor Presidente

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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />

E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />

moneda nacional, que me entregó para resarcirme en parte de los perjuicios y daños<br />

que me causó por haber pervertido a mi esposa, señora Fedina de Rodas, a quien<br />

sorprendiendo en su buena fe y sorprendiendo la buena fe de las Autoridades, ofreció<br />

emplear como sirvienta y matriculó sin autorización ninguna como su pupila—.<br />

Genaro Radas.»<br />

La voz de la criada se oyó tras de la puerta:<br />

—¿Se puede entrar?<br />

—Sí, entrá...<br />

—Vengo a ver si se te ofrecía algo. Voy a ir a la tienda a traer candelas, y a decirte que<br />

vinieron a buscarte dos mujeres de ésas de las casas malas y te dejaron dicho conmigo que si<br />

no les devolvés los diez mil pesos que les quitaste que se van a quejar con el <strong>Presidente</strong>.<br />

—¿Y qué más?... —articuló el Auditor con muestras de fastidio, al tiempo de agacharse a<br />

recoger del suelo una estampilla de correo.<br />

—Y también estuvo a buscarte una señora enlutada de negro que parece ser mujer del<br />

que fusilaron...<br />

—¿Cuál de todos ellos?<br />

—El Señor Carvajal...<br />

—¿Y qué quiere?...<br />

—La pobre me dejó esta carta. Parece que quiere saber dónde está enterrado su marido.<br />

Y en tanto el Auditor pasaba los ojos de mal modo por el papel orlado de negro, la<br />

sirvienta continuó:<br />

—Te diré que yo le prometí interesarme, porque me dio una lástima, y la pobre se fue con<br />

mucha esperanza.<br />

—Demasiado te he dicho que me disgusta que congeniés con toda la gente. No hay que dar<br />

esperanzas. ¿Cuándo entenderás que no hay que dar esperanzas? En mi casa, es que no se<br />

dan esperanzas de ninguna especie a nadie. En esto puestos se mantiene uno porque hace lo<br />

que le ordenan, y la regla de conducta del Señor <strong>Presidente</strong> es no dar esperanzas y pisotearlos<br />

y zurrarse en todos porque sí. Cuando venga esa señora le devolvés su papelito bien doblado y<br />

que no hay tal saber dónde está enterrado...<br />

—No te disgustés, pues, te va a hacer mal; así se lo voy a decir. Sea por Dios con tus cosas.<br />

Y salió con el papel, arrastrando los pies uno tras otro, uno tras otro, entre el ruido de la<br />

nagua.<br />

Al llegar a la cocina arrugó el pliego que contenía la súplica y lo lanzó a las brasas. El<br />

papel, como algo vivo, revolcóse en una llama que palideció convertida sobre la ceniza en mil<br />

gusanitos de alambre de oro. Por las tablas de los botes de las especias, tendidas como<br />

puentes, vino un gato negro, saltó al poyo junto a la vieja, frotósele en el vientre estéril como<br />

un sonido que se va alargando en cuatro patas, y en el corazón del fuego que acababa de<br />

consumir el papel puso los ojos dorados con curiosidad satánica.<br />

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